Cruising. Sexo marica fuera de campo
En un mundo interconectado, el encuentro al abrigo de parques, matorrales, servicios y estaciones, ¿sigue vigente en la comunidad gay?
“En recuerdo de las personas que para su disfrute y debido a una sociedad transfóbica y homofóbica desarrollaron parte de sus vidas sexuales y afectivas en los lavabos de esta antigua estación de autobuses”. La placa, colocada en 2016 en el Espacio Geltoki de Pamplona —antes una de las estaciones de autobús más antiguas del Estado, inaugurada en 1934—, condecora institucionalmente a un fantasma. El de la sexualidad de los hombres que, en mitad del trajín de viajeros y viajeras, aprovechaban el fuera de campo de la norma para interactuar sexualmente (y, según la placa, también afectivamente) entre ellos. Un gesto y recuerdo simbólico que podría interpretarse como el fin de la vida útil de esos rincones en parques, playas y estaciones a los que maricas de todas las generaciones han acudido a encontrarse.
La práctica del cruising —anglicismo que ha sustituido al castizo cancaneo—, el encuentro más o menos fugaz entre desconocidos en espacios de acceso público, ha sido uno de los pilares de vertebración de la sexualidad marica a lo largo de la historia. Hoy, a un clic de distancia de los demás y cuando la visibilidad del colectivo es mayor que nunca, los polvos entre matorrales y urinarios podrían leerse desde el compromiso disidente, la performatividad histórica o el puro morbo. Pero sigue habiendo cuerpos maricas excluidos de apps y discotecas; para ellos, la naturaleza clandestina, anónima y esquiva del cruising conserva su cometido.
Tres años antes de la inauguración de la estación de Iruña, en 1931, un grupo de travestis conocidas como Las Carolinas recorrieron las Ramblas de Barcelona con sus mejores galas. Se arrastraban, escandalosas y teatrales, para dejar un ramo de flores rojas en el lugar donde una bomba había hecho saltar por los aires un urinario público cercano al puerto, en el que “la cálida orina de millares de soldados había corroído la chapa de metal”, según recogió Jean Genet en su Diario del ladrón (1949). La comitiva plañidera se dolía amargamente por la pérdida de un sitio donde, se entiende, la orina no había sido el único fluido en circulación.
Hasta la creación de urinarios y otros espacios públicos e incluso más allá podemos rastrear las prácticas que hoy conocemos como cruising. El antropólogo José Antonio Langarita, autor del volumen En tu árbol o en el mío (2015), lo ha investigado: “Las primeras referencias directas en el Estado son de 1909, en el volumen La mala vida en Barcelona. Interpretando otros textos, sobre todo de transformaciones urbanas, podemos encontrar ciertas prácticas a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Es el momento en el que se empiezan a establecer los espacios de ocio en las ciudades, como los parques, además de los sistemas de desagües y baños públicos”.
Ramón Martínez, historiador de lo LGTBIQ+ y autor de Maricones de antaño (2020), sube la apuesta: “En torno a 1630 se da cuenta de dos ‘putos’ a los que encuentran en una postura indecente en la calle Barquillo de Madrid [que significativamente atraviesa el barrio de Chueca]. Hay otros testimonios similares, en fichas policiales y registros judiciales”.
Hasta los años 70 u 80, y desde la antigüedad clásica, la persecución obligaba a las personas no heterosexuales a buscar unos lugares particulares donde poder sentirse libres
Con el surgimiento del espacio público urbano, se generaron también sus márgenes. Unos espacios siempre al abrigo de muros, construidos o naturales, que aseguraban la protección frente al ojo cisheteronormativo. Cuenta Martínez que, hasta los años 70 u 80, y desde la antigüedad clásica, la persecución obligaba a las personas no heterosexuales a buscar unos lugares particulares donde poder sentirse libres: “Lo que hoy llamamos cruising, el clásico cancaneo, era una necesidad”. Necesidad que el escritor Luisgé Martín recorre en su autobiografía sentimental El amor del revés (2016). Todavía recuerda cómo su primer contacto sexual fue en las estaciones de tren: “Yo iba a rondar, asustado. Meaba o no meaba, sin mirar a nadie, aunque con los sentidos alerta. Notaba los movimientos, gente que se demoraba, que miraba a través del espejo…”. Tiempo —“y no poco”— después, llegó el momento de pasar a la acción.
