El varón frustado

El varón frustado

La masculinidad es frágil, tan frágil que confina lo femenino al espacio íntimo, y establece códigos de conducta que eviten que se pueda sentir amenazada. Es asombrosamente frágil.

Texto: Alicia Ramos
29/12/2021

Pikara Magazine, periodismo feminista online y en papel
Este contenido ha sido publicado originalmente en el monográfico de Violencias Machistas.

Llevo un año y pico rumiando la idea del origen del patriarcado fuera del ámbito de los pueblos indoeuropeos. Tranquilidad, no voy a hablar de eso. O no mucho. Me prestaron un libro que no he devuelto, Las mujeres en el Oriente Cuneiforme (J. J. Justel – A. García Ventura (eds.) Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá: Alcalá de Henares, 2018), en el que pensaba que podía encontrar trazas bien documentadas de una progresiva pérdida de poder político y económico de las mujeres en las primeras dinastías de Ur. El libro contiene un artículo de Claudia E. Suter, de la Universidad de Berna, titulado ‘Imágenes, visibilidad y agencia de las mujeres de la realeza en la Mesopotamia Arcaica’. El artículo arranca muy luminoso hablando de una presencia en la estatuaria y en las tablillas de mujeres que poseen propiedades y dirigen explotaciones desde finales del cuarto milenio y durante todo el tercero. Pero que eso desaparece en el segundo milenio. Si vienes a los textos con una idea ya de casa encuentras lo que tú quieras, pero la doctora Suter pone todo en contexto explicando que en el segundo milenio desaparece el concepto de monarquía divina, el poder se fragmenta y no solo desaparecen las representaciones de la figura femenina, sino todas en general. Y que tampoco tenemos la certeza de que las mujeres que poseen propiedades y dirigen explotaciones en el tercer milenio no estén representando a alguien que no sea una mujer. Otro artículo del mismo libro, ‘Mujeres reales entre lo instituido y lo instituyente’, de María Rosa Oliver (Universidad Nacional de Rosario, Argentina) y Luciana Urbano (Consejo Nacional de Investigación Técnica y Científica de Argentina), hace una aproximación más inspirada en Foucault y Bourdieu y lo enfocan desde una perspectiva de relación de fuerzas. A este respecto citan un librito de Bourdieu del año 2000, La dominación masculina, en el que esta se concibe como un trabajo histórico de reproducción basado en agentes singulares —los hombres y su violencia física y simbólica— y unas instituciones: Familia, Iglesia, Escuela y Estado. Eso vendría a apuntalar, para el ámbito mesopotámico, un ambiente ya prefigurado en un encantamiento del tercer milenio según el que la gran comadrona trae a la niña al mundo con un huso y una aguja de coser, y al niño con dos tipos de armas.

A mí me cuesta mucho asumir la “superioridad física” como un recurso eficaz de dominación patriarcal porque me suena a “se hizo porque se pudo”. Una revisión somera de esa idea desde cualquier punto de vista que se te ocurra la echa por tierra enseguida, pero se vuelve una y otra vez sobre ella. No me voy a poner freudiana a estas horas, pero a lo mejor es un sitio confortable que exime de responsabilidad a quien lo reivindica, es como una constante cosmológica, como la velocidad de la luz, como una fatalidad.

(El problema con esta justificación es que, como con el capitalismo, ocurre que se desliza por la pendiente acientífica de justificar el orden existente como “lo natural”, como si, sin mediar intervención, la producción y el intercambio de bienes y servicios condujeran de por sí al capitalismo y la relación entre hombres y mujeres al patriarcado.)

En noviembre una amiga de Gran Canaria me hizo llegar un artículo de abril de 2018, de la revista New Scientist (que no es una revista científica, es de divulgación), ‘The origins of sexism: How men came to rule 12,000 years ago’, algo así como ‘Los orígenes del sexismo: cómo los hombres se hicieron con el control hace doce mil años’, firmado por Anil Ananthaswamy y Kate Douglas. Me incomodó en una primera aproximación la cronología, porque en aquel momento estaba yo instalada en la idea de que para el ámbito eurasiático el origen del patriarcado estaba asociado a la expansión de la tecnología del bronce y la hegemonía de tribus ganaderas de lengua indoeuropea, conocedoras del carro de combate, bueno, la caricatura que de los Pueblos del Mar pintaron los egipcios, corroborada por la paleogenética en el caso del subcontinente europeo. Aquella propuesta retrotraía el origen del patriarcado a la época de Göbekli Tepe, cuestionando la idea de la Arcadia Neolítica que dibuja Marija Gimbutas y que tan querida me es, tal vez más como mito que como ciencia. Esa cronología situaba para mí el origen del patriarcado, para el ámbito eurasiático, hace 45 siglos. Y todo me encajaba bien.

La propuesta del artículo rechazaba de partida la idea de la “superioridad física”, que es relativa e ignora la cuestión del número y la estrategia, y apuntaba a la tradición patrilocal: con el triunfo del sedentarismo asociado a la agricultura y la ganadería empieza a ocurrir que las mujeres se trasladan, una vez formalizada la pareja, a vivir al asentamiento de la familia de su cónyuge. En este contexto, la solidaridad entre personas que comparten un mismo linaje y crecieron juntas hace que las mujeres, que son todas “de fuera”, sean las últimas en ser incluidas en esa red de solidaridad. Y las primeras en ser excluidas. ¿Y por qué no se alían entre ellas? Porque no comparten linaje y no crecieron juntas, y ya está.

