Se llama gordo-odio

Se llama gordo-odio

Estoy cansada de que ni tan siquiera en momentos tan duros como la muerte nos dejen en paz.

Imagen: Paula Dacal
13/12/2023

Estoy cansada de llamarlo gordofobia. Estoy cansada de dar formaciones en las que explico por qué opinar sobre los cuerpos de las personas es violencia. Estoy cansada de explicar por qué el peso no está directamente relacionado con la salud de una persona, con la mía en este caso. Cansada de tener que justificar mi peso. Cansada de tener que justificar el espacio que ocupo, cansada de tener que justificar cómo es que tengo el atrevimiento de comer, ponerme ropa, salir de copas, hacer deporte, enamorarme. Cansada de justificar mi existencia. Pero, sobre todo, estoy cansada de que ni tan siquiera en momentos tan duros como la muerte nos dejen en paz. Estoy cansada de que los reclamos gordófobos y el profundo odio que sienten hacia nuestros cuerpos se me meta en la tripa y me haga dudar de mi misma.

Hace cuatro meses sufrí un ictus, el llamado ictus del despertar, sucede mientras duermes y cuando despiertas, si es que despiertas, los síntomas están muy pronunciados. Insisto en decirme a mí misma que no fue nada grave, pero el caso es que lo fue. Pude haber perdido el habla, la motricidad o incluso la vida. Sin embargo, la sanidad pública y la rápida reacción de mis amigas me salvó y aquí estoy, tan cansada como siempre. Los días posteriores a la salida del hospital no paraba de pensar una y otra vez si el causante había sido mi peso, no paraba de preguntarme -no, perdón-, de culparme por lo que me había pasado. Las pruebas médicas se fueron sucediendo a un ritmo vertiginoso: analíticas, ecografías de corazón, de arterias, resonancia magnética, pruebas de proteínas, todo lo que necesitaban para descartar posibles patologías. Todo estaba perfecto, incluidas las analíticas; “en rangos normales”, dijo mi médica. Yo, una mujer con un índice de masa corporal de 30.1, estaba completamente sana, y aun así seguí preguntándome si había sido mi culpa y empecé a soñar que subía de peso, que subía y subía y no podía detenerlo, me miraba en el espejo y no me reconocía, me horrorizaba la imagen que me devolvía. Mis noches eran un infierno, entre el miedo a despertar, el miedo a quedarme dormida y no despertar y el miedo a la pesadilla recurrente, comencé a tener ataques de ansiedad al momento de ir a la cama. ¿Por qué? Porque día tras día escucho en todos y cada uno de los espacios que habito que las personas gordas estamos enfermas, que no nos cuidamos, que comemos mal, que no hacemos ejercicio, que somos perezosas, sucias. Que nos pasamos el día embutiéndonos hamburguesas, bollos, tocino y todo aquello que, también en una obsesión gordófoba, se denomina “mala comida”. Nos obligan a tener una mala relación con la comida, aunque algunas nunca hayamos padecido un TCA (trastorno de la conducta alimentaria), a pensar sin parar miles de veces al día en lo que comemos y en por qué lo comemos, a cuestionarnos cada bocado que nos llevamos a la boca. A pensar todo el día en comida, porque se supone que las gordas lo que hacemos es eso: comer sin parar, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, comer sin parar hasta la muerte.

Nunca había contado, ni tan siquiera a mis personas más cercanas, mis pesadillas con el peso, porque también me da vergüenza. Me da vergüenza ser gorda y me da vergüenza decir que tengo miedo a la muerte, porque como gorda se supone que es lo que yo misma me he buscado. Estos últimos días han sido un infierno, el fallecimiento de la actriz Itziar Castro nos ha recordado que la sociedad gordófoba nos desea la muerte, se han vertido todo tipo de comentarios en redes, abusando de la impunidad que otorga un supuesto anonimato, se ha vilipendiado a una mujer que no hacía nada más que existir. Sí, era activista, feminista y lesbiana, pero me temo que no se le ataca por su activismo, porque en el caso de las personas gordas no solo se nos ataca por nuestras posturas políticas, sino por el simple hecho de existir. Cualquiera se siente con la legitimidad de insultarnos, de decirnos ballenas, tocinas, obesas y, a la primera de cambio, sin venir a cuento, mandarnos a hacer dieta.

