Las amigas que se besan son la mejor compañía

Las amigas que se besan son la mejor compañía

¿Tías juntas que se llevan genial? Gal pals, amiguísimas. ¿Kirsten Stewart enrollándose con Alicia Cargile? Amigas dándose el lote. Para ligar entre tías hay que superar la barrera de la amistad entre mujeres. Las indirectas pueden ser más o menos sutiles. Aquí te proponemos algunas. ¡Suerte!

Texto: Too Match
Imagen: Too Match
22/05/2024

Aquello era una cita. Tenía que serlo. ¿Qué otra cosa iba a ser si no? Dos chicas jóvenes con el cuerpo infestado de hormonas quedan un sábado por la noche a las puertas de los cines Renoir para ver Love lies bleeding. Pintarme un “fóllame” en la frente habría sido más sutil.

Veamos, ¿qué es lo que convierte una cita en una cita? Que haya dos personas (check) que decidan encontrarse en un punto concreto (check) como pretexto para explorar un interés preexistente y mutuo (a ser posible a posteriori y sobre una superficie cómoda). Pero, ¿cómo adivinar si ese interés es recíproco en un mundo que presume la amistad como vínculo por defecto entre dos mujeres?

Que “un hombre y una mujer no pueden ser amigos” es un diálogo mítico de When Harry met Sally y también un axioma del heteropatriarcado. Entre dos mujeres, por supuesto, es diferente: ¿Rosalía y Hunter Schafer se funden en un tierno abrazo antes de subir al mismo coche? Gal pals. ¿Nini Vélez y Ester Expósito perreando en Ciudad de México? Amigas inseparables. ¿Kristen Stewart enrollándose con Alicia Cargile? Dos amigas dándose el lote. Si cualquiera que me viera con V. aquel sábado a las puertas de los cines Renoir pensaría que no éramos más que un par de amigas, ¿por qué no iba a pensarlo V. también?

La conocí unas semanas antes en el cumpleaños que un antiguo match de Tinder celebraba en su casa: un piso de techos altos frente a la plaza del Dos de Mayo de Madrid. V. estaba liándose un piti en el balcón. Yo no conocía a nadie en la fiesta aparte de a mi exmatch, que 20 minutos antes había entrado al baño a por un polvo (no sé de qué tipo) y no había vuelto, así que me acerqué a ella, saqué el tabaco de liar y fingí haberme quedado sin filtros.

V. era alta, tenía el pelo largo y oscuro en rizos que se le derramaban desde la coronilla, apenas separados por la oreja como una piedra blanca cortando el océano por la noche. Entre los párpados casi pegados asomaban unos ojos azules que daban la impresión de estar siempre recién despiertos, o quizás molestos por la luz que se filtraba a través de las gafas de montura circular, eclipsando parcialmente unas cejas en las que daban ganas de revolcarse. Al último pellizco del tabaco le siguió el final del ritual: la boca pintada de rojo abriéndose y el paseo de caracol de la lengua blanda sobre el papel de fumar.

Mientras se llevaba el cigarro encendido a los labios, se presentó: V. era la nueva compañera de piso de mi exmatch, así que tampoco conocía a nadie en la fiesta. “Qué suerte”, dejé caer con una sonrisa algo ridícula. Pero mi intento de flirteo chocó con una mirada confundida, y reculé: “Vivir en Malasaña, digo”. A priori no le molaban las tías.

A V. le gustaban las concept store, que son como un todo a 100 (euros); los productos de Aesop y la música de Rusowsky, Judeline, Sen Senra y, en definitiva, cualquier cantante con pinta de sufrir anemia. Llevaba una camiseta de Kappa un par de tallas grande, detalle que disimulaba metiéndola por dentro de unos vaqueros bermuda, calcetines blancos hasta las espinillas y gorra de Caja Rural, algo a medio camino entre primer día de Sónar y último de domingueo en Oropesa del Mar.

Formaba parte de los aborígenes de Malasaña, una especie de barrio tan endémica como invasora que anida en la tapicería del Pepe Botella, se alimenta del humus del Carrefour Express y se reproduce en los baños de la Vía Láctea. Son fácilmente identificables porque la ropa tiende a estarles o demasiado grande o demasiado pequeña, una particularidad que se explica porque en las tiendas vintage no puedes elegir talla.

