‘La hija de un ladrón’, desenmascarar la violencia

‘La hija de un ladrón’, desenmascarar la violencia

Crítica de cine feminista con spoilers sobre 'La hija de un ladrón', que constituye la ópera prima de la realizadora Belén Funes, galardonada con el Goya a la mejor dirección novel 2020 por este intenso y descarnado film.

29/04/2020

Fotograma de la película ‘La hija de un ladrón’.

La hija de un ladrón constituye la ópera prima de la realizadora Belén Funes, galardonada con el Goya a la Mejor Dirección Novel 2020 por este intenso y descarnado film. Un primer largo que guarda fidelidad a un sello estilístico propio. Porque evoluciona hacia la definición de una fórmula visual a lo largo de todos sus cortos y porque mantiene en ellos elementos propios de su universo conceptual: como finales abiertos que coinciden con la explosión del conflicto en la conciencia de las protagonistas. O la plasmación del cuidado entre mujeres, tanto físico como emocional. Un cine de compromiso social y feminista.

Sara [interpretada por Greta Fernández] protagoniza una epopeya urbana con múltiples frentes. La joven de 22 años se desliga de los afectos tóxicos que le impiden progresar en la vida. Es la giganta de los titanes de los procesos depurativos. Si alguien desconocía el significado del concepto suelo pegajoso, puede verlo materializado, desentrañarlo a lo largo de cada fotograma. La feminización de la precariedad se descuartiza y expone en nuestra presencia como en la mesa de un laboratorio. Se realiza una crítica de la paternidad, tan ausente y necesaria en la filmografía universal. Y se muestra la imbricación entre violencia física y psicológica, pero sobre todo, sus consecuencias.

Sinopsis violeta

Sara va a dar un paso decisivo en su vida. Va a obligar legalmente a su padre a alejarse de ella y de su hermano, a quien desea adoptar. Quiere comenzar una nueva vida, fundar una familia junto al padre de su hijo. En sus propias palabras, aspira a ser “una persona normal”. Para ello, desencadena un embate de elevados costes emocionales, cargado de resiliencia y perseverancia. A lo largo del devenir que ovilla la protagonista, se desgranan los entresijos de la precariedad de las madres jóvenes en riesgo de exclusión y el enorme poder que ejercen los padres varones sobre sus hijas para enfrentar el mundo y la soledad.

Sara, una superheroína ¿sin poderes?

Vayamos a la presentación de la protagonista en las primeras imágenes del film. Sara se introduce con dolor un protector en el oído derecho. Tiene una diversidad funcional auditiva, una lesión que todavía la aflige. Es una marca en su cuerpo que de forma intencional aparece una y otra vez en distintos momentos de su cotidianidad. Un hilo rojo de Ariadna que nos conducirá hacia su historia, plagada de maltrato, carencias afectivas y una brutal soledad en centros sociales que señalan hacia un padre tóxico.

Vemos a casi una niña que apenas sonríe, con escasísimas oportunidades de explorar su juventud porque además es madre de un bebé. Y en el peor de los escenarios, sin apoyo en un proceso de crianza. Pero Sara se toma muy en serio su realidad. Está muy comprometida con todo lo que hace, a fondo y con eficiencia. Es rápida al fotografiar las ofertas de empleo, incluso con el carrito de bebé al lado y con su hijo dentro. Busca nuevas ocupaciones, no cesa su prolífica actividad, la precariedad es laboriosa y literalmente no para en toda la película. Arrostra, por si no fuera suficiente, la insensibilidad y deshumanización de las instituciones. Como la funcionaria que la acusa de utilizar a su hijo para acceder a su despacho. O el educador del piso social, que no trae nunca pañales de talla adecuada, pese a que ya se le ha advertido en incontables ocasiones.