Recuerdo claramente aquella vez en que una persona estaba haciendo comentarios racistas a un camarero racializado gritándole en el bar “¡eh tu paki!”, al escucharlo le pedí con respeto que se abstuviera de gritarle así; me fulminó diciendo: “Tú ponte a dieta y cierra la puta boca a ver si adelgazas”. No sé por qué no me lo esperaba, si era el pan de cada día, pero me quedé petrificada sin poder responder nada. Quizás porque es algo que estoy acostumbrada a recibir del típico tío cis hetero machuno, y no de una mujer que, a simple vista, podría ser una de mis amigas.

Por esto me niego a seguir llamándole gordofobia, se llama gordo-odio, porque nos odian. No me alcanza la palabra fobia para explicar el impacto de esa violencia en nuestros cuerpos. El activista Nicolás Cuello define la gordofobia como “una compleja matriz de opresión que involucra una multiplicidad de aparatos de control biopolíticos que tienen por objetivo la eliminación material de las corporalidades gordas.” Es una de las definiciones que más utilizo, ya sea en textos o en formaciones, porque justamente pone el foco en cómo se intenta controlar y disciplinar a las corporalidades para que no sean gordas y en cómo, si lo son, deben ser eliminadas materialmente; porque la dieta de la sopa de col, la del pomelo, los largos ayunos o muchas otras dietas restrictivas devienen en un déficit nutricional que impide el correcto funcionamiento del organismo. Pero es por nuestra salud, nos dicen. Matarnos de hambre es por nuestra salud. Aunque no les importe la vía a la tan aseada delgadez. No son pocos los casos de mujeres que han adelgazado como consecuencia de una enfermedad, de depresión, de altos niveles de estrés, o de adicciones, y, en lugar de preguntar por su estado de salud, simplemente se celebra la pérdida de peso.

El discurso salubrista, la cultura de la dieta, la falsa idea de relacionar la delgadez con la salud y la gordura con enfermedad, es en realidad el parapeto de un discurso de odio, el pretexto perfecto para recordarnos que somos incorrectas, indisciplinadas, que estamos fuera de la norma; y, es verdad, lo estamos y lo somos. Justamente lo que hace el activismo gordo es poner sobre la mesa y cuestionar la forma que construye un sistema disciplinador de las corporalidades basado en preceptos e índices matemáticos desarrollados desde el siglo XVII hasta su culmen en la eugenesia nazi de los años 30 del siglo XX. Índices como el IMC (Índice de Masa Corporal), desarrollado por el matemático y astrónomo belga, Adolph Quetelet.

Quetelet escribe en 1835, Sobre el hombre y el desarrollo de las facultades humanas o Ensayo de física social. En el texto afirma que las medidas, peso y talla de los seres humanos estaban relacionadas con características intelectuales y morales (a esto le llamamos hoy día racismo científico), así pues, sus elucubraciones lo llevan a idear un “hombre promedio” que se supondría serviría como parámetro para definir los valores físicos y morales que consideraba deseables en la sociedad. El problema de este postulado es que ese supuesto hombre promedio, es un ser inexistente, aún a pesar de que la medicina siga rigiéndose por sus mandatos; por tanto, es de entender que sea casi imposible poder extraer de un solo número la salud de una persona. Con todo y esto, por ejemplo, la Osakidetza se niega a inseminar a las mujeres gordas, o se deniegan o recetan tratamientos hormonales y métodos anticonceptivos a las mujeres gordas sin ningún tipo de análisis endocrinológico previo. La medicina, como institución colonial y disciplinadora, se puede arrogar el poder de decidir lo que es correcto sin ningún tipo de justificación médica, valga el oxímoron, en el caso de los cuerpos gordos, imprimiendo violencia a cada una de sus actuaciones sobre esos cuerpos. Si te duele la garganta, es porque estás gorda; si tienes asma es porque estás gorda; si tienes una contractura en el hombro es porque estás gorda; y así podríamos seguir en una lista infinita que desemboca en una serie de infradiagnósticos médicos que ponen seriamente en riesgo la salud de las personas gordas.

Toda esta explicación para decir: el gordo-odio no viene por una preocupación genuina por nuestra salud, porque su consecuencia es la pérdida de esa salud que tanto se defiende. El gordo-odio existe porque hay una naturalización y legitimidad de la discriminación hacia los cuerpos gordos por el solo hecho de serlo. La solución no pasa porque bajemos de peso, sino por desmontar un sistema que nos oprime y disciplina a todas.

El primer paso sería dejar de desearnos la muerte o de culparnos por ella. Con eso, creo, ya tenemos algo avanzado.

En memoria de Itziar Castro (1977-2023), gracias por poner el cuerpo.

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