La España asordinada

La España asordinada

Hay que atender al uso del idioma como un arma de posicionamiento social, económico y político. La cuestión es ¿cómo adquieren las lenguas ese carácter elitista y excluyente?

Imagen: Emma Gascó
24/05/2023

Ilustración para la portadilla de la sección Ficciones, del número 6 de #PikaraEnPapel.

“A un general amigo mío le dijo una vez un cochero: ‘Señorito, usted y yo semos iguales’. “No —replicó el general— no somos iguales, porque usted dice semos y yo digo somos’”. Esta anécdota, extraída de un artículo publicado en el periódico cacereño El Bloque el 20 de octubre de 1908, ilustra a la perfección cómo la lengua ha constituido tradicionalmente un elemento diferenciador entre clases sociales. La existencia de modalidades de prestigio —a las que se accede mediante la instrucción— y el desprecio por el resto de variedades ha conducido a que, como en el ejemplo, una simple e en lugar de una o sirva para tachar de inculta a una persona, para llegar a considerarla diferente. En cada contexto político-territorial determinadas lenguas y modalidades se han convertido en atributos de un alto estatus social y económico, y desconocerlas se percibe como un rasgo de pobreza e ignorancia; subyace por lo tanto el mensaje de que para progresar, entre otras medidas, hay que cambiar de lengua o de variedad. Por consiguiente, resulta imposible abordar la minorización lingüística, la diglosia o la glotofobia sin atender al uso del idioma como un arma de posicionamiento social, económico y político, y la cuestión es ¿cómo adquieren las lenguas ese carácter elitista y excluyente?

***

Los Estados, siempre temerosos de la desintegración territorial, se esfuerzan enormemente por crear diversos símbolos bajo los que congregar a su población, y, sin duda, uno de los más notables es la lengua. Movidos por la voluntad de homogeneización lingüística, intentan trasladar la modalidad alzada a la categoría de lengua nacional a todos los rincones del interior de sus fronteras y agrupar bajo una sola denominación, en general relacionada con el nombre del país (portugués, español, italiano), el máximo número posible de variedades. Con el tiempo, esas lenguas nacionales, normalmente construidas sobre los cimientos de un dialecto de prestigio, se acaban oficializando y normalizando de tal modo que parece que cada Estado llevara aparejada de forma natural una determinada lengua, la cual, como si de una revelación divina se tratase, solo las almas eruditas sensibles a la gramática son capaces de interpretar. Así se justifica que puedan realizar prescripciones sobre su uso.

Esta manera unitaria y esencialista de concebir el idioma, hoy caduca entre la comunidad investigadora pero aún vigente en la sociedad, sostiene toda una jerarquía lingüística que se manifiesta en diversos ejes. Si se atiende a los grupos de variedades consideradas parte de la misma lengua, destacan las oposiciones ciudad-pueblo, centro-periferia o riqueza-pobreza; mientras que si se comparan lenguas distintas de un mismo Estado descuellan los contrastes entre lengua nacional-lengua regional, lengua oficial-lengua no oficial, lengua mayoritaria-lengua minoritaria o lengua de prestigio-lengua minorizada. Cabe señalar, asimismo, que en el seno de algunas lenguas minorizadas también se establecen sistemas jerárquicos similares a los que se encuentran en las lenguas de prestigio, ya que a menudo se cae en el error de imitar el modelo contra el que se lucha.

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El surgimiento de estas diferenciaciones se halla estrechamente ligado a las relaciones de poder, así, quien es más rico, está más instruido en la cultura estatal o vive en una ciudad tiende a considerar que su forma de hablar es mejor que la de quien es más pobre, está menos instruido en dicha cultura o vive en un pueblo; y lo mismo ocurre con quienes proceden de una región central —en sentido lingüístico—: suelen pensar que su modalidad es más culta y más adecuada para los contextos formales que las de la periferia. Incluso quienes residen en pequeñas localidades llegan a opinar que la gente del pueblo de al lado habla peor si su variedad está más alejada del estándar.

