Más allá del deseo

Más allá del deseo

El término consentimiento tiene cada vez más detractoras. ¿Qué es lo que entendemos al nombrarlo? ¿Qué alternativas nos quedan si lo desechamos?

19/01/2018

Stef Papin, Cristina Gozalo (K. Sagaris) y Loreto Ares*

Ilustración: Susanna Martín

“Despierta, Neo. ¿De qué sirve elegir si no conoces las opciones?”

Matrix (Hermanas Wachowski, 1999)

Proyectamos Je Suis Ordinaire, cortometraje de Chloé Fontaine sobre una violación en el ámbito de la pareja. Hemos dudado mucho acerca de la pertinencia de incluir este vídeo dentro de los talleres que dinamizamos sobre consentimiento: nos resulta excesivamente violento, excesivamente gráfico. Créditos finales. Debate con el público. ¿Qué vemos en estas imágenes? Una mujer feminista que participa en el taller afirma que en la escena sí hay consentimiento, que la joven consiente aunque no desee. Nos quedamos perplejas, y no pudimos más que pensar en aquella jueza que en un caso de violación le preguntaba a la mujer si no había cerrado bien las piernas. Más adelante, la participante añade que el propio término consentimiento le hace el juego al patriarcado. Ante la necesidad de una reflexión más profunda empezamos a esbozar este texto en el mismo tren de vuelta a Madrid.

Estos días se está hablando mucho sobre consentimiento, no solo dentro de los feminismos sino también desde los medios de (des)información, particularmente a raíz del juicio a los violadores de los Sanfermines. Se extiende un discurso (lo vemos aquí, o aquí, y en otros tantos sitios) que opone consentimiento (malo) a deseo (bueno). Ya nos enzarzamos en este debate en nuestra página de Facebook hace un año a raíz de un video de Irantzu Varela, aunque no es algo nuevo: ya en las estadounidenses guerras del sexo de los años setenta y ochenta fue objeto de acaloradas discusiones. En todo caso, a nosotras nos parecen cada vez más peligrosas tanto esa dicotomía tajante y alienante como la romantización que supone del término deseo.

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En distintos fanzines circula una lista de cien preguntas sobre consentimiento. Las llevamos a los talleres e invitamos a hacer dinámicas de concienciación [consciousness raising]. Hace tres años empezamos lanzándonos nosotras una pregunta tras otra en un espacio seguro. Recordamos bien la primera vez que nos enfrentamos a ésta: “¿Cuáles son las razones por las que quieres sexo? ¿Con qué fines lo practicas?”. Lo primero que contestamos fue: “Por deseo, claro, obviamente por deseo”. Sin embargo, la respuesta fue cambiando (y ampliándose) cada vez que nos lo replanteábamos: no siempre que nos hemos acostado con alguien había un claro deseo sexual. A veces ha supuesto una herramienta de comunicación, una forma de acercarse a alguien o incluso una transacción. Otras veces esa misma pregunta nos llevó a identificar violaciones, más de las que estábamos dispuestas a admitir en un principio. El deseo es un terreno pantanoso porque, en el heteropatriarcado que habitamos, no deja de ser una construcción que se entreteje con nuestras subjetividades y con nuestras experiencias, experiencias sobre las que nos contamos las narrativas que nos permiten sobrevivir. Fue la primera vez que sentimos que pisábamos suelo resbaladizo entre deseos y consensos.

Es cierto que en el debate alrededor de la palabra consentimiento existe un dilema lingüístico. El término admite dos acepciones distintas: tanto “permitir o tolerar pasivamente” como “aprobar la participación en algo”, una polisemia muy peligrosa, como bien explica la lingüista Elena Álvarez Mellado. Esto nos hizo cuestionarnos en su momento si consentimiento era una buena traducción para el consent del que hablan las feministas anglosajonas. Incluso más allá de lo que diga la RAE (ya sabemos…), queremos pensarlo desde el empoderamiento: si permito es porque tengo poder sobre mi propio cuerpo, si apruebo es porque yo decido, si acuerdo es porque quiero hacer explícito lo que normalmente no se enuncia.

De todas formas, este debate no esconde únicamente un dilema lingüístico (nunca se trata solo de un dilema lingüístico y eso es algo que las feministas sabemos muy bien). ¿Qué ocurre cuando enfrentamos deseo y consentimiento para solo salvar el deseo? ¿Qué entendemos por deseo y cómo podemos dejarlo fluir o expresarse por sí solo cuando habitamos este violento heteropatriarcado? Al hablar de sexo deseado vs. sexo consentido lo romantizamos y naturalizamos. Y el problema no está en el deseo, sino en qué herramientas tenemos para identificarlo, para comunicarlo, para leerlo, considerando que la cultura de la violación nos atraviesa a todas.

