Una industria construida sobre hombros femeninos
Un 80 por ciento de las trabajadoras de los talleres textiles son mujeres que sufren numerosas violencias, desde salarios de miseria a acoso sexual.
Beauty, Rupaly, Asma o Rubina. Cuando se mira la lista de víctimas del derrumbe del Rana Plaza, un edificio de Bangladés que colapsó en abril de 2013, sepultando bajo sus escombros a 1134 trabajadoras de varios talleres textiles, casi todos los nombres son de mujer. Algunas no sobrevivieron para contarlo, otras sufren las secuelas de por vida.
La industria de la moda tiene nombre de mujer, no porque su consumo se asocie mayoritariamente a la población femenina, sino porque las manos que la hacen posible son casi siempre de mujeres. Así, el sector emplea a entre 60 y 75 millones de personas en el mundo, de las cuales un 80 por ciento son mujeres, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La mayoría son de la región de Asia-Pacífico, una zona donde los talleres y fábricas se han convertido en un sector indispensable para las mujeres, ya que dan empleo al cinco por ciento de todas la trabajadoras. En algunos países, el porcentaje es mucho mayor. En Camboya una de cada cinco mujeres trabaja en un taller; una de cada siete en Pakistán y Sri Lanka; y una de cada nueve en Bangladés y Myanmar.
“Existe el estereotipo cultural patriarcal que define a la mujer como más flexible o dócil”, explica Eva Kreisler, coordinadora en España de la Campaña Ropa Limpia, una red internacional de oenegés, sindicatos y consumidoras que trabaja para mejorar las condiciones en la industria textil. “Pero no deja de ser debido a los propios roles de género y a las cargas domésticas, reproductivas y de cuidados que tienen que soportar las mujeres, que muchas veces no dejan espacio para que puedan luchar por sus derechos”, continúa.
El sector de la moda emplea a más de 60 millones de personas en el mundo, un 80 por ciento mujeres.
Ese estereotipo es a menudo más marcado en esos países a los que la industria ha llevado su producción. “[Las grandes marcas] lo que son realmente es distribuidoras. No tienen fábricas propias. Lo que hacen con la producción es externalizarla a fábricas que normalmente se encuentran en países bastante desfavorecidos económicamente”, añade Gema Gómez, directora ejecutiva y fundadora de Slow Fashion Next, un colectivo que promueve una industria de la moda más respetuosa con las personas y el medio ambiente.
Este matiz es fundamental, ya que en esos países las condiciones económicas no solo son más precarias, sino que las legislaciones laborales y medioambientales son laxas y a menudo no se fiscalizan, poniendo a las mujeres en situaciones de mayor vulnerabilidad. “La industria textil, debido al sistema de su cadena de suministro, es una de esas industrias que fomenta estructuralmente la violencia y el acoso contra mujeres trabajadoras”, añade un informe de la Campaña Ropa Limpia.
Kreisler y Gómez relatan algunos de los abusos más comunes en las fábricas: salarios de miseria, subcontratación y contratos temporales, una alta presión por trabajar rápido sin apenas descanso —especialmente durante los picos de ventas previas a fechas señaladas como la Navidad— o abusos físicos por parte de los empleadores.
En el caso de los sueldos, no solo las mujeres cobran salarios que apenas les permiten satisfacer sus necesidades básicas, sino que a menudo sus jornales son menores a los de sus colegas hombres. Así, según la OIT, la brecha salarial es especialmente acuciante en Pakistán (donde las mujeres cobran un 48,3 por ciento menos) e India (con un 39,1 por ciento menos). Según los mismos datos, Bangladés es uno de los pocos países en los que las mujeres cobran más por hora que los hombres, debido a que sus jornadas suelen ser menos largas. Sin embargo, otro estudio realizado por las oenegés MFO (Microfinance Opportunities) y SANEM (South Asian Network on Economic Modeling) encontró que las mujeres en este país asiático ganan de media 9.200 takas (92,5 euros) al mes frente a los 10.000 takas (100,5 euros) que ganan los hombres. “Es un modelo de negocio abusivo, cuya gasolina es la venta masiva, y [donde] cuanto menos pago, menos quiero pagar”, asegura Gema Gómez.
A menudo, los jornales de las mujeres no son solo bajos, sino que suelen ser menores que los de sus colegas hombres.
El abuso físico y el acoso sexual también están ampliamente documentados en la mayoría de los países donde la industria está asentada. De nuevo en Bangladés, un estudio sobre la violencia de género en las fábricas encontró que un 76 por ciento de las trabajadoras encuestadas aseguraban que sufrían violencia de género de forma continuada en los talleres. De ellas, tres de cada cuatro eran víctimas de acoso sexual de forma regular. Los abusos más comunes en las fábricas, dice el estudio, son bofetadas (el 80 por ciento lo sufre), palizas (44 por ciento), o patadas (42 por ciento). Un seis por ciento reconocía haber sido víctima de una violación por parte de un superior. La mayoría de los abusos, un 70 por ciento, no son denunciados por temor a las represalias.
