Los tintes de la ropa que usas perjudican tu salud. Y la de las trabajadoras que la cosieron

Los tintes de la ropa que usas perjudican tu salud. Y la de las trabajadoras que la cosieron

Las trabajadoras del sector textil, en su mayoría mujeres, no solo trabajan en deficientes condiciones de seguridad e higiene a cambio de salarios de miseria, también están expuestas a sustancias químicas contaminantes con graves impactos en la salud humana y en el ambiente.

14/10/2020
un montón de ropa

Ropa tirada. / Foto: Bicanski (Pixinio)

Hace siete años, el derrumbe del edificio de Rana Plaza, en Bangladesh, dejó más de 1.134 personas muertas y más de 2.000 heridas; la inmensa mayoría, mujeres. Era la crónica de un desastre anunciado que las trabajadoras llevaban tiempo denunciando y los sindicatos tacharon de “homicidio industrial”. Y visibilizó en los países del Norte global las condiciones laborales –pésimos salarios, aún peores condiciones de seguridad e higiene– en que las mujeres del Sur global cosen las prendas que se venden en los opulentos escaparates europeos.

La presión de activistas y consumidoras obligó a las empresas del sector de la moda a firmar acuerdos para mejorar las condiciones de sus trabajadoras e incluso para sustituir las sustancias químicas tóxicas que emplea la industria. Sin embargo, tales acuerdos, como los códigos éticos de conducta que a estas alturas tienen la práctica totalidad de las empresas multinacionales, no son vinculantes: si las empresas lo incumplen, no se exponen a fiscalización ni sanción alguna; solo pueden temer que el enfado de sus clientes derive en un boicot. Las firmas de la moda continúan siendo muy opacas y la trazabilidad del sector es cada vez más complicada. Y, si bien es cierto que desde 2013 conocemos más acerca de las condiciones laborales de las trabajadoras del textil en Camboya, Marruecos o Bangladesh, seguimos desconociendo cómo su salud se ve afectada por una industria cada vez más contaminante.

En la actualidad, las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) asociadas a la producción textil global suponen un 10 por ciento del total, más que todos los vuelos internacionales y el tráfico marítimo combinados. La moda es la segunda industria más demandante de agua, y genera alrededor del 20 por ciento de las aguas residuales del mundo, liberando cada año medio millón de microfibras al océano. Y todo esto redunda en destrucción de biodiversidad y deterioro de los ecosistemas, pero también en problemas de salud para las poblaciones afectadas.

Tal vez la arista más desconocida del impacto de esta “moda basura”, tan acelerada en su circulación como irresponsable en sus efectos, tiene que ver con las sustancias químicas contaminantes que se aplican a las prendas. Tienen nombres impronunciables como nonilfenoles etoxilados (NPE), ftalatos y colorantes azoicos, y resulta muy complicado saber qué sustancias estuvieron presentes en el proceso de acabado, teñido e impresión de las prendas que compramos. Al lavar la ropa con residuos NPE, se liberan productos químicos a las aguas residuales, que terminan acumulándose en sedimentos marinos. Un informe de Greenpeace de 2012 localizó NPE en el 63 por ciento de las prendas que analizó, de marcas como Zara, Levi’s o Armani.

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Algunas de estas sustancias pueden funcionar como disruptores endocrinos que alteran el funcionamiento de nuestras hormonas – con efectos, entre otras cosas, en el aparato reproductor – y algunos, como los colorantes azoicos, han sido clasificados como “posiblemente cancerígenos” para humanos. También se ha encontrado relación entre estos químicos y la expansión de enfermedades como fibromialgia, sensibilidad química múltiple (SQM), fatiga crónica y cáncer de mama. Por ello, algunas de estas sustancias han sido prohibidas en la Unión Europea; sin embargo, las firmas –incluidas las que tienen sede en territorio europeo– continúan importando prendas en cuyo procesamiento se han utilizado estas sustancias, con mucha opacidad a lo largo de toda la cadena de producción y comercialización.
Como sucede en el caso de las sustancias químicas asociadas a la producción de alimentos o a los productos de limpieza, las usuarias también se ven afectadas por su toxicidad, pero las trabajadoras están más expuestas. Las mujeres son múltiple afectadas. Por un lado, son mayoría entre las trabajadoras del sector; por otro, son más sensibles al impacto: el cuerpo de las mujeres posee una mayor composición de células grasas y, por ello, actúa como un bioacumulador químico, como advierte Carme Valls-Llobet, autora de Medio ambiente y salud (Cátedra, 2018).

Moda basura versus vida

La bióloga Rachel Carson, que en 1962 publicó La primavera silenciosa y fue pionera en ponernos sobre aviso de las consecuencias trágicas que podría tener el uso indiscriminado de sustancias químicas de impactos desconocidos, zanja así la cuestión: “Se trata de saber si una civilización puede llevar a cabo una guerra implacable contra la vida sin destruirse a sí misma, y perdiendo así el derecho a autodenominarse como civilizada”. La imposibilidad científica para establecer relaciones causales perfectas entre el uso de sustancias químicas y sus efectos ha derivado en políticas suicidas en torno a sustancias que son peligrosas en cualquier dosis.

A estas alturas deberíamos saber que toda civilización se sostiene sobre la trama de la vida, y que aquello que no puede perdurar en el tiempo es por definición insostenible. La moda hegemónica lo es, por más que empresas que son parte del problema se vistan de solución lanzando colecciones “sostenibles” basadas en algodón orgánico o reciclaje de materiales. Son las mismas empresas que han instalado la fast fashion: la rotación de prendas en las tiendas es cada vez más rápida; el ciclo de vida del producto se acorta, de modo que cada vez se producen más prendas. Hoy, se fabrican entre 100.000 y 150.000 millones de prendas al año, según los informes; aproximadamente el doble que hace solo veinte años. Prendas que se desechan con la misma rapidez: el 30 por ciento de la ropa que viste los armarios europeos no se ha usado en el último año, y algunas prendas se tiran tras diez usos, o menos.

Para que cambie el funcionamiento sistémico del sector textil hará falta algo más que el compromiso de las y los consumidores: es urgente un cambio en las leyes que obligue a las empresas, más allá de códigos éticos voluntaristas, a no vulnerar derechos tan básicos como el de sindicación, a pagar salarios justos y a sustituir las sustancias químicas tóxicas por otras inocuas.

Desde el feminismo somos muy conscientes de que lo personal es político, de que lo cotidiano oculta, como el paisaje, opresiones que son naturalizadas hasta volverse invisible. Es lo que tratamos de visibilizar desde Carro de Combate, un colectivo de mujeres que hacemos periodismo de investigación para desvelar los impactos socioambientales de las mercancías que consumimos, desde el convencimiento de que, si el consumo es un acto político, la primera batalla es la de la información.

Si logramos que el crowdfunding que tenemos en curso salga adelante, nos dedicaremos a investigar a fondo los impactos asociados a cada una de las fases del ciclo de vida del producto, desde la extracción de las materias primas hasta la gestión de los desechos. Para tener más herramientas que nos sirvan no sólo para modificar nuestros actos cotidianos de consumo, sino también para engrosar los argumentos que nos permitan organizarnos colectivamente para demandar un cambio de estas estructuras sistémicas que sobreexplotan a las mujeres del Sur global pagando salarios de miseria, mientras saturan de publicidad a las mujeres del Norte global para que compren cosas que no necesitan.

 


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