Zoofilia: ¿el último tabú sexual?
Un enfoque antiespecista y una reflexión sobre el sexo entre especies.
Este reportaje fue publicado en el número 9 de #PikaraEnPapel, lo puedes encontrar en nuestra tienda online.
El sexo con animales de otras especies es un tabú. Históricamente, este tabú aparece asociado con otras prácticas sexuales como la homosexualidad, el fetichismo y otras actividades no reproductivas. Sin embargo, mientras la mayoría de estas prácticas son cada vez más aceptadas, la zoofilia sigue siendo ampliamente rechazada. Ello se explica, para algunas personas, por la tendencia humana a distanciarse de los demás animales en todos los ámbitos de su actividad, incluido en el ámbito sexual. Por ejemplo, ciertos autores han defendido que todos los seres humanos y solo ellos poseen una dignidad inherente que les hace superiores, por lo que relacionarse sexualmente con seres con un estatus inferior socavaría la dignidad humana. Sin embargo, esta perspectiva se ha disputado fuertemente y reconocido, como señala la filósofa Marta Nussbaum, que el exclusivismo humano sobre la dignidad “niega un hecho que debería resultar evidente para cualquiera que pensara con claridad sobre esta cuestión, a saber: el hecho de que nuestra dignidad no es sino la dignidad de un cierto tipo de animal”[1] . Esto no significa que el sexo con animales no humanos deba permitirse. Significa simplemente que desarrollar prácticas sexuales con animales no humanos no constituye en sí mismo una ofensa a la dignidad humana como se ha defendido y asumido frecuentemente[2]. ¿Qué hay, entonces, de errado con la zoofilia?
Daño
Las razones invocadas más comúnmente para oponerse a la zoofilia tienen que ver con el potencial daño que presenta para los demás animales. No hace falta entrar en detalles para reconocer que ciertas prácticas sexuales que mantienen algunos seres humanos con animales de otras especies resultan, a menudo, en un enorme sufrimiento físico y psíquico y, en ocasiones, en la muerte del animal en cuestión. En otras palabras, son casos de abuso sexual que, como mínimo, constituyen maltrato animal.
A esto se suman las conexiones que se han evidenciado entre la explotación sexual de mujeres, niñes y animales domesticados. Más allá del conocido papel que juega la amenaza de o la muerte efectiva de un animal de compañía como forma de establecer o mantener el control sobre víctimas de abuso sexual, se ha documentado también el uso sexual de animales no humanos en los propios actos de abuso sexual de mujeres y niñes[3]. Tales prácticas, para ciertas autoras, son sintomáticas de lo que llaman “somatofobia”, es decir, la hostilidad hacia los cuerpos despreciados y desprovistos de derechos, como lo son los cuerpos de mujeres, niñes y demás animales en la cultura patriarcal[4]. Así, ya sea por su efecto directo en los animales, o indirectamente, en los cuerpos humanos vulnerables, debemos rechazar categóricamente cualquier práctica sexual dañina con otros animales.
Ahora bien, hay que reconocer que el daño no se tiene por qué producir en todas las prácticas zoofílicas concebibles y, de hecho, realizadas, con animales no humanos. Así, es importante clarificar a qué nos referimos exactamente con “zoofilia” y distinguir cómo se manifiesta en prácticas sexuales muy diferentes entre sí. La zoofilia consiste, sucintamente, en la atracción sexo-afectiva de un ser humano hacia un animal no humano que supone la experiencia de fantasías sexuales o la búsqueda de un contacto sexual efectivo.
En una categorización central en la literatura científica, basada en estudios de caso[5] se han identificado diez categorías de prácticas zoofílicas, que incluyen el juego de rol zoosexual (disfrute del sexo con un ser humano fingiendo ser un animal no humano), la zoofilia romántica (atracción emocional y romántica por un animal no humano, sin interacción sexual), la fantasía zoofílica (fantasía sobre sexo con animales no humanos, sin llegar a mantener sexo), la zoofilia táctil (interés por tocar partes eróticas de los animales no humanos), la zoofilia fetichista (utilización de partes de animales, especialmente pieles, como fetiche sexual), la bestialidad sádica (obtención de placer sexual a través de actividades con animales, como la tortura), la zoosexualidad oportunista (sexo casual con animales no humanos, si se presenta la oportunidad), la zoosexualidad regular (no disfrute del sexo con seres humanos, sino con los demás animales, pero posibilidad de tenerlo con ambos), la bestialidad homicida (obtención de placer sexual en matar a animales no humanos y subsecuente sexo con su cadáver) y la zoosexualidad exclusiva (sexo exclusivo con animales no humanos).
