La vejez y sus discriminaciones cotidianas

La vejez y sus discriminaciones cotidianas

Los estereotipos en torno a lo que significa ser mayor justifican un tratamiento diferenciado en numerosos ámbitos, diferencias que no se entienden como una discriminación, sino como “lo normal”.

07/04/2021
Ilustración de Zuriñe Burgoa de mujeres diversas junto a una casa para representar la vejez.

Ilustración: Zuriñe Burgoa

He dedicado mi vida profesional al periodismo, especialmente al radiofónico y, dentro del periodismo, al periodismo social. Durante 20 años presenté y dirigí uno de los programas más longevos de la historia de Radio Nacional de España, El club de la vida, dedicado expresamente a las personas mayores. Las aproximadamente 20.000 cartas que recibí cada uno de esos 20 años, las conversaciones, las entrevistas, los encuentros con tantas personas mayores de tantos lugares y diferentes vidas han sido para mí de enorme valor y enriquecimiento.

Además, ha pasado el tiempo y ahora las personas mayores no son las otras, soy yo. A mis 75 años, vivo y compruebo la realidad de lo que me contaban y sigo defendiendo de manera activa nuestros derechos desde las presidencias de la Asociación Mayores de Madrid XXI y de la Fundación Grandes Amigos, que se ocupa de las personas mayores que viven en situación de tremenda soledad. Desde aquí hablo.

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Y quiero hacerlo sobre la imagen social de las personas mayores porque creo que de ese imaginario colectivo de qué y cómo es una persona mayor y para qué sirve, arrancan muchas de las situaciones que vivimos a diario (sí, incluyendo las que hemos tenido todos estos meses de Covid-19). Creo que es imprescindible cambiar esa imagen para que muchas otras cosas cambien.

Las personas de más de 65 años[1], que somos en España más de nueve millones (y más de mil millones en todo el mundo, un sexto de la población mundial), constituimos un grupo social heterogéneo: somos muy diferentes, muy diversas, muy plurales. Y, sin embargo, se nos muestra como si todas fuéramos iguales y, además, con una imagen social que no es atractiva, que es tópica y que está anclada en el pasado, teniendo cada vez menos que ver con la realidad.

Los estereotipos en torno a lo que significa ser mayor justifican un tratamiento diferenciado en numerosos ámbitos, diferencias que no se entienden como una discriminación, sino como “lo normal”. Es cierto que muchas veces esa discriminación adquiere forma de trato diferenciado basado en razones de protección, de cuidado, de liberar de obligaciones. Sin embargo, también es cierto que no se nos pregunta si queremos “disfrutar” esa liberación o supuesta ventaja y que es en la posibilidad de poder ejercer los derechos y cumplir los deberes donde está la base de la ciudadanía y del envejecimiento activo.

Actualmente se tiende a asociar la edad cronológica avanzada con enfermedad y pérdida de capacidades, y esto lleva a la creencia de que no podemos ser personas autónomas. Se considera que, por nuestra edad, somos vulnerables y, por tanto, necesitamos muchos cuidados. Esta imagen tradicional y estereotipada lleva a utilizar un lenguaje paternalista, “nuestros mayores” (¿se imaginan a un político diciendo, por ejemplo, “nuestras mujeres”?), a ejercer una especie de sobreprotección, “todo es para cuidar a nuestros mayores” y a infantilizarnos, “los viejos son como niños”.

Hace tiempo busqué en un diccionario de sinónimos la palabra “viejo” y encontré las siguientes: veterano, senil, cascado, caduco, decrépito, deteriorado, vejestorio, carcamal, ajado, gastado… Algunas como vejestorio, carcamal o senil se han convertido incluso en insulto. Estaréis de acuerdo conmigo en que cada una de estas palabras en particular y todas ellas juntas dibujan un perfil con el que nadie quiere identificarse: el de alguien que no aporta, que requiere cuidados y ayuda, que probablemente es una carga. Que no tiene futuro, ni apenas presente. Solo pasado. Y, como nadie quiere que esa sea su fotografía, estamos inmersos en esta gran paradoja: todos queremos vivir muchos años, pero nadie quiere ser viejo.

¿Qué pasaría si cambiamos estas palabras y las sustituimos por otras como: útil, capaz, serena, válida, sabia, experimentada, necesaria, solidaria, vital? El resultado sería completamente diferente. Estas palabras crearían una imagen de persona activa, llena de vida, en quien podemos apoyarnos y confiar, que soluciona no pocas situaciones cotidianas, que tiene su día y su vida llena de realidades y proyectos. Y esto ya es otra cosa.

¿Hay personas mayores frágiles, más vulnerables, necesitadas de cuidados incluso de larga duración? Pues claro que sí y personas de otras edades también, y hay que velar porque reciban todo cuanto precisen para que su vida tenga la mayor calidad posible. Pero no por buenismo, sino por derecho.

