No pidas perdón por tener pelos
Las mujeres no podíamos tener pelos en las piernas, las axilas, la cara y mucho menos la vulva. Ni siquiera las cejas o las pestañas, que son pelos con funciones biológicas clave, podían ser naturales en las mujeres.
Algo tiene que morir. Lo sé desde hace ocho meses, al menos. Lo intuyo desde hace más. El tiempo y el dolor se han trenzado desde que la memoria existe. Ahora vivo en un lugar que tiene una chimenea diminuta. Quemar toda rama, tronco, palo, hoja, recibo de supermercado o rollo pelado de papel higiénico ha sido una forma empírica de regenerarme y también una muestra básica, pero contundente, de los principios de la combustión en entornos controlados y estrechos. Calculo que las cavernas de mi inconsciente se desbordaron hace rato y rompieron la barrera que las estrechaba. Hay impulsos y deseos que han luchado por salir y han trepado por esa trenza de recuerdos y angustias acumuladas con los años. Esa pulsión un poco díscola es la que ha avivado el fuego. Cumplí treinta y siete y recién entiendo que el oxígeno solo no es suficiente. Hace falta algo que lo atice. Algo que se sacrifique y deje devorar por el fuego porque una cosa es el calor y otra la llama. El calor solo no basta, ahúma y aburre. Aunque, para ser justa, la llama sola no puede, no sobrevive, y por eso me emociona el poder contenido en una gota de parafina. En estos días (meses o años, da lo mismo) en que he buscado descifrar la naturaleza de mi propio fuego y comprender las diferencias entre encenderme, calentarme o ahumarme, miro de frente la pulsión que me atiza: el sexo.
Mi educación sentimental forjó un carácter tremendamente masculino. Me entrenaron para salir a cazar, para agarrar el hombresolo y el teflón y reparar la fuga de agua de la manguera de la lavadora, para ser recursiva, independiente, autosuficiente y empoderada (en mi infancia esa palabra no se decía). Mi vulva creció sabiendo que era dueña de sí misma y no el trofeo de nadie. Ni la moneda de cambio obligada a entregar para obtener nada. Ni el santo grial que se profanaría y oxidaría al menor contacto con un pene erecto. El útero guarda el calor del cuerpo. Cuando el útero se enfría, duele. Físicamente se contrae y es verdad que esos calambres duelen como un hijueputa. Más vale atesorar y proteger esa brasa porque la intemperie es helada y voraz, sin embargo, aun con la temperatura interna alta, sin combustible no hay llama. Un rico pene muy erecto es como una antorcha. Y hay muchos. Abundan. Las vulvas calienticas que quieren o necesitan encenderse un rato pueden gozar y escoger, la oferta es amplia. Pero hay otra instancia más compleja, que va más allá de consumir y agotar opciones de penes disponibles en vitrina y es: la parafina no está en los genitales. El calor de una vulva y la llamarada de una verga erecta necesitan al menos de una gota de parafina que prenda la chispa. Sin ese chispazo nada sucede. En la ignición de las pasiones humanas, supongo, la chispa es la seducción. He conocido hombres guapos y a lo mejor sus miembros erectos serían ricos, pero sin magnetismo no dan ganas de saltar encima —o permitir que te salten a vos— a presionarse contra el otro, besarlo, chuparlo y untarse la nariz, los dedos y la lengua del cuerpo ajeno.
A las mujeres de mi generación nos quedó clarísimo que el artefacto seductor por excelencia era el aspecto físico. No bastaba con ser mujer. No alcanzaba la intuición, ni la capacidad de pensar y hacer muchas cosas al mismo tiempo, ni el sentido de balance entre la fuerza y la suavidad, el cuidado y el empuje, sino que había que tener, sin importar el precio, el cuerpo “perfecto” de la sterotypical Barbie, de moda por estos días. En esa carrera, muchas mujeres aprendimos a ser unas completas insatisfechas. A punta de comparaciones, maltratos autoinfligidos —nadie nunca dijo que depilarse con cera caliente fuera placentero— y mucha frustración, no solo porque fueran estándares inalcanzables especialmente para el fenotipo latinoamericano promedio, sino porque el jardín de la vecina siempre es más verde. Se nos inoculó la idea de que no seríamos atractivas jamás a menos que fuésemos sexis. Y el sexapil estaba intrínsecamente ligado a los huesos visibles de la clavícula y de las rodillas, a la cintura de avispa, como le llamaban en los noventa, y a la piel tersa, sin manchas, celulitis ni pelos. Las mujeres no podíamos tener pelos en las piernas, las axilas, la cara y mucho menos la vulva. Ni siquiera las cejas o las pestañas, que son pelos con funciones biológicas clave, podían ser naturales en las mujeres. Hubo una época en la que soportamos con estoicismo la picazón y el ardor de unos químicos que nos untábamos para decolorar los pelos de los brazos y del estómago. En esa época y en mi ciudad, en todo caso, los pelos rubios eran mejor vistos que los pelos negros y si para eso había que soportar que el sol rechinara la oxigenta y el blondon y causaran todo tipo de reacciones cutáneas, las soportábamos. La autoestima, la belleza y la seducción eran una sola cosa. Ningún hombre te iba a mirar si te