Conocidos por haber conseguido erigirse como los gentrificadores gentrificados, los aborígenes de Malasaña son hoy parte del atrezzo de un barrio convertido en parque temático. Como los vaqueros del miniHollywood de Almería, su función consiste en crear ambiente para que Malasaña nunca deje de parecer un escenario posmoderno de Historias del Kronen.

V. trabajaba como fotógrafa, art director, set designer, creative director y visual storyteller, que es una forma de decir que era autónoma y aceptaba cualquier curro con tal de que hubiera una cámara. Empezó haciendo foto de producto con hamburguesas de plástico y ahora dirigía photoshoots con celebrities. La idea era la misma (sacar fotos) con la diferencia de que lo de las hamburguesas consistía en conseguir que algo artificial pareciera real, mientras que con las celebrities ocurría justo al contrario.

Una mujer es hetero salvo que se demuestre lo contrario

Estaba contándome cómo el presupuesto de las campañas de publi es tan absurdamente alto que, para justificar que necesitan toda esa pasta, las agencias terminan por comprar cualquier cosa (y cuando digo cualquier cosa quiero decir cocaína), cuando una mano grande y peluda se interpuso entre su cara y la mía, ofreciendo un mechero que nadie había pedido. Esa mano pertenecía a S.

—¡Por fin te encuentro!— resopló mi exmatch, que ya había vuelto del baño y, por alguna razón, no pensó que estuviera interrumpiendo nada. Agarró el brazo del chico y se dirigió a V.: quería presentarte a S.

S. lanzó una sonrisa descarada. Tenía ese efecto halo de la peña con mandíbula cuadrada. Era alto, con barbita de tres días y voz grave; tres atributos contra los que, por cuestiones de anatomía, no podía competir. Pero lo que verdaderamente me hacía sentir en inferioridad de condiciones no era eso, sino una razón social: a la hora de ligar con mujeres, S. me sacaba años luz de ventaja. Lo que para mí era un mundo (una mirada cómplice, una sonrisa que sugiere), para él era su lengua madre.

S. dominaba el código del flirteo a la perfección. Se movía con la naturalidad de quien sabe que habla el lenguaje del mundo. Yo sentía cada esfuerzo como impostado por vivir con la certeza de que de nada servía aprender un idioma que el mundo no te deja hablar.

—Olvídate de ella, es hetero— me susurró mi exmatch mientras dejábamos que V. y S. se conocieran a solas, tal y como habíamos estado haciendo nosotras unos minutos antes.

Yo le respondí con aquella frase de Cecilia Roth en Todo sobre mi madre: que todas las mujeres somos gilipollas y un poco bolleras. Pero no sirvió de mucho.

Daba igual que V. me gustara. La competición había nacido con un sesgo de base: una mujer es hetero salvo que se demuestre lo contrario. La lesbiana, decía Adrienne Rich, solo existe a través de la negación: había que aprender el lenguaje opresor para después poder negarlo. Y poco a poco fui con impotencia testigo de cómo la noche y el mundo entregaban a V. a los brazos de S. Como debe ser.

La fiesta terminó y yo me fui a la cama con mi exmatch pensando que donde realmente quería estar era en la habitación contigua, pero allí había overbooking de S. Por suerte, aquel piso de techos altos estaba bien aislado y a la mañana siguiente lo único que quedaba de S. eran sus residuos fisiológicos dentro de una bolsita de látex en la papelera del baño.

Ignoramos la postal apocalíptica del día después y salimos a desayunar por el barrio. V. había dormido poco, pero conservaba el encanto desaliñado del dominguero de chiringuito que desayuna café con leche en vaso de cristal. Desde fuera no éramos más que tres amigas sentadas en una terraza de Malasaña, y mientras dejábamos que los cafés se enfriaran y la piel se nos quemara, nos embargó la enfermedad del domingo: el recordatorio cotidiano de que todo, hasta lo que empieza cada semana, se acaba. Por eso cuando mi exmatch dijo que tenía que marcharse, y el sol también se marchaba, V. y yo decidimos estirar el tiempo juntas.