Añado, por cierto, el adjetivo estatal a cultura porque albergamos una concepción reduccionista de esta según la cual solo es culto quien se ha instruido de conformidad con los cánones culturales de un determinado Estado o conjunto de Estados, obviando que el individuo en cuestión sea o no culto en relación con su entorno cercano, con su realidad periférica. Quizá por ello a la hora de oponernos a la sacralización de dicha cultura —la estatal o supraestatal correspondiente—, la aspiración no suele ser abogar por la diversidad cultural en todas sus formas, sino instaurar nuevos modelos de cultura nacional asociados a territorios específicos.

En España, las tensiones culturales derivadas de estos procesos han contado a lo largo de la historia con un especial protagonismo. Si nos centramos en el plano lingüístico, observamos cómo ciertas modalidades lo suficientemente alejadas del castellano pudieron, tras un largo y arduo camino, constituirse en lenguas independientes, e incluso alcanzar la cooficialidad; sin embargo, no corrieron la misma suerte otras lenguas, como, por ejemplo, las del dominio asturleonés, siempre subyugadas a la comparación con el castellano y consideradas a menudo una corrupción de este. Entre las causas se barajan la irrelevancia política de los territorios donde se hablan, el alto grado de inteligibilidad entre sus hablantes y los del castellano —extremo discutible y matizable— o que algunas de ellas, como el estremeñu, no ocupen divisiones administrativas completas. A esto se le suma que determinadas modalidades, como el sayagués, hayan servido para dar voz a pastores, labriegos y paletos en la literatura, y todo el mundo tiene claro que el campesinado, en concreto el de la periferia lingüística, no habla lenguas propias, no tienen ese derecho; como mucho hablan dialectos, cuando no sencillamente mal.

De esos polvos, los lodos de la minorización de estas variedades, materializada tanto en políticas activas a través del sistema educativo como en el modo más eficaz para lograr la sustitución lingüística: generar vergüenza en quien habla. Con todo y con eso hay quienes todavía defienden que la gente empieza a hablar una lengua ajena porque le parece más perfecta, más correcta, y no porque reine en su entorno la diglosia; es decir, porque dicha lengua —o modalidad dentro de ella— lleve aparejados ciertos privilegios o valores positivos de los que carece la vernácula.

En relación con lo anterior, y por ser de las Hurdes la mitad de mi familia, me parece oportuno señalar la fuerte aculturación a la que sometieron desde principios del siglo XX a los habitantes de esta comarca, ligando, en línea con lo expresado unos párrafos más arriba, el abandono de su cultura al progreso social y económico: eres pobre porque tu cultura no es la cultura del resto de la nación, renunciar a ella es un requisito indispensable para salvarte. Para conseguir que calara esta idea se exageraban las diferencias del país hurdano —como solían denominarlo— con el resto de España, se denostaban sus manifestaciones culturales y, con la óptica colonialista del momento, se comparaba a menudo con Marruecos. La civilización de las Hurdes se planteaba en términos similares a la del territorio africano, con recetas de redención que incluían convertirlas en una colonia penitenciaria, vaciarlas y trasladar a la población a otros lugares e incluso, con un enfoque eugenésico, destarar a los hurdanos controlando su procreación. En materia lingüística, el hurdanu se presentaba siempre como un dialecto rudo e incomprensible, un conjunto de balbuceos y gritos ininteligibles, una mezcla de palabras de otras lenguas; forma en la que, de hecho, también se describía a fala:

El habla, bárbara. Entre extremeña, castellana y portuguesa. Dicen casi todo con la u. Y sus dichos salen casi siempre apagados, como si les faltara brío para lanzarlos.

‘Lo que yo vi en las Hurdes’, de Antonio de la Villa en La libertad
(Madrid, 18 de junio de 1922)

[…] sus hab. usan un dialecto ininteligible, formado de palabras castellanas y portuguesas, todas adulteradas.

Entrada de San Martín de Trevejo (Cáceres) en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar
(Pascual Madoz, 1845-1850)

Hago referencia al estremeñu de las Hurdes y a fala por resultarme ambas lenguas cercanas, pero han padecido procesos iguales o similares los y las hablantes de todos aquellos lugares donde las modalidades vernáculas no pueden enmarcarse con facilidad en alguna de las lenguas de prestigio del entorno. El modus operandi siempre es el mismo: se les roba la dignidad afirmando que no son lenguas, sino chapurreaus, bables, jergas, una suma de adulteraciones, de barbarismos.

