El valiente acto de amar a una persona trans

El valiente acto de amar a una persona trans

Como alguien que expresa su género más allá de la normatividad soy consciente de las dificultades a las que me enfrento para construir, nuevamente en mi vida, algo a lo que poder denominar como “pareja”.

Imagen: Ornella Munar
24/04/2024

La cultura del fracaso nos rodea. Desde las calificaciones académicas por las que todas hemos pasado siendo estudiantes y que condicionan nuestro futuro, los constantes mensajes publicitarios que te tratan como una perdedora si no consumes su producto, hasta llegar a los miles de youtubers que se anuncian como gurús para saber triunfar económica y socialmente en nuestras patéticas vidas, el fracaso es ese fantasma que nos acompaña a todos lados. Y en el amor no tarda también en aparecer para quitarnos el poco sueño que nos queda.

Después de diez años juntos, mi pareja y yo iniciamos un proceso de transformación en nuestra relación. Aunque las primeras veces que hablábamos del estado de nuestro vínculo nos negamos a aceptar que las cosas estaban cambiando entre nosotros —e incluso diseñamos estrategias para evitar tomar una decisión más drástica—, la realidad terminó imponiéndose. Entre llantos nos preguntamos durante horas y horas, de distintos días, por qué estábamos en ese estado de incertidumbre que nos generaba tanto dolor. En especial a mí, que consideraba un auténtico fracaso sentimental la posibilidad de finalizar la relación. Y era algo sencillo de entender: nos dejamos de amar.

Ahora bien, nos dejamos de amar bajo los parámetros que definen el concepto “pareja” en nuestra cultura, los cuales podrían resumirse como exclusividad, dedicación completa y romanticismo. Aunque estos parámetros no sean garantía de bienestar —pues muchas parejas que conozco que las cumplen apenas se soportan mutuamente a los dos o tres años de relación— innegablemente determinan ese vínculo que la gran mayoría de personas hemos anhelado tener para sentirnos completas y no unas fracasadas.

A pesar de que este proceso de transformación del que hablo ha sido de lo más amable, a diferencia de las opciones convencionales para gestionar situaciones similares a la nuestra y que tienen que ver con el distanciamiento emocional, la separación física y el rencor, yo estaba —y estoy— cagada. Y es que, aunque pueda decir que no ha significado una “ruptura” sino una evolución, puesto que sigo contando con él como parte de eso que llamamos familia elegida, me asalta con mucha frecuencia la misma pregunta: ¿quién va a ocupar ahora ese lugar en mi vida?

Esta terrible sensación de vértigo que me produce estar, oficialmente, sin “pareja” tiene un porqué. Por un lado, un relato social que nos empuja a emparejarnos para ser felices y sentirnos completas, y, por el otro, las condiciones en las que las personas como yo nos encontramos en eso que llamaré “circuitos del amor”. Como alguien que expresa su género más allá de la normatividad soy consciente de las dificultades a las que me enfrento para construir, nuevamente en mi vida, algo a lo que poder denominar como “pareja”. Esta certeza la tengo después de años observando mi entorno de forma crítica, teorizando y reflexionando sobre la relación que mantenemos las identidades trans/travestis con el amor romántico: en Híbridas impostoras intrusas (Bellaterra, 2023) reflexioné con especial interés, entre otros asuntos, en las formas en que las personas trans ocupamos los espacios de representación del deseo y el amor, normalmente condicionados por ser vistas como “impostoras” en las relaciones heterosexuales e “intrusas” si eres mujer trans lesbiana. Pero, sobre todo, lo afirmo porque también forma parte de mi propia experiencia hasta la fecha.