Como resulta evidente, no todas estas prácticas presentan el mismo riesgo de daño para los animales no humanos y, por lo tanto, no todas pueden ser rechazadas, desde este enfoque, en la misma medida. Mientras la bestialidad sádica y homicida constituyen un claro atentado contra la integridad física y psicológica de los animales no humanos en cuestión, ello no es cierto del juego de rol zoosexual, la zoofilia romántica, la fantasía zoofílica o, incluso, la zoofilia táctil. Por otra parte, mientras la zoofilia fetichista siempre presentaría un daño para los animales en cuestión, ya que presupondría la extracción de una parte de su cuerpo y, casi siempre, su muerte, el daño de las prácticas zoofílicas oportunistas, regulares y exclusivas dependerá de los actos sexuales específicos que se lleven a cabo y el riesgo oscilará, según los casos, entre alto y nulo. Por tanto, la oposición a la zoofilia basada en el potencial daño causado a los animales solo nos permite rechazar una parte de las prácticas zoofílicas, y posiblemente no la mayoría de ellas.
Consentimiento
A pesar de lo anterior, se defiende, con frecuencia, que la mayoría de las prácticas zoofílicas están claramente injustificadas por razones distintas al potencial daño infligido. La noción clave para abordar la discusión sobre la zoofilia, se diría, no es el daño, sino el consentimiento (o la falta de él). El argumento normalmente procede por analogía con la pedofilia, o, para ser más exactes, con la pederastia. Del mismo modo que pensamos que hay algo gravemente errado con la pederastia, incluso en aquellos casos concebibles que no implicarían un daño físico o psicológico a les niñes, lo mismo deberíamos pensar respecto de la zoofilia, dado que la imposibilidad de consentimiento por parte de niñes y animales no humanos es similar. Por tanto, en ausencia de consentimiento, todo acto sexual con animales no humanos es, en un sentido fundamental, abuso.
Sin embargo, alguien podría decir que muchos animales no humanos, a pesar de no poder dar consentimiento verbal explícito, consienten de otras maneras, incluyendo los casos obvios de animales que buscan explícitamente iniciar una actividad sexual con un ser humano (el típico perro o gato persiguiendo la pierna humana más cercana). Por tanto, dirían, la ausencia de consentimiento verbal explícito no equivale necesariamente a abuso. Contra esto se podría responder que, dado que no hay un entendimiento genuino sobre lo que supone el sexo con un ser humano, el aparente consentimiento de un animal no humano, incluso cuando es explícito, es necesariamente deficiente, igual que ocurre, de hecho, en el caso de les niñes humanes. Ello los posiciona en una situación cognitiva desventajosa y, por ende, vulnerable al abuso de poder.
Los animales no humanos son especialmente vulnerables ya que no hay ningún mecanismo mediante el cual puedan llegar a adquirir conocimiento sobre la cuestión sexual en el futuro y, por lo tanto, no tienen la posibilidad de quejarse sobre ningún aspecto de su actividad sexual presente o pasada con seres humanos, identificando aquellos actos sexuales a los que eventualmente no hayan consentido. Además, la interacción sexual entre seres humanos es un proceso continuo de aprendizaje personal y social, mediante el cual los errores personales y los errores de los demás funcionan como reguladores de nuestra conducta, configurando progresivamente la narrativa sobre cómo debemos relacionarnos sexualmente entre nosotres de manera cuidadosa y respetuosa. La imposibilidad de feedback, por decirlo de alguna manera, por parte de los animales no humanos hace muy probable que el sexo entre especies, al ser desregulado, sea negligente e irresponsable, razón suficiente para defender su prohibición[6].