Aquel fue el principio de una bonita amistad. V. y yo intercambiamos números y nos volvimos inseparables. Quedábamos para ir a exposiciones, a pasear por el Retiro, compartíamos cafés que se convertían en copas hasta altas horas, y hasta dormíamos juntas, como amigas de infancia. Salvo por un pequeño detalle: aquello no era una amistad. No, al menos, para mí. Me gustaba pasar tiempo con V., quedarme mirando sus cejas enmarañadas y su ropa demasiado grande o demasiado pequeña comprada en tiendas de segunda mano. Me gustaba adivinar cómo serían sus ojos completamente abiertos si no hubiera sol o sueño y, por encima de todo, me gustaba V. Pero, ¿le gustaba yo? Temía que hacer aquella pregunta arruinara todo lo que teníamos y, al mismo tiempo, ¿acaso tenía sentido lo que teníamos si no era posible plantearla?

Podría haberle dicho que la orientación sexual es un invento reciente de la sociedad industrializada, según Foucault. Que en el mundo antiguo la identidad sexual no se forjaba con base en el género del objeto de deseo. Que, como dice Judith Butler, somos víctimas de un sistema ordenado por la heteronormatividad con fines reproductivos. Algo así podría haberle dicho. Pero tuve una idea mejor.

Solo hay dos lugares capaces de congregar a un mayor número de lesbianas por metro cuadrado: las presentaciones de Sara Torres y el Sputnik.

En la primavera de 1949, Harriet Sohmers quiso ligarse a una Susan Sontag pollita universitaria, así que cogió un ejemplar de El bosque en la noche y le preguntó: “¿Has leído esto?”. Al parecer aquella era una frase típica de acercamiento entre bolleras, y funcionó; a Sontag terminó de abrirle, digamos, la mente, y hoy es un icono bi. Me alegro mucho por las dos, pero yo no estaba dispuesta a esperar a que V. se leyera un tocho de 200 páginas para salir de dudas, así que tiré de una herramienta de “conversión” más ligerita que El bosque en la noche: le propuse ir al cine a ver Love lies bleeding, esa película en la que descubres hasta dónde puede llegar la intensidad sáfica si te pasas chutándote anabolizantes.

Sin contar el Fula o similares, solo hay dos lugares capaces de congregar a un mayor número de lesbianas por metro cuadrado: las presentaciones de Sara Torres y el Sputnik. También descubrí que hay alguien con una mandíbula más cuadrada que S., y es Kate O’Brian, y que probablemente gracias a su personaje logremos escapar del ideal de belleza femenina lánguida y frágil a base de dominadas y de erotizar a mujeres con músculos. Eso y que hacen falta dos unidades de polvo bastante normalito entre mujeres para que la peña hetero resuma 104 minutos de metraje como “sexo salvaje lésbico”.

Cuando salimos del cine, V. me propuso ir a su casa. Ignoro si la película había surtido el mismo efecto en V. que El bosque en la noche en Sontag, pero aquella noche estaba decidida a averiguarlo. Determinación que se derrumbó tan pronto como entramos en el piso y nos encontramos a mi exmatch en pijama tomándose una birra en el salón.

No podía luchar contra aquello, así que nos unimos. Empezamos a beber y a charlar, y las horas fueron cayendo igual que las birras. Mi exmatch estaba cada vez más borracha, apenas se tenía sentada, así que V. y yo tuvimos que llevarla a la cama en brazos.

Ocurrió mientras le poníamos el pijama y la arropábamos. Fue entonces cuando apareció la sonrisa cómplice, una caricia casi instintiva, y V. y yo empezamos a jugar. Como mejores amigas haciéndose cosquillas, como dos adolescentes ahogando la risa, poniéndonos a horcajadas una encima de la otra hasta que caímos rendidas junto a mi exmatch, que ya estaba por el quinto sueño.

Con el dedo índice peiné las cejas de V. y ella hizo lo mismo con las mías. Tumbadas cara a cara, tracé una ruta que iba desde la palma de la mano al hombro, de ahí remonté hasta llegar a la clavícula, y recorrimos la clavícula en un mismo gesto. Luego el tacto del cuello tenso, la morada detrás de la oreja y un semicírculo para alcanzar la mejilla en un juego de reflejos en el que el ademán infantil había sido sustituido por un anhelo, la sonrisa por una mirada grave, casi solemne; el índice ya posado en la comisura y el final del ritual: dos bocas abriéndose y enredándose en un combate blando, llegando a entenderse más allá de las palabras, buscando saciar algo más allá de la sed.

Al día siguiente salimos a desayunar con mi exmatch. Y mientras le contábamos lo que había pasado y dejábamos que los cafés se enfriaran, nos embargó la enfermedad del domingo. Desde fuera no éramos más que tres amigas tomando el sol en una terraza de Malasaña.

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