Gestión colectiva del malestar para hacer la revolución
Revisar las violencias que ejerzo me llevó a dejar de ser psicóloga y psicoterapeuta. Considero que la revolución vendrá de un trabajo colectivo por acabar con las categorías de organización social actuales.
¿Qué es lo que hace que une se sienta interpelade a responder ante una situación difícil? ¿Qué es lo que se nos activa por dentro para ser capaces de actuar? ¿Cuáles son los bloqueos individuales y colectivos que operan en contra de que podamos hacer algo diferente frente a una situación injusta? ¿A qué tenemos que renunciar para poder actuar de una vez? ¿A favor de qué o quién(es) actuamos cuando miramos hacia otro lado? ¿En qué situaciones está justificado el inmovilismo, si es que en alguna lo está? Preguntas como estas son las que inundan muchas de las conversaciones y reflexiones individuales y colectivas en las que participo desde hace un tiempo.
Es bien cierto que el análisis interseccional me ayuda a poder situarme y contextualizar lo que sucede, a ubicar el privilegio y la opresión y el lugar desde donde se ejerce el poder en tiempo real. Y es desde este mismo análisis, que se actualiza a cada segundo, me voy haciendo cargo de las violencias que yo misma ejerzo, porque para mí no hay otra manera de cambiar la realidad que haciéndome y haciéndonos cargo de lo que sucede.
Tanto es así que por esa misma razón he dejado de ejercer de psicóloga y psicoterapeuta, por entender de verdad que la violencia psiquiátrica existe, que la cultura de la terapia tapona la gestión colectiva del malestar, y que los Servicios de Salud Mental solo dejarán de existir si todes nos negamos a enviar allí a nadie y nos comprometemos con apechugar lo difícil que sucede en el lugar y con las personas que nos toca.
Ha sido a raíz de entender profundamente todo esto y de sentirme interpelada cuando he podido actuar desde lo más micro, desde la acción más pequeña, y con la confianza de que funcione el contagio hacia el resto que es parte de la situación difícil en cuestión, renunciando a activar medidas involuntarias y de control para que nadie acabe ingresade en una planta de psiquiatría. Acciones como, por ejemplo, en ningún caso llamar a la policía o a la ambulancia cuando estoy viviendo una situación emocionalmente muy intensa con alguien, no puedo seguir el ritmo de lo que sucede o no entiendo lo que se está diciendo; renunciar a medidas de control para salir de la situación; escuchar con detenimiento a todas las voces que están presentes y preguntar por lo que se necesita; hablar también de lo que yo necesito para poder estar; y actuar en consecuencia.
No obstante, el análisis interseccional no parece suficiente (para muestra de ello la realidad sanitaria, social, económica y política actual), ya que tanto análisis teórico acarrea un gran riesgo: no hacer nada. Hablar, disertar, conversar, discutir, recitar, dialogar, decir, y no hacer.
Y entre tanta rompedura de cabeza, una de mis amigas me regala el último libro de Paul B. Preciado, Dysphoria Mundi (Anagrama, 2022). Como si de una visita guiada se tratara, Preciado nos pasea por todas las celdas que nos rodean y nos encierran en este capitalismo petrosexoracial (modo de organización, tecnologías y representación que clasifica a los seres vivos en categorías científicas binarias como especie, raza, sexo y sexualidad) en ruinas en el que nos encontramos -sobre todo después de la pandemia- a través del ensayo, la poesía y la autoficción. Nos recuerda la disforia como clave para entender el mundo, y la mutación y la caducidad de las categorías binarias que hasta ahora han organizado la vida: identidades sexuales, raza, especie, fronteras, salud, ciencia, familia, casa, trabajo, dinero, energía y vigilancia del estado, entre otras. Preciado da cuenta de que estamos habitando colectivamente ese punto de inflexión que, con una buena estrategia, puede convertirse en revolución.
Cuando lo comienzo a leer, ¡no doy crédito! En las primeras páginas Preciado nos muestra sus antecedentes clínicos, y seguido comienza a hacer una revisión de la historia y una crítica exageradamente acertada a la psiquiatría, a las categorías diagnósticas y a la patologización de lo trans, que no es más que “un desfase, una brecha, una falla entre dos regímenes epistemológicos”. Me quedo boquiabierta al descubrir que el libro se inicia desde ahí, ya que me hace pensar que Preciado y yo compartimos estrategia. Porque para mí la puerta de entrada a la revolución tiene que ver con dejar de contar con la psiquiatría. Dejar de lado sus códigos, renunciar a ella como mecanismo de control social y construir desde lo colectivo. Y a partir de ahí lo que (nos) vaya sucediendo, que esa es la verdadera revolución, estar juntes sin saber qué es lo siguiente que va a pasar.
Una buena manera de poner en práctica esto que digo, de entrar en materia de revolución y de hacer en vez de hablar, tiene que ver con prestar atención a un concepto que he aprendido leyendo a Preciado: lo supraliminal (opuesto a subliminal), que según su inventor Günther Anders, es el término que designa los fenómenos cuya dimensión o cuantía excede nuestra capacidad de comprensión de tal modo que nos resulta imposible tomar decisiones éticas, sentir dolor o hacernos responsables. Un ejemplo de este tipo de fenómenos es la destrucción de la biodiversidad, que en su inmenso conjunto parece estar fuera de nuestra percepción y sobrepasa nuestra capacidad de acción, pero por suerte, somos capaces de centrarnos en acciones casi celulares para ir respondiendo y frenar la catástrofe, como evitar coger aviones o no comer nada derivado de animales.
En la misma línea, otro ejemplo de lo supraliminal es el empeoramiento de la salud mental de la población, asociado al empobrecimiento y la precarización, la falta de cuidados, la individualización de los estilos de vida y la soledad. Como consecuencia, las personas son enviadas a psiquiátricos, a residencias, a centros de menores, a CIEs, a vivir en la calle, a morir soles. Es cierto que en su conjunto resulta tan enorme que bloquea que respondamos colectivamente y acabemos optando por medidas individualistas como la terapia, en vez de hablar de los malestares, los conflictos y los abusos en los lugares donde suceden y con las personas que están involucradas. Pero si reparamos en esas acciones micro que tenemos posibilidad de realizar, podemos con seguridad iniciarnos en la revolución. Empezando por escuchar y no expulsar el malestar de les que nos rodean, pensar en qué necesitamos cada une para poder seguir estando y escuchando el contenido de los momentos difíciles, o en quién puede venir a simplemente estar cuando une ya no puede más. En redistribuir el dinero con quien no lo tenga, acoger en casa a quien no la tenga, hacer la comida para quien no tenga fuerzas para hacerlo, u ofrecer compañía a quien esté sole. Acción directa, pura y dura.
Y hacerlo todo colectivo, agrupándonos, renunciando a las categorías de organización social que hasta ahora nos definían (como el género, la clase, la raza y la especie) y a las estructuras establecidas (como la familia, la pareja, les amigues, les conocides, la gente del trabajo) para organizarse y ponerse a responder de verdad. Y para responder de verdad hay que hacerle hueco al malestar de manera absolutamente contracultural, porque eso implica que se nos va a agitar la vida y a mover el suelo, y todas esas categorías estancas que antes nos determinaban se van a redefinir.
Creo profundamente que es esta la manera de cambiar las reglas e inventar algo nuevo fuera del mapa que ya conocemos y que ya no nos sirve, y reparar lo destruido a través de relacionarnos de forma diferente, revisando la violencia que ejercemos y responsabilizándonos de ella. Atendamos lo supraliminal y pongámonos a responder, y la revolución vendrá sola.
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