Rechazar la zoofilia basándonos en el consentimiento implica, lógicamente, rechazar cualquier forma de explotación animal
Ahora bien, es importante llamar la atención para dos implicaciones implícitas en este análisis. En primer lugar, apelar a la ausencia de consentimiento animal no permite excluir todas las prácticas zoofílicas, en particular, la fantasía zoofílica, la zoofilia romántica y el juego de rol zoosexual, ya que ninguna de ellas supone la interacción sexual efectiva con un animal no humano. Pero, más importante, apelar a la ausencia de consentimiento animal implica rechazar una serie de prácticas con animales no humanos que se llevan igualmente a cabo sin su consentimiento, pero que están socialmente normalizadas. Esto es, las prácticas asociadas con la explotación animal. Parece evidente que, si los animales no humanos no consienten a tener sexo con seres humanos, tampoco consienten a morir y sufrir en sus manos para otros fines. Por tanto, rechazar la zoofilia basándonos en el consentimiento implica, lógicamente, rechazar cualquier forma de explotación animal.
Fantasía
A lo largo de la historia, el sexo entre especies, si bien ha constituido un tabú, ha sido tema recurrente en la producción artística, desde el arte pictórico hasta la ciencia ficción[7]. Recordemos, por ejemplo, uno de los más famosos grabados japoneses (Hokusai, 1814), conocido como El sueño de la esposa del pescador (en japonés, Tako to Ama, que significa simplemente “El pulpo y la buceadora”). En la representación, se observa un pulpo gigante practicando un cunnilingus a una mujer mientras otro pulpo más pequeño la besa en la boca y la envuelve con sus tentáculos. La obra se identifica, a menudo, como el origen de lo que más tarde se ha popularizado en Japón como “porno tentacular”, la representación ficcional, normalmente en formato anime o manga, de seres humanos teniendo sexo con criaturas de otras especies.
La existencia de numerosas representaciones zoofílicas en la ficción en todo el mundo y a lo largo de la historia sugiere que la dimensión de la fantasía zoofílica es mucho mayor de lo que podríamos pensar en un principio. Incluso tiene sentido inferir de esto que el juego de rol zoosexual estará mucho más presente en las prácticas sexuales entre humanos de lo que normalmente se asume. Evidencia de esto último es la multiplicidad de equipamiento erótico para adultos modelado a la imagen de animales disponible, desde el típico disfraz (“costume”) de felino, hasta los plugs de pony o los dildos con forma de perro.
¿Es esta práctica una objetificación con consecuencias negativas para la forma como tratamos a los demás animales en el mundo real?
¿Hay algo de errado con esto? Es decir, ¿hay algo de errado con una práctica sexual que, aunque evoca sexo con animales no humanos no supone una real interacción con sus cuerpos y, por tanto, no supone cualquier daño o violación de su consentimiento? En sociedades tremendamente especistas como las actuales, ¿se traducirá esta práctica siempre en una objetificación con consecuencias negativas para la forma como tratamos a los demás animales en el mundo real o, al contrario, nos permitirá reconocernos como animales iguales, dinamitando, quizás, la última frontera de la supuesta superioridad humana?
Creo que sea cual sea nuestra posición sobre la fantasía zoofílica o los juegos de rol zoosexuales, ello no podrá depender, en última instancia, de algo que sea específico de la zoofilia, sino más bien, de nuestra visión general sobre la compleja relación entre la fantasía y la realidad. Mientras ciertas personas tenderán a pensar que permitir y alimentar una fantasía sexual que resultaría inaceptable si fuera llevada a cabo en el mundo real aumenta las probabilidades de que se convierta en una práctica efectiva, otras pensarán todo lo contrario. Ello, bien porque la expresión libre de una fantasía permite por sí misma explorar y clarificar ciertas necesidades de intimidad, cercanía emocional, poder, control, o de renuncia a estos y, por lo tanto, disminuyendo o incluso anulando su consumación real, bien porque directamente se tratan de esferas distintas del deseo cuyo tránsito de una a otra, aunque posible, no es deseado.
En este punto, la respuesta a esta cuestión ya no es tanto de naturaleza moral, sino empírica. Es decir, dependerá de si es cierto o no que la fantasía sexual tiende a desencadenar la conducta correspondiente en los individuos. Mientras los estudios no sean concluyentes, sin ignorar los aspectos problemáticos y, a menudo, inconscientes, de la construcción del deseo sexual, quizás podamos aceptar que “[l]a fantasía es un ámbito en el que [probablemente] podamos abrazar placeres que podemos tener muy buenas razones [como hemos visto] para negarnos en la vida real”[8].