Es frecuente también que sean las mujeres las que, además de no acceder ni a puestos de liderazgo ni a tener representación en los sindicatos, suelen tener una mayor temporalidad en los contratos, “para impedir el acceso a los beneficios por maternidad”, según un informe de Human Rights Watch sobre la industria en Camboya. Kreisler y Gómez recuerdan, además, que es habitual que los responsables de los talleres bloqueen las puertas para asegurarse de que las trabajadoras no se marchan hasta terminar con los pedidos pendientes. Ese cierre ha sido una sentencia de muerte para muchas empleadas cuando se han producido incendios u otros accidentes. Uno de los casos más conocidos es el de la fábrica Tazreen, en Bangladés, que se incendió en 2012 mientras las trabajadoras estaban encerradas dentro. Al menos 117 de ellas murieron y otras 200 resultaron heridas. Los informes policiales aseguraron que los equipos de salvamento tuvieron que cortar los candados que mantenían las puertas cerradas.
Explotando a las más débiles
En julio de 2020 un nuevo escándalo tiñó a la industria de la moda. La denuncia llegó de uno de los lugares más remotos y menos accesibles de China: la provincia de Xinjiang, donde viven los uigures, un grupo étnico mayoritariamente musulmán, junto a otras minorías como los kazajos o los musulmanes túrquicos. Situada en el extremo occidental del país, Xinjiang ha sido fuente continua de tensiones entre los deseos independentistas de las minorías y la presión homogeneizadora del Partido Comunista Chino.
Entre los rifirrafes políticos, la industria del algodón comenzó a crecer en la región a partir de 2014 hasta convertirse en uno de los grandes exportadores del mundo: se calcula que un 20 por ciento del algodón cultivado en el planeta y el 85 por ciento del de China procede de esa zona. En 2017 a los productores del algodón les salió un nuevo aliado a la hora de conseguir mano de obra y abaratar costes, los campos de internamiento que la Administración de Pekín estaba abriendo para “reeducar” a los disidentes locales, la mayoría de ellos uigures. En 2019, un académico alemán aseguró que en esos campos había hasta 1,5 millones de personas detenidas, muchas de ellas utilizadas para trabajar de forma forzosa en diversas industrias, incluida la del algodón y la fabricación de telas.
El escándalo traspasó fronteras y apuntó a las grandes marcas de moda cuya cadena de suministro se remontaba hasta Xinjiang, beneficiándose de esa mano de obra esclava, mucha de ella femenina. Entre las marcas señaladas por la coalición de oenegés que realizó la denuncia, se encontraban Inditex, H&M, Puma, Nike, Ikea, Amazon o Adidas. “La fábrica de ropa no era diferente al campo [de internamiento]. Había policías, cámaras, no podías ir a ningún sitio”, aseguró Gulzira Auelkhan, una mujer de la etnia kazaja que había sido sometida a trabajos forzosos, según el comunicado de la coalición.
Inditex, H&M, Puma, Nike, Ikea, Amazon o Adidas son algunas de las marcas señaladas por abastecerse de campos de trabajo en China con personas detenidas trabajando de forma forzosa.
China no es el único país donde sectores vulnerables de la población son explotados por la industria textil. En India, las más afectadas son las mujeres de la casta dalit, también conocidas como‘intocables por su consideración como el escalón más bajo de las sociedades hinduistas. El problema es especialmente acuciante en el Estado de Tamil Nadul, centro de la producción textil del país, donde las jóvenes dalits se ven sometidas a condiciones análogas a la esclavitud por las deudas contraídas. Así, según un informe de las organizaciones holandesas NV Mondiaal y el Comité Indio de los Países Bajos, unas 100.000 niñas y jóvenes, la mayoría dalit, son víctimas de esclavitud moderna para poder pagar su dote, en un sistema conocido como sumangali . Las víctimas suelen vivir en hostales, donde se controlan sus movimientos, y apenas reciben compensación por largas horas de trabajo.
La pandemia también ha puesto a muchas de estas mujeres en una situación de mayor vulnerabilidad al romper las cadenas de suministro y dejar a muchas fábricas sin pedidos. La Campaña Ropa Limpia calcula que las trabajadoras dejaron de percibir entre 2.700 y 4.900 millones de dólares entre marzo y mayo de 2020 debido a la cancelación de pedidos por la Covid-19. Muchas también fueron despedidas. Según un análisis del Worker Rights Consortium (WRC), en 31 fábricas analizadas de nueve países más de 37.000 trabajadoras fueron despedidas. Se les negó además el pago de sus finiquitos por un valor de casi 40 millones de dólares (33,8 millones de euros).
El resultado para muchas de esas trabajadoras ha sido el hambre. Otro estudio de la WRC encontró que desde que comenzó la pandemia al menos un 20 por ciento de las trabajadoras encuestadas había pasado hambre cada día, y un 34 al menos una vez por semana. Un 75 por ciento tuvo que pedir dinero prestado para poder sobrevivir. “Es un colectivo que, por culpa de los salarios tan ínfimos, no tiene colchón de ahorro para poder aguantar una situación tan fuerte como la que hemos vivido”, explica Eva Kreisler. Además, continúa, las fábricas son “un foco de infección muy grave” porque “hay muchísimas personas, muy cercanas unas a otras, con muy mala ventilación”.
Para Gema Gómez, la solución, sin embargo, difícilmente estará en las empresas si no hay una ciudadanía y un marco legal que las obligue, ya que las grandes marcas actúan “de forma reactiva”. “No hay una preocupación real de poner a las personas en el centro. Es un completamente modelo obsoleto del siglo XX cuando todavía no se sabían estas cosas. En el siglo XXI no tiene sentido”, continúa. Y recuerda que ya hay empresas que están adoptando modelos diferentes: “Lo único que puede cambiar las cosas es empezar a regenerar, tanto en lo social como en lo medioambiental”.