Mi relación con la comida es mi relación con el mundo

Mi relación con la comida es mi relación con el mundo

De cómo el control familiar restrictivo sobre mis hábitos alimentarios "por mi bien" abonó el terreno para el secreto, la obsesión, la dieta, el dolor, la culpa... y el trastorno de conducta alimentaria

Foto de las integrantes de Nadie hablará de nosotras para el capítulo del podcast 'Restricción, placer y atracón"

23/10/2024

Tener el espacio para intentar teorizar sobre todas las violencias y las experiencias que he vivido y vivo por ser gorda, es algo que solo me permite un proyecto como “Nadie hablará de nosotras”.

Este proyecto atraviesa obligatoriamente cada mes todo lo que me pasa por el cuerpo cuando hablo de un tema, aunque en principio me parezca que eso no tiene nada que ver conmigo.

En este texto que os traigo a continuación acabé yo, un domingo cualquiera, intentando teorizar sobre la alimentación, la cultura del esfuerzo, las dietas y la meritocracia.

Sin darme cuenta, mi cabeza pasaba de estar pensando en cómo nos afecta entender el cuerpo como una máquina, o qué opciones tenemos frente a un sistema que no nos deja tiempo ni energía para relacionarnos con la comida más allá de lo puramente funcional, a viajar a mi infancia y mi adolescencia, a cumpleaños, navidades o comidas familiares eternas.

Los trastornos de conducta alimentaria son, entre otras cosas, consecuencias directas de un sistema que te dice que estás mal, y te ofrece una solución fácil: dejar de comer.

Porque todo eso sobre lo que estaba teorizando, la maldad de la industria, la publicidad, la falsa preocupación médica por nuestros cuerpos… ese domingo aterrizaba en el mío de un modo muy concreto: en mi trastorno de conducta alimentaria.

Los trastornos de conducta alimentaria son, entre otras cosas, consecuencias directas de un sistema que nos culpabiliza por no existir dentro de los cánones que ha decidido que son los correctos.

El sistema te dice que estás mal, y te ofrece una solución fácil: dejar de comer.

Aquí os dejo una de las millones y millones de posibles repercusiones que ese mandato tiene en las personas.

Ojalá os ayude a conectar con las consecuencias que tuvo o aún tiene en vosotres.

***

Mi familia, igual que la de muches otres niñes, ha intentado de todas las formas posibles enseñarme a ser feliz.

Ese era su objetivo, o al menos ese pensaban que era.

En mi caso concreto, el modo que pensaron que conseguía acercarme a la felicidad fue inspeccionar, señalar, corregirme o reforzar absolutamente todas las acciones que llevaba a cabo. De esta forma, pensaban, “aprenderá cómo comportarse para conseguir todo lo que desee”.

En relación con la comida, desde que tengo recuerdo, cuando me sentaba a la mesa, todas las miradas estaban puestas en mí.

“No comas tan rápido”
“¿Vas a coger más pan?”
“No puedes repetir, es imposible que tengas más hambre”
“Siéntate recta, no vas a digerir bien”
“No bebas agua tan deprisa”
“Eso no te viene bien, tiene mucha grasa”

Mi familia observaba minuciosamente cómo, cuándo y qué consumía para enseñarme cómo comerlo y controlarlo, mientras yo, poco a poco, iba uniendo y procesando lo que me decían con lo que yo sentía.

Y de forma inconsciente, se instauró en mí un pensamiento que empezó a regular mi comportamiento con la comida: “Si yo dejo de comer en la mesa aunque tenga hambre, no me van a decir nada”, pensaba. “Solo tienes que hacer lo que te dicen”.

El problema es que yo seguía teniendo hambre.

Y lo que empezó siendo “algo que picar” para calmar el hambre, se convirtió en mi momento favorito del día. Estos festines se fueron convirtiendo en una obsesión, y la obsesión en cárcel

Así que mi minúsculo cerebrito en formación elaboró un plan perfecto.

“Haz lo que te dicen, y cuando se hayan levantado de la mesa y hayan vuelto a hacer cada uno sus cosas, ve a la nevera y come algo. Así te dejan tranquila, y tú dejas de tener hambre”

Y eso hice.

Dejaba que en la mesa sus ideas y consejos me empaparan… Dejaba de coger pan… Dejaba de comer grasa… Comía las cantidades que decidían… Y mientras tanto en mi cabeza iba pensando qué iba a comer después…

Cogeré un poco de queso… Un poco de jamón… Un poco de mayonesa…

Eso pensaba mientras me comía los filetes a la plancha que mi madre había preparado.

Y al parecer, funcionó. Parecía empezar a sentirme liberada, conseguí que mi estómago dejara de rugir y yo descansaba tranquila.

Y en la búsqueda de esos momentos de tranquilidad, cada vez elaboraba planes más estratégicos y complicados.

“Hoy mamá llega más tarde porque tiene médico. Cuando llegues del colegio, come algo rápido y así a la hora de la cena ya no tienes hambre.”

“Mientras mamá baja a hacer la compra, hazte un bocadillo y escóndelo en tu habitación.”

“Consigue un euro, compras un sándwich, y lo escondes en la mochila.”

Y lo que empezó siendo “algo que picar” para calmar el hambre, se convirtió en mi momento favorito del día. Como una auténtica estratega de los tiempos, el espacio y las cantidades, montaba auténticos festines en no más de quince minutos. Sacaba todo lo que me gustaba de la nevera y engullía sin saborear todo lo que me apetecía.

Poco a poco, estos festines se fueron convirtiendo en una obsesión.

Empezaron a hacérmelo saber. Siempre con el mantra del cuidado, se me intentaba hacer entender que eso no era bueno para mí. A veces gritando, riéndose o incluso llorando.

Estaba obsesionada con encontrar ese momento perfecto en el que me quedaba a solas con la comida y me sentía tranquila, sin que nadie me juzgara.

Y como todas las obsesiones, poco a poco se transformó en una cárcel.

Ya no era capaz de dormir si no había hecho mi ritual.

No me concentraba haciendo los deberes.

Ni siquiera podía jugar a videojuegos, con mi perro o ver la televisión sin que una parte de mi pensamiento estuviera centrado en imaginar todos los posibles encuentros que podía tener ese día con la comida.

Y cuando por fin lo conseguía, respiraba durante un rato, tranquila y feliz.

Evidentemente, según fui creciendo, poco a poco empezaron a sospechar.

A veces, sin querer, dejaba rastros de pan en la encimera… Otras, aparecía una (o varias) envolturas sospechosas en la basura… Y otras el tamaño del queso se había reducido notablemente.

Así que empezaron a hacérmelo saber.

Siempre con el mantra del cuidado, se me intentaba hacer entender que eso no era bueno para mí.

A veces, la persona de referencia que me lo decía, lo hacía gritando, otras riéndose, otras incluso llorando. Pero siempre había algo que se repetía en el discurso, viniese de donde viniese: la preocupación.

Mi familia realmente estaba preocupada por mí, no querían que yo estuviera mal.

No entendían qué pasaba. Si ellos habían hecho todo lo que estaba en su mano para cuidarme justo de eso.

A partir de ahí todo está mezclado. Las dietas, los reproches, el dolor. No ser capaz de entender nada.

Lo que empezó como un cuidado hacia mi cuerpo, se convirtió en una nube negra en la que ninguna sabíamos colocarnos.

Solo tengo una cosa clara, y es que sé que la culpa se instauró en mí.

Y estoy segura que esa culpa también lo hizo en ellas.

Al final, lo de siempre. No eres suficiente. Lo deberías haber hecho mejor.

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