Sara comienza el filme en una vorágine de actividad. Pero justo en el instante en que su padre la mira por primera vez, y ella lo reconoce, queda hipnotizada. Toma a su hijo en brazos y sale huyendo en una respuesta instintiva. Su padre es para la protagonista anuncio de peligro. Uno muy comprometido que atenta a la supervivencia. A medida que los vemos interactuar, su padre la deja muda, congelada cuando la llama, y ella responde ante él con cierta mendicidad, se aguanta con lo que le da, tiene poder sobre ella. Poco a poco, percibimos con claridad una erosión. Un declive en la capacidad de Sara para sostenerse a sí misma. Aunque sin cejar en su empeño, sin olvidar sus objetivos, mantiene cierto espíritu de Sísifo. La presencia de su padre en su vida se filtra en su equilibrio y la herida de su oído se reabre. Tal y como si de criptonita se tratase, debilita su resistencia.

Sin embargo, ni la soledad ni el maltrato son capaces de convertirla en dependiente de afectos. A pesar de que en un principio se aferre a creer en la palabra de su padre, pues su precariedad es real. O, aunque intente permanecer en una relación donde no sea correspondida. Inicia el camino del distanciamiento de su pareja y de su padre. Dos modelos afectivos sin devolución de amor. El personaje vive un arco de transformación colmado de dignidad y heroísmo. No quiere un apego por pena o culpa. Tampoco un padre que le falle, le mienta o la descuide. Su mayor temor es estar sola y, aun así, corta amarras.

Paternidades en el foco

Vemos tres versiones de paternidad en el film. La agresora (encarnada por Manuel, el padre de Sara); la amorosa (colaboradora, pero ausente en la gestión diaria, nos referimos al padre de su hijo), y la responsable de afectos y cuidados (que se sugiere ligeramente con el nuevo jefe de Sara).

Manuel expresa en cada momento lo poco que le importa su hija. Su conducta está llena de detalles. No le es necesario alzar la voz. Por eso, vamos a realizar un recuento de violencias y maltratos, para que nada pase desapercibido. En primer lugar, no apareció cuando su hija más lo necesitaba. Tenemos constancia de ello gracias al cortometraje Sara a la fuga, origen del personaje y contextualizador de su historia, que puede verse en Filmin.

Para continuar, comprendemos cómo para vejar no hace falta gritar. Basta con obligar a alguien a sacarse lo que come de la boca. Basta con minusvalorar en tono sosegado y natural. Decir: “Si tú no tienes nada”, “uno no puede ser quien no es”. En un intento de desautorizar, de desposeer, de generar inseguridad, ya que su padre se siente amenazado cuando Sara le pide que no se acerque más a su hermano pequeño. Fantástica la mirada de Eduard Fernández (Manuel) al recibir este mensaje. Una mezcla de miedo, estupefacción y soberbia.

Para colmo, Sara ha de soportar tener que seguirlo hasta su casa tras haberla humillado. Contenerse cuando comprueba que se han comido los yogures de su compra, porque “estaban a punto de caducar”. Ha de escuchar esto mientras su padre sostiene un perrito en brazos junto a la mujer con quien parece tener una relación. Como si estuvieran en un anuncio. La imagen se materializa en un plano conjunto con un fantástico uso connotativo del cachorro, evidente muestra de la apariencia fraudulenta del padre. Pese a todo, la engañará para hacerle creer que puede alojarse con él y su pareja. Y ella lo creerá. Y habrá de vivir la amarga experiencia de no ser bien recibida. Y así, viajaremos en una espiral de maltrato psicológico hacia la agresión física.

La intimidad evocada entre Sara y su padre cuando este observa el audífono en su propia mano proyecta una posible fórmula de naturalización de la violencia en la realidad de las mujeres que tienen que vivir con agresores en sus casas. Es la intimidad desigual que ofrece un agresor. Resulta perverso pensar que alguien sepa que ha infringido un dolor con secuelas a largo plazo en el cuerpo de otra persona y, aun así, sepa vestir un momento compartido de interés personal y afecto. Y que observe el resultado de su agresión como algo ajeno. Como un objeto extraño. Puede ayudar a percatarnos de las aristas del maltrato; la amalgama de emociones y experiencias de amor y dolor sujetas en las relaciones desiguales, la vinculación entre violencia física y psicológica, y cómo puede llegar a invisibilizarse ante nuestros propios ojos.