Y así, con estas mimbres, llegamos al siglo XXI. Ahora, muchas de las modalidades lingüísticas vivas en el siglo pasado se encuentran agonizantes; otras se han musealizado y solo se utilizan en festivales folclóricos, no en el día a día; y las pocas que intentan constituirse en lenguas con cierto reconocimiento legal sufren la furia de quienes odian la diversidad y la indiferencia de quienes consideran estas luchas prescindibles. En Extremadura, por ejemplo, existen comarcas enteras donde la gente de mi generación no habla la misma modalidad que sus abuelos y abuelas o solo la usa en contextos muy restringidos, siempre íntimos y de confianza. En esta tierra se ha cumplido, lamentablemente, aquella tan manida frase de principios del siglo XX que sostenía que los dialectos son como las babuchas, para andar por casa. Y no deja de sorprenderme que incluso allí donde la sustitución lingüística se ha llevado prácticamente a término, los pocos restos dialectales que aún flotan en el habla —supervivientes del naufragio— resulten suficientes para seguir alimentando la glotofobia.

El análisis de barra de bar que suele realizarse de la sustitución lingüística se fundamenta en la voluntad, en la decisión libre del pueblo de cambiar de lengua o de modalidad. Así pasa a veces que libremente un periodista de, por decir algo, Mérida se pone delante del micrófono y por arte de magia desaparece en él la aspiración de las eses implosivas. No ocurre tan a menudo, en cambio, que esa misma libertad anime al periodista de Burgos a sesear o al de Madrid a cecear. Pero es que quizá lo que aquí se pone de manifiesto no es la libertad ni la voluntad, sino una flagrante falta de autoestima lingüística provocada por la diglosia. Este fenómeno provoca que muchos hablantes den por cierta la pretendida neutralidad de una determinada modalidad de prestigio y la inadecuación de la suya en ciertos contextos, lo que los conduce a adoptar la primera, ya sea de un modo puntual o cotidiano. A este respecto, me parece interesante la siguiente observación de Aurelio M. Espinosa, hijo, contenida en la obra Arcaísmos dialectales. La conservación de z y s sonoras en Cáceres y Salamanca (1935)

En un pueblo de 700 vecinos, como Pinofranqueado, la influencia de pocos individuos, el médico, el maestro, el cura, habrá bastado para extirpar el dialecto.[…] En los caseríos más remotos —todos aún más pequeños (100-250 habitantes)— los hurdanos que bajan a mendigar en los pueblos próximos serían los principales factores en la eliminación de los rasgos dialectales más salientes. El hurdano es muy susceptible y muy consciente de su inferioridad física y social, y así se comprende que se someta inmediatamente y sin resistencia alguna a cualquier influencia que signifique no distinguirse de los demás.

Por desgracia, su predicción se ha cumplido, si bien no completamente, sí en gran medida; y se trata solo de una muestra entre muchas del borrado del patrimonio lingüístico de nuestro país. La cooficialidad del euskera, el gallego y el catalán/valenciano, o el aranés dentro de Cataluña es significativa, pero no suficiente. Debemos ir más allá, promocionar las lenguas sin carácter oficial y defender la validez de todas sus variedades. Si, por ejemplo, un grupo de hablantes decide escribir en su modalidad hay que aplaudir la iniciativa, no ridiculizarla; este tipo de gestos contribuirán a desjerarquizar la lengua y a dignificar las modalidades que no gozan aún de prestigio. El objetivo ha de ser convertirnos en pueblos que se escuchan, se respetan y se reconocen en su diversidad.

Si hoy nos queda patrimonio lingüístico que defender es porque hubo gente que luchó a contracorriente, gente que en vez de ver en la lengua un enemigo, vio un tesoro, y por esa gente quiero brindar con los versos que un tal A.U.Relio (seguramente Aurelio Santos Moreno), de Torrejoncillo, publicó en el periódico cacereño El Bloque el 30 de enero de 1917:

No se comu esprencipial
y me dispensi el señol
esti mó de cherrial
que coju pa contestal:
Yo no soy escribiol
yo señol no se enrejal
me enseñarun á jablal
y es una maña señol
que ainas pueu desechal
; se jabla así en el lugal
y aunque paeza peol
yo quieu dali esi sabol
; quieu el aquel regional
porque me apañu mejol
, me empacha sel redentol
de lo que no se tratal.

 

 

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