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Cuando era pequeña recuerdo ver, sentada frente al pequeño televisor de la cocina mientras merendaba, El diario de Patricia. El programa tenía episodios temáticos y normalmente abordaban confesiones o revelaciones entre familiares, amistades o parejas. En esos episodios solía acudir al plató alguna mujer con rasgos muy llamativos y una presencia que la diferenciaba del resto de invitados. Yo en aquel entonces, allá por 2005, no sabía que estaba viendo a mujeres trans, las cuales están entre mis primeras referentes. Por lo cual, más relevancia tiene el propósito por el que ellas aparecían en este programa: para “confesar” su identidad ante hombres que estaban empezando a conocer como ligues o pretendientes. La respuesta de ellos era, en la mayoría de los casos, de incredulidad y rechazo, dando por zanjada en ese instante cualquier posibilidad de seguir conociéndose. Y todo acompañado de las risas entre el público asistente.

En aquel momento aprendí —de manera totalmente inconsciente— que en esta sociedad existía una especie de imposibilidad entre ser trans y ser amada. Algo que, a medida que crecía, continué presenciando con el tratamiento mediático de la vida amorosa de mujeres trans que aparecían en mi televisor, como por ejemplo Cristina Ortiz o Amor Romeira. Aquellas entrevistas en programas de salsa rosa, cuando trataban este tema, lo hacían para incidir en su estatus de “amante” de otros famosos con el fin de desvelar, de nuevo, una verdad que pondría en entredicho la sexualidad de aquellos hombres con los que mantenían supuestas relaciones. Ahí aprendí que ese era el lugar que le tocaba ocupar a una mujer trans: ser “la otra”, la amante, “lo prohibido”, como cantaba Olga Guillot, en la vida de un hombre cis heterosexual.

Este enfoque de las relaciones entre cuerpos disidentes y normativos que solo contempla lo sexual y en absoluto lo romántico es un claro ejemplo del sesgo con el que nuestra sociedad nos observa. Vivimos en un estado permanente de hipersexualidad, al servicio de fantasías pornográficas y morbosidades que cumplimos, muchas veces, porque no encontramos otro tipo de propuestas. Nuestros cuerpos están al servicio del placer ajeno. Sobre este asunto escuché, hace unas semanas y atravesando mi propio proceso personal con mi pareja, el testimonio de Alejandra Bogue, famosa actriz y vedette mexicana, que decía en una entrevista con Ana Carvajal: “Siempre fui vista sexualmente (…) El que tenía mejor labia o sabía mentir mejor me decía que (…) no sabía si podía salir con una trans, le causaba mucho conflicto por su heterosexualidad. Así fue siempre, corazón. Yo me arreglaba como si me fueran a invitar a tomar una copa, ¿y a dónde íbamos? Perfumada y preciosa, … al hotel”.

Carvajal le pregunta si alguna vez un hombre llegó a “ver” a Alejandra y ella, muy emocionada, respondió que no. Recuerdo terminar de escuchar el testimonio de esta interesantísima mujer, sujetando mi móvil con la cara llena de mocos y lágrimas porque caí en la cuenta de que en mi vida solo un hombre, de los muchos con los que me había topado, me había “visto” a mí. Y justo estaba dejando de ser mi “pareja” para ocupar otro lugar en mi vida.

Entre mis amigas más cercanas el cuento también se repetía. Si bien no paraban de cruzarse con hombres interesados en conocerlas, esta motivación era puramente sexual y siempre debía cumplir con una serie de requisitos: discreción, privacidad y ausencia de compromiso afectivo. En definitiva, ser una amante clandestina. Recuerdo que varias de ellas me comentaban la envidia que sentían porque yo sí tenía a mi lado a un hombre que estaba dispuesto a ir al cine conmigo, a cenar en un restaurante o incluso a una playa abarrotada de familias y guiris. Estas palabras hacían crecer aún más, si cabe, un sentimiento de necesidad de su presencia en mi vida. Al parecer había encontrado un unicornio, un hombre entre miles que, al margen de cualquier defecto o posible incompatibilidad, tenía que mantener y retener. Y este sentimiento es muy peligroso. Aunque en mi caso no fue así en absoluto, sí conozco la historia de una amiga cercana que aguantó situaciones muy violentas durante una relación por esto mismo: había conocido a un hombre capaz de estar con ella más allá de los diez o quince minutos que pudiera aguantar hasta eyacular.