Además, ¿qué prácticas y qué identidades estamos excluyendo cuando hablamos así? Por un lado, puedo manifestar deseo y no querer interactuar sexualmente (por ejemplo, puedo querer esperar a una segunda cita, mañana madrugo, estoy menstruando y no me apetece así, o puedo disfrutar solamente del deseo sin hacer nada con él). Por otro lado, puedo querer interactuar sexualmente y no sentir deseo (como le pasa a algunas de nuestras compañeras asexuales, como puede ocurrir en el trabajo sexual, o cuando hemos usado el sexo o la masturbación para relajar los dolores de regla). Necesitamos una herramienta que no se quede en el deseo, entendiéndolo casi como un lenguaje universal no verbal (spoiler: ese lenguaje no existe). El consentimiento no es solo un término jurídico o una palabra para regalar a periodistas despolitizados, es una cultura crítica con una larga genealogía en el movimiento feminista, un concepto que no se queda ni mucho menos en el no es no, ni tan siquiera en el solo sí es sí.

Ilustración: Susanna Martín

Cuando tememos que el consentimiento se pueda inducir, se pueda forzar, caemos en la trampa que diferencia la violación mitificada (ese desconocido en un callejón oscuro) de la violación ordinaria (esa que mostraba el corto de Chloé Fontaine). Es la trampa que les hace a algunas personas llamar ‘consentida’ a esta escena. La cultura del consentimiento entusiasta que trabajamos desde el feminismo lleva décadas luchando para entender que todas estas son violaciones, sin distinción.

No queremos perder este término, aunque tampoco queremos agarrarnos a él. Si es la palabra lo que no nos gusta, cambiémosle de una vez el nombre. Qué preferimos: ¿sexo consensuado?, ¿pactado?, ¿negociado?, ¿consciente?, ¿con-sentido?, ¿consentimiento activo?, ¿entusiasta?, ¿feminista? Podemos deshacernos del término, pero no de su implicación conceptual, porque si nos deshacemos del consentimiento, ¿cuál es la herramienta alternativa que nos queda más allá de simplemente el deseo?

Leímos a Alicia Murillo en redes sociales en noviembre: “Un violador es aquel que se despreocupa del deseo ajeno, independientemente del consenso (…). A través de un consenso, sólo se puede llegar en unas circunstancias de negociación igualitarias para ambas partes y, lamentablemente, un patriarcado nunca dará esas condiciones entre hombres y mujeres. (…) El consenso, por tanto, no es justicia, es violencia. Sólo el respeto por los deseos de la mujer garantiza la justicia (…)”. Parece que opone el respeto al deseo por un lado y el consenso o consentimiento por el otro. Estamos de acuerdo en que no existen en el sistema que habitamos los espacios ni las interacciones libres de relaciones de poder (de género, de clase, de raza, etc., etc.), y es precisamente por eso por lo que no entendemos el consentimiento como (únicamente) una decisión personal, ya que aunque podamos elegir, las opciones vienen dadas de serie por este sistema capitalista, machista, heteronormativo, cis-sexista, capacitista… que ha construido nuestra forma de relacionarnos. Sin embargo, no comprendemos la oposición entre una cosa y la otra: ¿cómo hablar de deseo y respeto sin hablar de consentimiento? ¿No vivir en una sociedad igualitaria nos convierte a las mujeres en sujetos pasivos? Lo que necesitamos es una herramienta que dé voz a nuestros deseos en este contexto, que nos permita recuperar la agencia para ser algo más que víctimas.

Hay muchas personas repitiendo que la cultura del consentimiento nos retrotrae a una dinámica en la que “él desea, ella consiente”. Ese es el mantra del heteropatriarcado, no el nuestro. Porque ¿dónde deja nuestros deseos? ¿Y dónde deja las relaciones no heterocentradas? En una relación bollo, ¿quién eres cuando “ella desea y ella consiente”? La catarsis colectiva es necesaria, ¿pero qué hay además de la catarsis? No podemos dejarle ese espacio únicamente al deseo, como si éste no fuera continuamente malinterpretado. Y si lo hacemos, que sea para ampliarlo, resignificar su expresión, explorar otras formas, cambiar esa mirada, cambiar el cuento de que todo fluye mágicamente con tan solo mirarnos a los ojos, que hablar, negociar, pactar, puede ser algo erótico y divertido. El consentimiento es esa herramienta desde la que decides, no solo lo que no quieres, sino también lo que sí quieres. Es un diálogo con les demás, pero también es un diálogo (constante) contigo misma. Y esto no es una operación sencilla, porque nunca nos enseñaron a preguntarnos qué es lo que queremos, y mucho menos a comunicarlo.

En el siglo IV, San Agustín decía: “desear es consentir”, haciendo alusión a que podía pecarse de pensamiento. Nosotras, sin embargo, pensamos que “consentir es desear”, porque implica expresar nuestros deseos y nuestros límites, supone afirmarse como sujeto deseante y/o empoderado: consentir es existir, es tener voz y darle legitimidad. Llevamos años dándole vueltas a este tema y a día de hoy no tenemos respuestas todavía, lo que tenemos son cada vez más preguntas y más espacio para las dudas y las contradicciones. Consideramos que debemos adentrarnos críticamente en la cultura del consentimiento, cuestionando y cuestionándonos, pero no para desecharla y volver a un deseo que parece que se enuncia por sí mismo, sino para trabajar por construir e imaginar las relaciones e interacciones más igualitarias, libres y consensuadas posibles. Nosotras seguimos en ese tren.

*Stef Papin, Cristina Gozalo (K. Sagaris) y Loreto Ares son integrantes de La pregunta 28. Grupo de Trabajo sobre Consentimiento

Este análisis fue publicado en el número 9 de El Salto.
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