Chema tiene 55 años y es, como el citado escritor, de Madrid. Pertenece a esa “generación rara que ni soñaba con el matrimonio ni temía ya a la policía”. Entre la ilegalidad y la igualdad, ha ido desarrollando su vida sexual por parques y por bares. Recuerda la guía Spartacus, un mamotreto “como la guía telefónica, con todos los países del mundo y todos los sitios donde ligar: cruising, saunas, bares, discotecas…” y que se renovaba anualmente, pues por su propia naturaleza los sitios iban cambiando. Para él, el cruising es clandestino, pero no sórdido, incluso puede ser parte de dar un paseo por un pinar. “Das con otro tío o no, tienes un encuentro agradable o no, y luego charlas o no. Nunca se charla antes, eso sí”, explica. Y, contradiciendo la placa de Pamplona, considera que nunca ha tenido nada de romántico: “Yo he buscado el sexo y conocer a otros chicos, nada sentimental”.
“He conocido gente fantástica y he echado unos polvos maravillosos haciendo cruising”
Nunca se sintió sucio por ir a esos sitios: “Desde que cumplí la mayoría de edad los alterné con los bares y demás. Y luego con internet, a finales de los años 90, cuando hasta fui encargado de un site de cruising. He conocido gente fantástica y he echado unos polvos maravillosos haciendo cruising”. Aunque ha seguido practicándolo, Chema ya no acude a los servicios de estaciones, pero sí, a veces, a los pinares. “El cuerpo te lo pide menos, y cuando vas ya no eres el chico joven que atraía a todo el mundo”, dice.
La interacción en el cruising la han inventado hombres a los que les atraen otros hombres, por lo que se podría interpretar que la norma cishetero y la performatividad de la masculinidad son menos intensas. No no es así. La actitud corporal, la mirada, los gestos, el silencio absoluto… El cruising tiene sus propias reglas, y saltárselas puede significar la expulsión o la indiferencia. “Tiene sus códigos: se habla muy poco, y para arreglar lo estrictamente sexual. Hay mucho silencio y gestos concretos”, explica Luisgé Martín. En algunos lugares y épocas se han desarrollado intrincados lenguajes para identificar la disponibilidad y gustos sexuales de los demás, a través de prendas de vestir o posiciones de espera. “Hay un simbolismo, una ritualizción…”, comenta José Antonio Langarita. “Cuando hacía la investigación, me interesaba esa parte ritualizada, porque me daba la sensación de estar presenciando algo casi religioso. Las zonas de espera, las zonas de encuentro… Y el silencio”, añade. Silencio y oscuridad son los aliados naturales del cruising, lógicos compañeros de unos encuentros que muchas veces se producen a tan solo unos metros del resto de la gente.
¿Hacia el fin del cruising?
Desde los años 70, el cruising empieza a ser sustituido y combinado por formas de conocer a otros chicos más cercanas a la normatividad. Con el avance de los medios tecnológicos y la conquista en visibilidad, llegarían los anuncios por palabras en revistas como PARTY y, posteriormente, el ambiente. Como recuerda Martín, un día su generación “entró al ambiente y ya no salió de él”. Como tantos otros maricas que se visibilizaron por entonces, el escritor llevaba deseando ese momento mucho tiempo, “pero necesitaba hacerlo en contra de mi voluntad”. Cuando se llenaron las discotecas, se empezaron a vaciar los parques.
El cruising, que hasta entonces era la puerta de entrada más a mano para la sexualidad marica, empezó a verse como algo sórdido, un contraplano de los lugares legítimos para socializar. A la estigmatización contribuyó la crisis del sida. “Cambió la manera en que tenemos sexo entre tíos, y el cruising específicamente, porque han sido zonas muy cuestionadas y criticadas como lugares de expansión del virus. Incluso dentro de la comunidad gay ha habido discursos conservadores, que reivindicaban el cierre de este tipo de espacios”, apunta José Antonio Langarita.