Viniendo de los movimientos feministas, en los que he participado activamente durante una década, me resultaba surrealista tener estas contradicciones. Incluso estuve a punto de no escribir nada sobre este tema e intentar gestionarlo con más recato. Pero caí en la cuenta de que estos diez años como lectora y activista feminista no me habían formado, en absoluto, en materia de amor. Y no es porque no existan referentes que trabajen cuestiones relacionadas con el amor romántico, los estereotipos de género y la autosuficiencia emocional. ¡Todo lo contrario! Una simple búsqueda en internet te lleva a cientos de títulos de libros, artículos y blogs dedicados al amor desde una perspectiva feminista. La cuestión está en que casi la totalidad de estos enfoques los hacen mujeres que se ubican dentro de la normatividad del género —y también de la orientación pues he percibido una diferencia cuantitativa entre textos sobre amor hetero y amor lésbico—, lo cual significa que en esa mirada no estaban contempladas experiencias como las que acabo de compartir.

“Hay cuerpos que no merecen ser deseados y mucho menos amados públicamente”

“Él no es tu príncipe azul”, insistían estas autoras, sin tener en cuenta que la gran mayoría de mujeres trans ni siquiera experimentan la oportunidad de entablar esos códigos románticos del amor occidental, ¿cómo van, entonces, a poder cuestionarlos? “No busques a tu media naranja, tú ya eres una naranja entera”, afirmaban otros libros y lemas, pero no percibían que en ese “frutero” nosotras no estamos. Sencillamente seguimos colgando del árbol hasta estar tan maduras que nos soltamos de la rama y caemos al piso. En definitiva, la inmensa mayoría de discursos que se han emitido desde los feminismos sobre el amor romántico nacen desde un privilegio identitario otorgado, a su vez, por estar dentro de los márgenes de un sistema sexo-género. En otras palabras, han cuestionado el paradigma del amor convencional, planteando nuevas opciones y diseñando herramientas de autosuficiencia emocional, aquellas mujeres ubicadas dentro de los propios circuitos del amor. Pero, ¿qué sucede con las que no estamos en esos circuitos?

Hace unos días escuché en directo un monólogo de la humorista canaria Pilar Batista, más conocida como Pili Soy Yo. Después de hacernos reír con sus anécdotas y opiniones de distintos temas, ridiculizando la gordofobia a la que se enfrenta casi a diario, terminó su intervención con un tono que cambió por completo el ambiente en aquella sala de teatro. En un acto de valentía, Pili nos compartió que estando ella en el colegio, siendo una niña gorda, un compañero al que le gustaba le preguntó a la salida que si quería ser su “novia”. Solo puso una condición: nadie se podía enterar. En ese momento recordé algo de lo que ya había hablado con activistas contra la gordofobia, principalmente me refiero a mi amiga Magda Piñeyro, y es ese paralelismo entre las experiencias gordas y trans en muchas narrativas —como por ejemplo ese mito del “cuerpo equivocado” del que hay que desprenderse—; solo que tras escuchar el testimonio de Pili Soy Yo también incorporé la dimensión del amor. Hay cuerpos que no merecen ser deseados y mucho menos amados públicamente.

Con todo esto sucediendo a mi alrededor, y llevando lo mejor posible este proceso con las herramientas emocionales que yo misma he tenido que diseñar ante la carencia de referentes feministas que contemplen la especificidad de las experiencias trans, hay ocasiones en las que me planteo renunciar al amor. Mandarlo pal carajo. Convencerme de que no lo quiero en mi vida y que puedo ser feliz cumpliendo ese rol de “amante clandestina”, discreta y siempre dispuesta, que me quieren asignar los hombres a los que les gusto. También pensé en mandar a todos los hombres pal carajo y renunciar, incluso, a mi propia sexualidad. Consagrarme a alguna divinidad superior y experimentar únicamente el éxtasis espiritual. Estas decisiones drásticas me llevaron, a su vez, a una reflexión que nunca antes había tenido. Mi entorno afectivo está compuesto, casi en su totalidad, de amigas. Con estas mujeres, que están en situaciones así actuando como una red que me salva del vacío, he entablado vínculos afectivos que ya tienen hasta quince años de antigüedad. El entendimiento, la escucha, los cuidados y el apoyo son ingredientes principales en las amistades más importantes que tengo. Fue entonces que pensé: ¿por qué no me podría enamorar de una mujer? ¿Qué me impide construir nuevos vínculos así a los que sumarle una dimensión sexo-afectiva? ¡Chos! Cuando te planteas esto parece que ya no hay marcha atrás.