Aunque en España la mayor parte de las personas deseamos vivir hasta el final de la vida en el propio domicilio, en nuestro barrio o pueblo, allí donde ha transcurrido la vida y tenemos nuestras raíces, de los nueve millones de personas mayores que vivimos en este país, hay alrededor de un 4 por ciento que viven en una residencia, de las cuales el 80 por ciento tienen más de 80 años. Hay, además, personas mayores que viven en sus domicilios pero que también necesitan “protección y cuidado”, en especial en este tiempo difícil. Me refiero a los aproximadamente dos millones de personas mayores que viven solas y que, en muchos casos, tienen escasos recursos y domicilios que no reúnen los requisitos de seguridad y confortabilidad necesarios. De ellas, casi 852.000 tienen más de 80 años (datos de la Encuesta continua de hogares españoles de 2019). Y tampoco podemos olvidar a ese 15,6 por ciento de las personas mayores españolas que son pobres, muchas viviendo en situación de pobreza extrema a la que se suma, frecuentemente, su mala salud y la debilidad de la red familiar de apoyo.

Junto a esas realidades, hay otras: la mayoría de las personas mayores viven en su domicilio, gestionan su vida diaria, estudian y aprenden, llevan a cabo alguna tarea solidaria en una oenegé, pertenecen a alguna Asociación y ayudan a sus familias. Según el Informe del Barómetro de Mayores de la UDP (Unión Democrática de Pensionistas), el 42,2 por ciento de las personas mayores ayudan o han ayudado económicamente a sus hijos en los dos últimos años, mientras que únicamente el 5,6 por ciento de las personas mayores recibe ayuda económica de un familiar o persona amiga. Esta es la realidad, pero no la recoge la imagen social que sigue repitiendo que las personas mayores somos las necesitadas de ayuda.

Vuelvo al principio: somos un grupo social absolutamente heterogéneo con una imagen social única, que cada vez se parece menos a la realidad de quienes somos mayores a estas alturas del siglo XXI. Por eso, hace ya mucho tiempo que las personas mayores, a través de nuestras entidades representativas, venimos reclamando el derecho a una imagen social pertinente, es decir, adecuada a nuestra realidad. No somos un pozo sin fondo de necesidades que hay que atender, ni únicamente grandes consumidores de recursos. No somos unidades de gasto. Lo que ocurre es que nuestras inmensas aportaciones, en el ámbito de los cuidados o en tareas de voluntariado, por ejemplo, son invisibles para la sociedad y, cuando no lo son, se infravaloran.

Discriminaciones cotidianas en todos los ámbitos

En los estudios clínicos que se hacen para probar los medicamentos (su eficacia, efectos secundarios, dosis adecuadas, etc.) las personas mayores no son tenidas en cuenta. Pues bien, con alguna de las vacunas contra la Covid-19, particularmente la de AstraZeneca, ha pasado lo mismo y en esta situación excepcional en la que las personas mayores nos estamos llevando la peor parte, no se está usando esa vacuna para mayores de 55 porque no está claro que sea adecuada. Es una clara muestra de discriminación por razón de edad que ya ocurría antes y que se ha mantenido también en esta ocasión.

Hay, a su vez, discriminaciones cotidianas, como micromachismos, pero por la edad: una persona mayor acude al médico acompañada por otra más joven, un hijo pongamos por caso, y el médico (sin mala intención, por supuesto) ignora a la persona mayor y se dirige a la persona joven a la que pregunta que le pasa a su madre o le informa sobre qué debe hacer.

O has tenido varias caídas inexplicables y el neurólogo especialista en cuanto te ve dictamina “se ha caído porque es mayor y las personas al hacernos mayores nos caemos más, seguramente estaba distraída o ha tropezado con algo” y tú insistes educadamente que no, que en el suelo no había ni una raya pintada con la que tropezar y tienes que pelear para que decida hacerte una prueba.

En el ámbito laboral, es cierto que ya no se publican ofertas de empleo con la coletilla “para menores de 40 – 50 años” pero sigue siendo cierto que, si tienes la desgracia de perder el empleo con 45 años o más, será muy difícil que encuentres otro, y no me refiero a este tiempo de pandemia y crisis económica: los parados de larga duración tienen muchas posibilidades de pasar del paro a la jubilación. Aunque no se puede discriminar a nadie por su edad, la realidad es que se discrimina. Por ejemplo, un ERE te afecta o no, exclusivamente en función de la edad.

Tampoco en el ámbito político nuestra participación es acorde a nuestra realidad. Somos alrededor del 24 por ciento del electorado pero estamos muy poco o nada representadas allí donde se toman las decisiones que nos afectan. En el Congreso español, en la presente legislatura, por ejemplo, sólo el 6 por ciento de las y los congresistas tienen más de 65 años.