Cuáles son los recursos del maltratador para ejercer su poder de padre de forma negativa. Abraza a sus hijos en público, no en privado. Llora para demostrar lo mucho que los ama delante de otras personas. Manipula al menor con estas lágrimas en un chantaje emocional ambivalente y lo mantiene de su lado. Maneja su cuerpo como quiere, como un juguete y contra su voluntad. Hace pequeños favores que no le cuestan nada. Sus hijos son una estrategia de buena conducta, un instrumento para un beneficio. No es que no se dé cuenta de lo que hace, es que no le importa.

Los cuidados diarios del bebé recaen sobre Sara. El padre de su hijo, también joven, cuenta con trabajos esporádicos como la vendimia, y justificadamente o no, está ausente. No quiere continuar una relación sentimental con ella, pero sí ser padre. Apoya a Sara con una parte de los gastos de su hijo y es atento. No lo verbaliza, pero su gestualidad y su comportamiento expresan que no la ama y que tampoco la entiende, ni se percata del enorme esfuerzo que la protagonista realiza cada día. Cuando hablan de las opciones laborales le dice a Sara: “Te has pasado la vida entera en un bar. Hay más cosas”. Como si ella no quisiera progresar. Como si no tuviera ya bastante con el suelo pegajoso de las labores de cuidado, de las que él no se ocupa. O fuera corta de miras. Que no lo es y podemos comprobarlo.

Maternidad. Soledad. Sororidad

Suele ocurrir al ver la película que surjan comentarios e incluso debates en torno al tipo de maternidad de Sara. Juicios sobre si es buena madre o no. Es interesante percatarse de la facilidad con la que fluyen tales juicios sobre personajes femeninos cuando se salen de lo normativo o de las buenas costumbres. Sobre todo, en relación con la fidelidad, la sexualidad y, por supuesto, como en este caso, la maternidad. Y eso que, en buena parte, el film desmenuza las paternidades tóxicas, los recursos de maltrato, los engaños, el chantaje emocional.

En la rueda de prensa del Festival de San Sebastián, un periodista se pregunta sobre la herencia del hijo de Sara. Despliega una retahíla de mala praxis maternal del personaje. Resulta que, en un momento de mucha tensión, la protagonista sube el volumen de la música cuando llora su hijo. Por no hablar de que le corta las uñas con los dientes. O que le chista para que no llore. Incluso, se dirige a él como a un adulto. La directora, Belén Funes, asegura que serán demandas que el hijo de Sara le hará en un futuro.

Sin embargo, podemos observar en Sara una doble maternidad basada en los cuidados. La que dirige hacia su hijo y también la que ofrece a su hermano. A este último lo protege del descuido de su padre, lo consuela, lo baña, le hace sentir que importa, que forma parte de una familia, crea recuerdos memorables. Como madre es carnal, se ducha con su hijo piel con piel, cree que es eficaz cortarle las uñas con los dientes, aunque sea rudimentario resulta efectivo. Lo protege del peligro que piensa constituye la influencia de su abuelo. El resto es pura juventud, madurez obligada. Y, sin embargo, muy responsabilizada, determinada a proteger a los que considera más vulnerables, a proveerles de lo que ella ha carecido. Una madre veinteañera que se ve obligada a sacrificar su libertad personal bajo una precariedad económica y afectiva. La realizadora afirma que al personaje no le han enseñado a amar. Pero más bien parece que lo que no sabe hacer todavía es expresarlo. Sara está desesperada por vencer su soledad y lo intenta conseguir ofreciendo lo que tiene. Quizás radique ahí su motivación por ser madre. El miedo a quedarse sola es una sombra que planea en lo profundo de su psicología de forma verosímil y justificada. Se desprende de la necesidad humana de aceptación e integración en un grupo social. Abocada al cuidado, es presa de un prototipo patriarcal real a causa de su miedo. Su tendón de Aquiles y su motor.

