La vergüenza va a cambiar de bando

La vergüenza va a cambiar de bando

Me pregunto qué pasa con la vergüenza, que les oprimides la conocemos tan bien y los opresores parecen ser inmunes a ella. Necesitamos más que sentir orgullo, necesitamos contraatacar avergonzando al que somete.

29/03/2023

Ilustración de Carol Caicedo.

Anoche, mis padres y yo vimos El triángulo de la tristeza, una película de Ruben Östlund que ridiculiza las costumbres de los ricos y provoca niveles insoportables de vergüenza ajena. Mientras disfrutábamos en extremo de su degradación, de mirar con incomodidad su disparate vital, y del sometimiento que terminan experimentando a lo largo de la historia, pensé en qué emociones produciría el largometraje a alguien que sí se identifique con los protagonistas. ¿Sentiría vergüenza? ¿Sería capaz de mirar con orgullo la frivolidad y supremacía de sus iguales?

Me pregunto qué pasa con la vergüenza, que les oprimides la conocemos tan bien y los opresores parecen ser inmunes a ella. El otro día, dos compañeras manchegas me hablaban de cómo habían interiorizado durante toda su vida que su forma de hablar estaba mal, era cateta, incorrecta, y al mudarse a Madrid la habían modificado para ser tomadas en serio. Una me contaba que siente dolor cuando su madre calla las cosas que sabe al venir a visitarla, porque se avergüenza de su forma de hablar entre la gente de la capital. Mi madre también sentía vergüenza al entremezclar el asturiano con el castellano en el cole pijo del Opus donde las niñas de Oviedo no sabían lo que era pesllar la puerta. Mis compañeras del movimiento de vivienda han pasado vergüenza porque el banco les quitó la casa, o por haber okupado lo que estaba vacío. Y yo pasaba vergüenza en el instituto cuando me decían “teta que mano no cubre no es teta sino ubre”. Sentimos vergüenza a través del habla, ya sea por la ruralidad, la clase o por marcadores de racialización; por la pobreza, por la falta de educación formal; se vive la vergüenza en la disidencia de género y de la orientación del deseo; se siente vergüenza hacia el propio cuerpo cuando incumple la norma blanca, cisheteropatriarcal, delgada, capacitista y burguesa.

La vergüenza es la emoción favorita de los regímenes disciplinarios porque lleva al autocontrol. Obliga a representar la decencia que construyen todas las normas sociales, entrelazadas entre sí. En La política cultural de las emociones, Sara Ahmed explica que avergonzarse supone reconocer. Yo me pregunto qué reconocemos cuando nos avergonzamos de nuestra opresión: ¿la ética dominante o la voluntad de dejar de ser oprimides? Ahmed dice que la vergüenza hace que el sujeto esté “contra sí mismo”, porque el malestar se atribuye a algo propio, no viene de fuera. Por eso, la vergüenza supone un compromiso con el ideal que traiciono. El compromiso puede darse como aceptación o, simplemente, por supervivencia. Ahmed explica: “La historia del desarrollo moral está ligada con la reproducción de las normas sociales, en particular, de las normas de conducta sexual. La vergüenza puede funcionar como un factor disuasivo: para evitar la vergüenza, los sujetos deben aceptar el ‘contrato’ de los lazos sociales, buscando aproximarse a un ideal social. La vergüenza también puede experimentarse como el costo afectivo de no seguir los guiones de la existencia normativa”.

¿No es vital, entonces, aprender a utilizar la vergüenza de forma irreverente? Los hombres siempre han podido ser caraduras, cantar sobre todas las mujeres con las que se han acostado, o sobre las copas que se han tomado. Mientras tanto, nosotres, no hemos podido siquiera afirmar que somos felices porque eso es vergonzoso, especialmente si lo somos sin ellos. Que se lo digan ahora a Shakira… Pienso que atender la aparición de la vergüenza es importante porque nos indica la norma de la que debemos deshacernos. Recuperar el orgullo es la estrategia identitaria que han seguido muchos colectivos disidentes hasta ahora. A mí me parece importante que miremos con desprecio aquello que nos hace sentir inferiores. La vergüenza es la base de la dominación y, sorprendentemente, los que ejercen ese dominio la desconocen. Su coste psíquico, moral y social, nos lleva a preferir la decencia antes que la autonomía. La vergüenza nos hace, de nuevo, pensar que la libertad es la seguridad.

Itziar Ziga, en Devenir perra, expone que “puta y esposa son las dos condiciones reservadas para las mujeres en el orden heteropatriarcal” y, por eso, cualquiera de nosotres tendrá que probar que no es una puta si quiere ser respetade. En consecuencia, llama a reapropiarse el término puta. Dice: “En el caso de nuestra manada de perras es, además, algo inevitable. Porque cuando te gusta airear los muslos y ceñirte el cuerpo y reír alto y no callar lo que piensas y emborracharte a cualquier hora y no mantener compostura alguna y mostrar tu calentura y regresar sola a casa bien entrada la noche, eres una puta. Nuestra respuesta de perras es: vale, mi cuerpo es el de una puta, mira cómo gozo, mira cómo me corro, mira cómo restriego mi cuerpo de puta con quien quiero, cuando quiero, donde quiero”.

En El viaje inútil, Camila Sosa Villada cuenta que escribe para poder decir todas las imágenes de su infancia, que en algún momento no podían nombrarse por vergüenza. Dice: “Estaba ahí la necesidad de llenarnos con algo, de no permitirnos el vacío de la pobreza, el silencio de la miseria. Siempre en pos de tener algo, como una súplica al dios de la ambición. Vulgares a más no poder, llenando con chucherías las paredes de nuestros cuartos, con estampitas de santos y de vírgenes, con cortinas de mal gusto que venían a tapar las paredes descascaradas, las manchas de crayones sobre la pintura, los ojos de esas paredes pobres que nos miraban. (…) Esta pelea contra la nada es lo que trato de escribir para que no continúe reproduciéndose. Pienso que la literatura pone en evidencia lo inútil de nuestra lucha, equivocada para siempre de enemigo. (…) Mis bisabuelos, mis abuelos y mis papás pensaron que todo era culpa de la pobreza. Yo estoy segura que no existía enemigo en la pobreza, que el enemigo siempre fue la idea del trabajo y del sacrificio”.

Importa lo que hacen Itziar y Camila, porque saca de lo innombrable lo que la vergüenza quiere tapar. Da un lugar a lo indigno entre las cosas merecedoras de atención, de admiración o, al menos, de existencia. Ese es el truco que quisiera defender una vez más, coger la vergüenza con las manos y devolvérsela al que se aprovecha de las normas que nos hacen agachar cabeza. Por eso cuando gritamos juntes “un desalojo, otra okupación”, me siento un poco más grande, más de carne y hueso. Por eso cuando bailo twerk soy la puta de las tetas de vaca. Habrá que usar la rabia y la inmundicia. Necesitamos más que sentir orgullo, necesitamos contraatacar avergonzando al que somete.

 


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