La cuestión es, nuevamente, la representación mediática y social que he visto de mujeres trans lesbianas o bisexuales, que entablan relaciones con otras mujeres. La percepción social mayoritaria sobre estas personas se podría resumir como una “farsa” o “confusión”. Vuelvo a mi infancia, a mis meriendas y a mi televisor encendido con El diario de Patricia, para rescatar ahora el caso de una mujer llamada Maribel. Esta mujer acudió al plató de televisión para, nuevamente, “confesar” a su novio que le gustaban las mujeres. Años más tarde, en el programa de La Sexta Sé lo que hicisteis, los presentadores Patricia Conde y Ángel Martín se reían abiertamente del caso, comentando a sus televidentes que antes de pasar por un quirófano reflexionen seriamente sobre su orientación sexual, porque si no les podría suceder como a “este tipo, tipa,… a este”, refiriéndose a Maribel. Cabe mencionar una cita del capítulo ‘Intrusas’, de Híbridas impostoras intrusas: “La construcción del arquetipo de las identidades trans como ‘intrusas’ tiene sus orígenes históricos en el seno de los movimientos feministas lésbicos de la segunda mitad del siglo XX”, afectando desde entonces a las experiencias de miles de mujeres que amaban a otras y que se encontraron con el rechazo público y político de entornos feministas lésbicos. Es importante conocer estos orígenes de la problematización de mujeres trans en espacios feministas porque nos permitirá comprender mejor las bases de la exclusión y transfobia que han cogido fuerza política y mediática en los últimos años.

Con todo este panorama, y siendo consciente de las grandes dificultades que se me presentan para amar y ser amada, me he llegado a preguntar si el proyecto vital que denominamos “pareja” es para mí. Lo digo porque este concepto responde, en su forma más convencional y hegemónica, a demandas sociales para constituir un modelo de organización de los cuerpos por pares, con vistas, además, a la propiedad privada y la constitución de la familia nuclear. Y desde luego que este rollo no va conmigo para nada. Sin embargo, y aunque cuestione estos esquemas, estoy agotada de la alternativa que se me plantea. No quiero más encuentros furtivos, sexting con perfiles anónimos y nudes que se autodestruyen, ni cumplir más fantasías privadas de gente que quiere “tachar” de su lista de polvos morbosos hacerlo con un cuerpo trans. En su lugar, me quedaría muchísimo más satisfecha con que me cojan de la mano mientras paseamos, tal y como me sucedió —afortunadamente— durante diez años. Porque con este gesto, tan sencillo, la relación entre dos cuerpos se reconfigura en el espacio público al incorporar una dimensión afectiva visible a ojos de cualquiera. Así pues, este acto performativo pone de manifiesto una vinculación especial entre ambos, digamos “romántica”, y que el resto de transeúntes puede percibir como una demostración de complicidad. Canciones, películas, publicidad,… parece que cogerse de la mano es un ingrediente fundamental en cualquier historia de amor que comienza a nacer. Por este motivo, en el caso de las relaciones sexo-afectivas homosexuales darse la mano públicamente se ha convertido en reivindicación política y activista. Pero, ¿a cuántas personas trans has visto paseando de la mano con alguien? La respuesta te demostrará que hay que ser más valiente para amar públicamente a alguien como yo que para saltar de un avión en paracaídas.

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