Se trata de una superheroína que, aunque no pueda volar, se embarca en una hazaña kamikaze para escindir los lazos con su padre y asumir la custodia de su hermano. Un acto lúcido y heroico de protección y amor hacia este, hacia su hijo y hacia sí misma. Sin embargo, la joven no ha concienciado por qué es mejor que sea ella quien se responsabilice del menor.

En el juicio, se ve perdida en medio de la solemnidad de la escenografía judicial, la deshumanización de su maquinaria, su desinterés. No sabe decir, quiero proteger a mi hermano porque nuestro padre es un maltratador. O puedo ofrecerle cuidados, estabilidad, amor, mi compromiso. Nadie ha enseñado a Sara a conocer sus valores, no cuenta con estímulos empoderantes. Si hubiera sabido responder a la pregunta qué puede usted ofrecerle a su hermano habría podido hablar bien de ella misma. Pero su padre ya la había vejado y ninguneado de forma sistemática, de manera que se encontraba tocada en su autoestima. Es en ese momento cuando el personaje se hace consciente de su verdadera realidad como adulta. Está sola. Lo que más teme. Un final abierto redondea este momento vital, estilo de cierre de la autora en sus proyectos cinematográficos.

Sin embargo, donde no llega el Estado en su obligación de protección llegan otras mujeres, amigas, vecinas, compañeras de trabajo. Comparte el piso de servicios sociales con otra joven madre con quien mantiene una relación de amistad y cooperación sorora. Pero sin gracejos. Se apoyan y se quieren y se lo expresan cada día con actos, desde la desabrida y cruda realidad. Una constante en todas las obras de Funes hasta el momento es el peinado o acicalado de la protagonista por una amiga. Muestra la socialización del cuidado entre las mujeres como parte de la atmósfera. Una extensión de la maternidad aprendida en la socialización del género dirigida al apoyo entre mujeres. Un tipo de alianza ignorada y disidente del patriarcado.

Conclusión

El filme se revela en clave de lectura social contemporánea y al mismo tiempo universal. Se plasma con la búsqueda de una descarnada realidad y naturalismo. Así, la realizadora planifica un lenguaje visual muy estilizado, expresivo, basado en constantes planos traseros junto a planos secuencia que siguen día a día, minuto a minuto los pasos de Sara. La persecución de lo que el personaje toca y lo que mira nos convierte en testigos silentes de una verdad incuestionable. Nos implica y aboca a una identificación con la protagonista. Muy en línea con el estilo de la filmografía de los hermanos Dardenne, vinculados al documental en sus inicios. En especial, cuenta con semejanzas a El niño de la bicicleta y a Rosetta, con un padre que no quiere serlo y la búsqueda de la normalidad como referente deseable, respectivamente. La edición revela la necesidad de un montaje narrativo, lineal, de evocación de la vida misma. Se pretende que no nos perdamos ningún detalle, que nos traslademos al centro mismo de la acción interior y exterior de los personajes.

“Tanto Ken Loach como los hermanos Dardenne, me parecen dos buenos ejemplos para explicar mi visión estética de la película: sin adornos, sin concesiones, clara, transparente y concentrada en los personajes: en sus rostros”, ha dicho Belén Funes.

Acorde con todo ello, el tono de la interpretación de Greta Fernández respira orgánica, plurisignificativa, verdadera. El carácter de su mirada, llena de vulnerabilidad y honestidad, desarma. Es de señalar que toda la vida interior del personaje, todos sus subtextos, sus razones ocultas se expresan con silencios. Y estos silencios están también inmersos en el resto de protagonistas. Pero se materializan simbólica y visualmente con los varones, en concreto mientras comen juntos. Mastican lo que no se dicen, metáfora montada en un plano contraplano, como un diálogo de enorme tensión justo antes de decirle a su padre que se aleje. Y en la cena junto a su pareja, donde también mastican todo a aquello que aún no pueden verbalizar, pero que Sara sí llegará a pronunciar más adelante. Ella será la que diga todo lo que se pueda decir para lograr tomar las decisiones que proporcionen mayor dignidad a su universo, a sí misma y a los que dependen de ella.

 


Otra crítica de Lamujerdeverde.

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