Y si la crisis del sida cambió la manera de follar, internet reinventó la forma de acceder al polvo. ¿Por qué ir de cruising pudiendo conseguir un partenaire sexual desde casa? “No todas las personas con sexualidad heterodoxa se han incorporado dentro del modelo LGTBIQ+. Para mucha gente el cruising sigue siendo útil, no debemos limitarnos al modelo oficial”, explica Ramón Martínez. En ese modelo oficial, el sexo casual entre maricones es una marca registrada: Grindr. La aplicación, que evoluciona de iniciativas digitales anteriores como Bakala o IRC Hispano, ha reconfigurado la manera en que los gais entendemos el intercambio sexual con desconocidos. Su lógica neoliberal, en la que los cuerpos compiten en medidas, colores, tamaños y formas, se enfrenta de entrada a un universo donde la oscuridad y el silencio forman parte del terreno de juego. ¿Genera un deseo distinto el mismo maricón de cruising que en una app?
Juan tiene 32 años y vive en Alicante. Ha ido combinando ambiente, aplicaciones y cruising. Asegura que entre los arbustos le atraen cosas en las que ni se fijaría en Grindr: “De repente un señor de 60 años haciéndose una paja me pone, y me apetece comerle el rabo. A lo mejor luego lo pienso y flipo, pero eso ya son mis mierdas internas”. Para Juan el deseo no se adapta a las circunstancias, sino que se genera en ese momento y a veces le sorprende: “Este señor, ahora mismo, me está atrayendo. Pues palante”.
“Para muchas personas el cruising es su única opción: por tiempo, por acceso al sexo, por anonimato…”
Que sigan existiendo los espacios de clandestinidad “potencia el acceso a ciertos universos”, cree Ramón Martínez. “Hay mundos más allá del oficial que nos vendemos mutuamente; hay un universo gay más allá del barrio LGTBIQ+ establecido, y estos espacios lo revelan”. Para el historiador, “si hay algo bueno en la clandestinidad es poder observar el mundo desde ahí, ver en perspectiva el lugar que habitamos”.
Para un marica joven y de una clase privilegiada, el cruising puede ser una experiencia elegida. Pero, ¿qué pasa con los demás? “Yo puedo pagar una entrada, puedo poner mi foto en una app, puedo ir a un club”, reflexiona Langarita, “pero para muchas personas el cruising es su única opción: por tiempo, por acceso al sexo, por anonimato…”. Juan está seguro de que, por ejemplo, se la ha “comido a hombres casados”. Y sentencia: “Está bien saber que fuera de nuestro mundo gayfriendly existe gente con la que podemos encontrarnos”.
Quizás la permeabilidad de los cuerpos sea mayor en los espacios de cancaneo, pero eso no significa que no haya rechazo. “Hay cuerpos que son deseables y otros que no. Tengo dudas sobre si allí siguen operando las estructuras sociales dominantes, como el racismo. Hay cuerpos que en el cruising tampoco ligan”, detalla José Antonio Langarita, para quien los condicionantes de clase son determinantes. Tener Grindr precisa de un smartphone, una entrada a una sauna puede costar 20 euros… Los parques y las estaciones congregan a quienes se quedan fuera. “A mí me puede excitar ir a tener sexo con paquistaníes de 60 años, pero los paquistaníes de 60 años probablemente no pueden ir a otro sitio”, reflexiona Langarita.
El antropólogo distingue entre zonas como Montjuïc, donde acude mucha población migrante, y lugares como Sitges, donde son todo guiris que van ir a la playa gay, luego al restaurante de moda, y más tarde al cruising. “Ellos se visibilizan durante todo el día, otros no pueden. De hecho, estos turistas van al cruising a tener sexo con tíos de su misma clase social, aunque no sepan cómo se llaman. Pero no se la están chupando a un paquistaní sin papeles”, concluye.
En un momento en que el colectivo marica está más visibilizado y compartimentado que nunca, los lugares de cruising siguen atravesados por las lógicas y las potencialidades que los generaron. ¿Significa eso que mientras haya maricones habrá cruising? Juan lo tiene claro: “O sigue existiendo o tendremos que inventarnos otra cosa. Aunque miedo me da si tenemos que vérnoslas con el nuevo fascismo. No va a ser lo mismo la persecución del cruising en el franquismo que en un mundo informatizado”.