¿Quién coño [sic] quiere ser una chica?

¿Quién coño [sic] quiere ser una chica?

Siento nostalgia de los tiempos adolescentes en los que la categoría política de mujer se sentía tan mía como mi propio nombre. Ahora siento que la llevo a rastras. Dicen mujer y no me hablan a mí.

Ilustración de pressureUA (iStock).

19/06/2024

Hace tiempo que llevo dentro una reflexión pequeñita. Me genera en las manos un ligero temblor y en la voz un torbellino. Hace de mi cuerpo un lugar incómodo de ver algunos días e incómodo de ser percibido otros tantos. Sabía que esta incomodidad no la tendría que vivir en soledad, como en su día viví la de mi cuerpo bollero. No sabía, sin embargo, que encontraría tantos espejos hasta que me atreví a compartirla con alguien. Luego, con alguien más, y con alguien más… No me creo tan capaz en el oficio como para resolver en este artículo nada, pero la posibilidad de señalarlo lleva tiempo soplándome en la nuca.

No sé todavía si esto pone palabras a un fenómeno silencioso o si simplemente resumirá las sensaciones de l*s bolleras de mis círculos más íntimos. Digo bollera porque no son solo mis amigas lesbianas y porque no son todas mis amigas lesbianas: lo he visto en aquellas que nos deshacemos (más bien, intentamos deshacer) de las capas de heteronormatividad que van más allá de la vida en pareja y de las personas que se meten bajo nuestras sábanas. Digo bollera porque hablo de una identidad política y recubierta de pluma.

Esta es mi teoría como obsesa de las palabras de por qué, cada vez más, las bolleras nos alejamos (al menos, emocionalmente), del término mujer: en un intento de no dejarnos fuera, se ha repetido tanto que el feminismo también es nuestro que hemos olvidado asegurarnos de que era cierto. Dice Elisa Coll sobre la violencia intragénero que existe un silencio que parte de la necesidad primaria de defender con uñas y dientes un colectivo ya estigmatizado. Creo que nos ha pasado lo mismo: en quitarle la razón al adversario nos hemos olvidado de buscarla. Hemos querido dejar tan claro lo que debería ser diciendo que lo era, que no lo es. Las palabras tienen consecuencias de magnitudes inimaginables.

Gonza es el nombre que empleo en todas las redes sociales, con el que firmo todos mis artículos y con el que me presento en el mundo. La breve reacción de una persona tras escuchar mi nombre me permite descubrir de manera rápida mi situación en su mapa mental y cómo de genuina será la parte de mí que presente. Robo a Andrea Momoitio su definición de sí misma “Lesbiana y feminista, en ese orden” y matizo: lesbiana y feminista, en ese orden. Y mujer… Mira, ya luego, si eso…

“Cuando la palabra mujer se gritaba a los cuatro vientos no estaba hablando de nosotres (incluso cuando se pretendía hacerlo)”

En los últimos tiempos han surgido en redes tendencias virales como “solo soy una chica”; girl math, girl dinner; trad wifes… y una sarta de feminidad ultraconservadora que nos hace pensar a algunes, de manera inevitable, que quizás, durante todo este tiempo, cuando la palabra mujer se gritaba a los cuatro vientos no estaba hablando de nosotres (incluso cuando se pretendía hacerlo). Nos manteníamos, me sirvo de Irantzu Varela, clandestinas del término. ¿Quién coño [sic] quiere ser solo una chica? ¿Quién quiere SIQUIERA ser una chica?

El género no va a dejar de existir como constructo social porque yo (y tantes) tenga una pataleta. Debemos, eso sí, saber a qué nos estamos refiriendo cuando lo mentamos porque de eso depende su relevancia política. Esto lo explicó mejor que yo Esa Díaz León en una entrevista para esta misma casa. La parte que me interesa: ¿qué está diciendo el más hegemónico de los feminismos cuando dice mujer?

Al poner el consentimiento (y no el deseo) en el centro: ¿ven la dificultad de quiénes performamos durante un tiempo la heterosexualidad obligatoria para distinguir la línea entre el consentimiento y esa performance? Cuando hablan de violencia sexual: ¿tienen en cuenta los diferentes procesos psicológicos y las diferentes formas en que la sufrimos las bolleras? ¿Ven el cuestionamiento eterno, la duda interminable de qué nos ha llevado a vivir la vida que vivimos, la lucha por construir nuestra sexualidad a pesar del trauma y no a partir de él? Cuando hablan de aceptación masculina y de validación mediante el sexo: ¿hablamos de por qué las bolleras la buscamos también y qué consecuencias o peligros puede entrañar para nosotras? Cuando se habla de la deficiente educación sexual, de los peligros del aprendizaje temprano basado en el porno más tradicional: ¿dónde estamos las que aprendimos a prueba y error, las que “perdimos la virginidad” sin estar siquiera seguras de estarla perdiendo? No estamos. Tomo el concepto de Bárbara Ramajo (El fantasma lesbiano. Bellatera Ediciones, 2023): nuestra representación es espectral, somos un fantasma que aparece y desaparece sin consolidarse, sin solidificar una identidad propia y reconocible, ni siquiera entre nuestras propias ¿hermanas?

Comparto con cada mujer un millón de experiencias y no se me ocurre ninguna que no nos hayan impuesto desde fuera. Muy pocas, que no sean desagradables. Nos las ha lanzado, nos las lanza, el mundo encima por la manera en que nos lee Él. Las experiencias queer compartidas tienen más que ver con cómo nos leemos a nosotres mismes. Lo común es visceral, corre por las venas, nos hace el mismo nudo en la garganta con distinta cuerda… Viene por dentro. Un puñado de cofrades lleva a cuestas la figura invisible de la incomodidad que nos habita, la procesión de la santa extravagancia, siempre por dentro.

Siento nostalgia de los tiempos adolescentes, de descubrimiento del feminismo y la pérdida del miedo a la palabra lesbiana… Esos tiempos en los que la categoría política de mujer se sentía tan mía como mi propio nombre, en los que reivindicaba esa identidad y sentía orgullo de llevarla encima. Ahora siento que la llevo a rastras. Como cuando dicen el nombre de mi hermana gemela y, por instinto aprendido, me giro pensando que alguien quiere decirme algo. Pero dicen mujer y no me hablan a mí. No me hablan a mí.

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