Por otra parte, a partir de los 70 años estamos excluidos de participar en los procesos electorales como miembros de las mesas, pues ya no entramos en el sorteo. Y, desde los 65, si te toca, puedes renunciar. De nuevo, parece que sea por hacernos un favor, sin preguntarnos qué nos parece y sin tener en cuenta que la participación es un derecho fundamental de la ciudadanía y pilar clave para sentirse parte de la comunidad.

Cuidados y aportes invisibilizados

No se contabilizan los aportes sociales (y también económicos, midiendo nuestra contribución al PIB) que las personas mayores realizamos para nuestras familias, como personas cuidadoras de larga duración de otras personas mayores, enfermas o dependientes; o en el cuidado de nuestros nietos y nietas (transporte y recogida de colegios, alimentación, horas de crianza, cuidado cuando enferman, etc.).

Somos discriminadas en el acceso a seguros, que se vuelven mucho más caros: seguros de viaje, seguros de salud o seguros de riesgo para voluntarios mayores, por ejemplo.

A partir de los 75 años, tu DNI tiene como fecha de caducidad el 1 de enero del año 9999, supuestamente para no preocuparse de localizar una comisaría, pedir la cita, desplazarse, etcétera. Sin embargo, así es prácticamente imposible sacarse una tarjeta de embarque o hacer según qué compras por internet, o realizar cualquier gestión telemática que solicite la fecha de caducidad del DNI pues la mayoría de sistemas no permiten introducir ese número.

En resumen, es urgente crear una nueva cultura del envejecimiento, revisar la mirada hacia la vejez y el lenguaje que estigmatiza e infantiliza a las personas mayores, cambiando la terminología peyorativa, paternalista o infantiloide por otra adecuada a personas adultas. Esto es algo especialmente necesario en los medios de comunicación, clase política y, por supuesto, en leyes y documentos.

Igualmente, la uniformidad y homogeneización que insiste en dar una imagen de que todas las personas mayores somos iguales y, además, siempre necesitadas de protección y cuidado, alimenta la pérdida de valor social cuando, en realidad, estamos aportando un porcentaje muy considerable y muy invisibilizado al PIB (tal y como también ocurre con las mujeres y nuestras tareas de cuidado y reproducción de la vida).

Modificar esta imagen social tendría, además, efectos prácticos y directos en políticas y acciones de todo tipo:

  • Promover el diseño universal y la accesibilidad para tener casas, transportes y ciudades accesibles para todas y todos nos beneficia como sociedad y no solo a las personas mayores. Si se puede cruzar un semáforo con calma pues tiene los segundos suficientes, eso facilita la vida también a alguien que va cargado de cosas o con muletas o empujando un cochecito de bebé o con un niño o niña de la mano.
  • Si se considera que la vida no se desarrolla en compartimentos estancos, sino interdependientes y que todo el mundo tiene cierto grado de vulnerabilidad tanto como cierto grado de experiencia que aportar, fomentaríamos más centros de barrio o centros socioculturales abiertos a todas las edades en vez de tener Centros de Mayores o Centros de día separados del resto. Nos sobran muros de separación y nos faltan lugares de encuentro.
  • Si la inmensa mayoría de las personas mayores hemos manifestado en diferentes encuestas el deseo de seguir viviendo en el propio domicilio hasta el final de la vida, es imprescindible diseñar nuevos servicios sociales de proximidad que lo faciliten y que, al mismo tiempo, detecten posibles situaciones de pobreza o soledad para ponerles remedio.
  • Igualmente, cuando no sea posible continuar viviendo en el propio domicilio, hay que ampliar las posibilidades de vivienda favoreciendo otras formas de convivencia posibles como pisos tutelados, viviendas compartidas, viviendas intergeneracionales, cohousing, etc.
  • Hay que llevar a cabo un replanteamiento global de las residencias. El cambio imprescindible pasa por poner el foco en las personas, y ajustar a esto la localización (más céntricas), las dimensiones (más pequeñas), el tipo de construcción, etcétera, para que se respete la privacidad, el número y características de los profesionales necesarios.
  • Impedir que la edad sea el factor clave, prácticamente el único, para determinar qué personas deben dejar su puesto de trabajo si se firma un ERE.

Es cierto que estas razones y argumentos llevan décadas siendo discutidas entre las personas mayores. Ahora que nuestras realidades están, lamentablemente y solo gracias a los miles de fallecimientos durante la pandemia, muy en boca de toda la sociedad y que la sensibilidad en torno a estas cuestiones ha aumentado considerablemente, creo necesario que otro tipo de públicos actualice sus miradas, imaginarios, actuaciones y actitudes hacia las personas mayores y, desde donde cada una esté, promuevan un cambio.


[1] Aunque los investigadores y expertos han señalado hace tiempo que la línea del envejecimiento ha retrocedido al menos 10 años, es decir que lo que el siglo pasado se decía de una persona de 65 o más años, hoy sería aplicable a las de más de 75 y no en todos los casos, esta sigue siendo la referencia actual.


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