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El estudio este se encomienda a una investigación de la Universidad de la Sapienza, en Roma, de 2004, en el que se analiza el ADN mitocondrial en sociedades cazadoras recolectoras del África austral, !Kung y Hadza, y se compara con el de otras sociedades. El resultado sugiere que las comunidades agrícolas favorecen un patrón de asentamiento patrilocal. Habrá que creerlo.

A mí me gustaba más la idea de, 7.000 años más tarde, hordas de pueblos indoeuropeos, con carros, herramientas y armas de bronce, como la cultura yamna, que simplemente llegaban a los sitios, mataban a la población preexistente o la reducían a la esclavitud y se apareaban con las mujeres locales. En mi imaginación desbordante, esto de que las mujeres fueran esclavas se fue convirtiendo en una costumbre que perdura hasta nuestros días. Mola porque es fácil de creer, pero el soporte científico y la evidencia material arqueológica para esto me los dejé en el otro bolso.

Sea como fuere, esta situación se enquista y la situación de desigualdad se va perpetuando y llega un momento, hace 23 siglos, en que una elite intelectual necesita sistematizar la realidad toda en tratados y categorías. Los griegos lo petan en este ámbito y los siglos posteriores nos han dejado un canon compuesto básicamente de Sócrates, Platón y Aristóteles, un canon en el que no entran ni Epicuro ni Demócrito ni nadie así, rarito, ni, por supuesto, ninguna mujer, cómo va a ser eso.

Imaginémonos a un pavo como Aristóteles, que jamás se ha cuestionado el orden patriarcal, teniendo que sistematizar la injusticia, explicarla, hacerla parecer lógica. ¿A qué mujeres conocía Aristóteles? Pues a Pitias de Aso, sin ir más lejos. Según Kate Campbell Hurd-Mead, autora de Una historia de la mujer en la medicina: desde los primeros tiempos hasta el comienzo del siglo XIX, Pitias de Aso, que se casó con Aristóteles, fue una zoóloga y embrióloga cuyo trabajo probablemente influyera en la Historia de los Animales del filósofo: el libro en el que por primera vez alguien afirma que “una hembra es un macho no realizado”. Se suele decir que es que hay que entender el contexto en el que Aristóteles decía esas cosas, pero no podemos ignorar que muy poquito después escribía Epicuro, que trataba a mujeres y a hombres en pie de igualdad.

Para Aristóteles, que necesitaba categorías sólidas a las que asirse en su lucha contra el “mundo de las ideas” de su maestro, el hombre era la categoría humana. Y la mujer… pues una excepción, un epígrafe, un apéndice, un capítulo aparte. El hombre para realizarse necesitaba dominar sus instintos y liberar su pensamiento. La mujer con parir ya iba servida. Pero es esta idea de “hombre pero menos” la que prevalecía, prefería asignarnos una categoría alterada que una entera para nosotras solas.

La idea lo petó en la Edad Media porque Aristóteles era para los cristianos un autor cristiano y el rabino Maimónides se rompía los cuernos para conciliar a Aristóteles con la Cábala en la Guía de los perplejos. Otro cordobés, Averroes, haría lo mismo para el islam con su Refutación de la refutación. Tomás de Aquino es el que recupera en la cuestión 92 de su Summa Theologica la idea de que “la mujer es un varón frustrado”. De ahí en adelante todo va de mal en peor.

Hay un poema de la compañera Leire Olmeda del grupo Sororidades que no me puedo resistir a transcribir aquí:

En el colegio nos enseñaron
por qué no son importantes
los asesinatos de las mujeres,
pero sí los de los hombres.
Las feministas nos obstinamos en no entenderlo.
Estaba muy claro.
Nos enseñaron la vida de los pueblos,
su gobierno, sus jerarcas,
sus guerras, economías y revoluciones.
En capítulo aparte íbamos nosotras:
La mujer en grecia,
la mujer en el antiguo régimen,
la mujer en la revolución industrial.
Nosotras éramos capítulo aparte:
no éramos pueblo,
ni jerarca, ni dinero, ni guerra,
ni revolución.
Más claro aún nos lo explicaron
al hablar de democracia.
Las feministas nos obstinamos en no entenderlo.
Se llama sufragio universal
al voto de los hombres:
ellos son el universo.
A nuestro voto, le llamaron femenino.

Quienes nos matan,
quienes lo toleran
y quienes lo fomentan
tienen muy claro que no es terrorismo matar a quien sólo es un capítulo aparte,
quien no es como ellos.

Pero luego la masculinidad es frágil, tan frágil que confina lo femenino al espacio íntimo, y establece códigos de conducta que eviten que se pueda sentir amenazada. Es asombrosamente frágil.

El siglo XX nos trajo las herramientas de deconstrucción filosófica necesarias para una mirada diferente sobre la experiencia humana y las herramientas científicas para acercar la lupa y observar lo difusas que son las fronteras de categorías que creíamos estancas.

Queda la jerarquía que pone en relación las categorías de lo masculino y lo femenino en esta distopía de la modernidad tardía.

Y al final sonroja ver cómo desde algún feminismo bien enraizado en la academia se recurre a las mismas categorías misóginas a las que recurrió Tomás de Aquino para excluir a algunas mujeres del feminismo.

 

 

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