salías de ese molde, por opresor que fuera. Puede que a los hombres les haya pasado algo similar con el dinero. Su valía como personas estaba intrínsecamente ligada a la billetera. Un hombre con paciencia y con plata podía penetrar casi cualquier vulva que quisiera. A más billetes, más aspiracional y estereotípica la Barbie, y viceversa. El asunto es que mi curiosidad sexual nunca fue libre. No fue una exploración genuina y hormonal, como sí lo son los cambios en el organismo. Hubo momentos en los que, por ejemplo, me negué a todo tipo de caricia porque tenía cinco granos en la espalda, o rechacé varias invitaciones a cenar con chicos que me gustaban porque usaba braquets y me daba terror quedar con un pedazo de queso o de cilantro entre los dientes. Además, ¿cómo iba a ser sexi un beso con aliento a empanada? La vergüenza y la autocensura anticipadas arruinaron todo atisbo de placer físico auténtico. Sin que nadie me advirtiera, comencé a captar que las mujeres éramos el objeto de deseo, más no el deseo en sí mismo. Me ha tomado años revertir y relajar ese proceso para permitirme ser y sentir como una mujer de carne y hueso. Lo llamativo es que la deconstrucción es pendular, quiero decir que oscila, que va y viene. Hace poco me encontré con un chico que conocí en la universidad hace por lo menos quince años. Hemos salido un par de veces. Siempre con mucho tiempo entre una salida y otra. Nunca hubo besos, ni nada, si bien él me parece seductor. Puede ser que ninguno se haya animado a avanzar, hasta ahora. Esa noche, cuando abrí la puerta me gustó lo que vi. Ya me había mentalizado a no gustarle y más bien repetir la dinámica de sostener cierta coquetería de lejos y ya, pues mi cabeza estaba recién rapada y a las mujeres estereotípicamente sexis, así como se les prohíbe el pelo en el resto del cuerpo, se les exige —o les va mejor— si exhiben una gran melena. En línea con ese objetivo de priorizar la naturalidad, y convencida de que esa noche tampoco pasaría nada, no me depilé la vulva. Hace algunos años renuncié a la cera. Cuando voy a usar vestido de baño, o cuando quiero, me aplico crema o paso las cuchillas para podar el bosque, pero dejé de someterme a ese régimen anticapilar porque sí. En contra de los pronósticos, y un par de vinos más tarde, el chico me sedujo más que las veces anteriores y cuando menos pensé estábamos ensartados en un nudo de besos, brazos, lengüetazos y jadeos apretados y sudorosos. Creo que mi embriaguez era mayor que la suya. Al fin y al cabo el capítulo más reciente de mi historia incluía un divorcio y dos mudanzas. Estaba un poco aturdida y descolocada. La carne es débil, dice un evangelio bíblico. No estoy segura si fue mi debilidad carnal, o el ímpetu sexual de ese chico, o ambas cosas, el caso es que en medio del vértigo que te arrastra cuando una calentura se convierte en llamarada, y a pesar de las ganas que sentí por ese pene delicioso, recordé que estaba peluda y hasta ahí llegó el placer. Fue como un botón de apagado. De pronto sentí ganas de orinar, lo cual fue peor porque no solo tuve que lidiar con mi propio juicio descalificador, antisexi, espantoso y réprobo de tener muchos pelos en la vulva, cosa que, por lo demás, al chico no pareció importarle —o si le importó no se notó—, sino con la urgencia de la vejiga que comenzó a doler porque mis músculos pélvicos estaban muy contraídos, deshabituados desde hace meses a cualquier tipo de penetración y debido a las bandhas o llaves energéticas que se usan al practicar yoga. Mejor dicho: en cuanto fui consciente de que mi peinado y mi vulva iban exactamente en contravía de la mujer estereotípica, me expulsé de una situación que hasta el momento era auténticamente placentera, no solo para mí, quiero creer, porque ese chico de verdad estaba duro, aumentado y magnífico. Casi no consigo orinar. Diez o quince minutos más tarde salí del baño y él ya se había vestido. No sé qué le pasó, ni cómo se sentía. Tampoco le pregunté. Ya era de madrugada y nos quedamos dormidos. Un rato después él se fue y yo pensaba en una sola cosa: qué horror, mis pelos de la vulva. Ni siquiera: qué horror, el dolor de la vejiga. O: qué rica noche. No. Toda mi inquietud se resumía en los pelos.
Pedro Mairal me contó una vez que le había impactado mucho el relato de una mujer acerca de su secuestro. Al comienzo del cautiverio los obligaron a desvestirse y a ella no le preocupó la inminente violación, ni la piel expuesta en plena selva, lista para contraer leishmaniasis, ni las eventuales ampollas que le reventarían los pies por andar descalza durante horas. A ella solo le preocupó una cosa que Pedro repitió en primera persona: “No estoy depilada”. Él no podía creerlo y yo tampoco. En ningún caso las mujeres tendríamos que pedir perdón por tener pelos, mucho menos en esas circunstancias. Ya sabemos que la deconstrucción es pendular y que, para que nos quieran —o para que no nos maten, en el caso de esa señora—, “nos va mejor” si somos estereotípicamente sexis. Parámetros jodidamente difíciles de desmontar, por más empoderadas y naturales que seamos. Lo creo ahora.