Please, send nudes

Please, send nudes

¡Patata! o los desnudos como un pequeño intento de romper con el terror sexual y con algunas otras cosas.

07/10/2020
Foto de Estefanía García.

Foto de Estefanía García.

Primero fueron las cámaras de fotos digitales y compactas. Esas que cada noche de botellón colgabas de tu muñeca para capturar cualquier momento que subir a Fotolog, o a Myspace, o a Tuen-ti. Fotos haciendo bromas con colegas que irían acompañadas de un “Tkm, amigas por 100pre” o un “Bertuky & Andreikal F4e”: una suerte de leyenda intrínseca; un ritual de amor. Siempre, en todas las fotos. Luego llegaron los móviles con cámara, y después la cámara doble. La de dentro y la de fuera, la que facilitaba los autorretratos y, aunque aún no lo sabíamos, crearía el concepto selfie. Su semilla venía de lejos. De la amiga que tenía una réflex y se fotografiaba en el reflejo del ascensor. De las estampas chonis en el espejo del baño de casa, puro glamur de clase. Y, por supuesto, de las tomadas en contrapicado, esas en las que pegabas los brazos para tener un canalillo digno de tus 14 años para luego aumentar el brillo —un poco más, un poco más— hasta desdibujar prácticamente cada facción de tu rostro. Solo ojos, grandes (aunque los tuvieses pequeños) y pintados, de mirada intensita y penetrante que decían “yo no quiero, no pueden detenerme, yo soy joven y soy rebelde” —entonces pensábamos en comic sans o en tipografía gótica—.

Y se instauró la era de los selfies. Poniendo morros, sin filtro o con filtro belleza nivel 8 —para que no se note demasiado, pero sí— con máscaras de animalitos, selfie intelectual, o selfie casual (este último es un oxímoron en sí mismo, porque es imposible autofotografiarse dignamente sin saberlo—pero cómo me gusta—). Los selfies pueden ser una muestra de ego, sí; o un intento más de fragmentarnos para convertirnos en unidades aún más separadas, egoístas (de selfie a selfish...), y ajenas las unas de las otras. Cada vez menos interdependientes. Un descosido estructural de la red que nos sostiene y que sostenemos. Pero los selfies también pueden suponer un desafío. De pronto, se ha popularizado fotografiar el propio cuerpo, el de une misme, y compartirlo con gente amiga o solo conocida e incluso desconocida. Un selfie en redes sociales implica exhibirse, implica extimidad o intimidad compartida. Un acto cuando menos revolucionario para tantos sujetos políticos. Implica transgredir el discurso bajo el que tantes nos hemos criado: vivir de la mano de la introversión, de la pequeñez, del segundo plano forzado. Pero es cierto que todo ello se gesta con las herramientas del amo. Y en la casa del amo. Y no, seguramente no la destruyamos. Pero ya que hemos entrado, por lo menos tratemos de hackearla. Porque no en todas las fotos se reproduce hegemonía. Y porque algunas fotos la rompen por defecto(s).

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En 1983 Las Vulpess cantaban en Televisión Española “me gusta ser una zorra”: le sacaron los colores a una Fiscalía General del Estado que interpuso una querella contra ellas y contra el programa de televisión La caja de los ritmos por un posible delito de escándalo público. Treinta y tantos años después “me gusta ser una zorra” sigue siendo el temazo de la fiesta —a menos que pongan la versión de Extremoduro—. Y esto no se debe solo a lo punkimente bien que suenan Las Vulpess, si no a que en 2018, en el imaginario penal, lucir un “hagas lo que hagas quítate las bragas” en una camiseta pueda ser utilizado como prueba para poner en duda una violación. El clásico “imposible violar a una mujer tan viciosa” de Virginie Despentes. Ser una zorra sigue siendo una resistencia.

¿Quién se fotografía? ¿Cómo se fotografía? ¿Para qué se usa?

Y los nudes, llegaron. Con ellos la preocupación de tus tutores legales, de la prensa, de la sociedad “ay, la juventud”. Tan mal vistos, “ni se te ocurra mandarle a alguien una foto desnuda”, “cómo se te pasa por la cabeza subir a Instagram una foto así”.

Da miedo subir un nude, enseñar una teta —la teta peluda, la calva pero con un pelo larguísimo, una de silicona, una plana, la teta “perfecta”, una cicatriz, una con el pezón amorfo, una con no-pezón, una foto de tus ex-tetas, de tus pectorales—. Da vértigo.

Hay una amenaza presente. Un dedo índice levantado de advertencia. Hay una duda, y un guardar ese nude en el archivo del drive para siempre. Los nudes son libertad. Los nudes circunvalan la amenaza. Los nudes desmitifican. Sí, estás viendo una teta, un culo, una polla o cualquier zona de un cuerpo prohibido, de los sujetos políticos a los que se les niega mostrar, los que tienen que plegarse, esconderse, meterse para dentro. Los cuerpos de las mujeres, de las marikas, de les bis, de las bolleras, de les trans y de les asexuales.

Me atrevo a decir que los nudes rompen el discurso del terror sexual. O quizá no, pero yo creo que a lo mejor sí. Creo que mientras siga habiendo tíos que enseñan nuestras fotos privadas, posicionarse como enviadora oficial de fotos guarras puede ser potente. Esta soy yo desnuda, y si eres un necio que rompe ese compromiso, es tu problema, yo no me pienso vestir. A mí los tíos ya no me decepcionan.

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