La arquitectura de la vida entre planos, tecnología y ficción

La arquitectura de la vida entre planos, tecnología y ficción

Un recorrido por algunos dispositivos de control y producción de nuestros cuerpos a través de dos modelos de hogar, la vivienda comunal socialista y la casa individual estadounidense; y de dos propuestas basadas en la tecnología, una ciudad nómada y una cocina industrial soviética.

08/03/2023

Planta de un módulo habitacional en primer plano. Abajo, el skyline de la ciudad nómada, donde se ven los brazos de las grúas que moverían los módulos. | Imágenes adaptadas por Jorge León. | Montaje: Señora Milton.

“La escritura no puede cambiar nada a menos que seas Karl Marx. Escribiendo ficción lo que haces es cambiar lo que la gente pueda imaginar”, dijo la escritora Marge Piercy en una entrevista con la editorial consonni. En su novela, Mujer al borde del tiempo, busca abrir futuros posibles desde el presente y propone una utopía feminista en la que las tecnologías avanzadas no desconectan a las personas de la naturaleza y no dañan el medio ambiente. Entrelaza lo individual y lo colectivo y plantea una pregunta: ¿Qué luchas merecen la pena para lograr el mañana que deseamos? Ficcionar, desde lo ya realizado, puede ser un comienzo para construir la utopía. Y aquí, cuando hablamos de construir lo hacemos en el sentido literal del término: levantar hogares, ciudades, crear espacios.

La socióloga Judy Wajcman habla en su libro El tecnofeminismo (2006) de tecnologías relacionadas con el hogar porque ha sido ese espacio donde el trabajo doméstico y comunitario no remunerado, asociado a las mujeres, se ha desarrollado históricamente. Explica que esta ha sido la labor de la que se ha querido liberar la “cultura de la libertad” desde una perspectiva masculina: “Mientras que las mujeres mantienen los vínculos familiares, de amistad y de vecindad, los hombres han participado en la esfera pública definida por la utilidad instrumental del trabajo”. Con esta idea, recorramos cuatro propuestas de arquitectura y tecnología para crear, desde ahí, ficciones que abran otros mundos posibles.

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Plug-in city o la ciudad nómada

Imaginemos vivir en un módulo móvil. Podemos vivir solas o construir una familia conectando nuestros módulos a otros. Ampliar o minimizar nuestro espacio vital según nuestras necesidades. La Plug-in city quiere superar el formalismo urbano y el aburrimiento. Ideada por el grupo Archigram en 1964, nunca se llegó a construir. Propone una ciudad hipertecnológica donde cada espacio modular es móvil, gracias a varias grúas, y puede conectarse con una máquina como si fueran USBs. En el primer grupo de imágenes que acompañan al texto se puede ver el skyline de la ciudad con varios torreones y módulos individuales enchufados. La red de infraestructura técnica sería pública albergaría las comunicaciones –escaleras y ascensores– y las instalaciones comunes –agua, electricidad, evacuaciones–. Los módulos enchufados a los torreones serían privados. En primer plano y con colores verdes y rojos, se ve la planta de un módulo habitacional, donde dos mujeres descansan. El cilindro azul correspondería a un combo de cocina y baño.

Esto ya da una pista del concepto de cuidados de esta ciudad utópica. La movilidad y capacidad de decisión parten de una perspectiva capacitista, encarnada por individuos homogéneos. Si bien los avances tecnológicos pueden suponer una descarga del trabajo del hogar, esta perspectiva muestra una falta de visión de lo que comportan los cuidados. La gente dependiente necesita redes personales estables, más allá de las redes tecnológicas.

El caso de la Plug-in city es un ejemplo del diseño masculino del que habla Wajcman. Aun así, habría que valorar de esta propuesta su capacidad de romper con las estructuras de la familia nuclear y proponer una combinación móvil entre lo compartido y lo individual. Suponiendo que solo la ciudad fuera distinta y el sistema económico el mismo, podríamos predecir que el teletrabajo no necesitaría ser “tele” para invadir la vida personal: incluso nuestro módulo habitacional podría conectarse con nuestra oficina, eliminando por completo las barreras. Esta ciudad está hecha a medida de la clase media-alta y, en especial, del hombre blanco autosuficiente. Es una utopía tecno-liberal.

Hoz y martillo: la Cocina Industrial de Samara

Imagen adaptada por Jorge León.

Si romper con los roles de la familia nuclear y con la sexualización del trabajo sigue siendo una prioridad feminista, podemos valorar alguna propuesta soviética. “Para llegar a ser verdaderamente libre, la mujer debe desprenderse de las cadenas que le arroja encima la forma actual, trasnochada y opresiva, de la familia”, dijo Alexandra Kollontai (1872-1952), la primera mujer en ocupar un cargo de ministra de una nación con el Gobierno de Lenin en Rusia.

La Cocina Industrial de Samara de Ekaterina Nikolaeivna Maximova (1981-1932) fue el proyecto más importante de esta arquitecta que en 1925 fue contratada en Narpita –contracción en ruso de Alimentación Nacional–. La idea era liberar a las mujeres proletarias de la carga del trabajo doméstico y facilitar su incorporación en la producción. Los restaurantes eran inmensos y se localizaban en polígonos industriales. Los precios eran asequibles y los alimentos, saludables. Esta cocina se terminó de construir en 1927 y es un ejemplo del constructivismo ruso: una organización eficiente del espacio y un diseño sin ornamentos gratuitos, que se consideraban burgueses. Es famosa, además, porque su planta tiene la forma de la hoz y el martillo. Los espacios son diáfanos y cuenta con amplios ventanales para que entre la luz.

Karl Marx Hof o el megapatio de vecinas

La fachada, en rojo y rosa, con los seis arcos que daban acceso al patio y los torreones y bloques de apartamentos. | Imagen adaptada por Jorge León.

Frente al intento de la URSS de desintegrar la comunidad familiar, el Karl Marx Hof de la Viena roja, terminado de construir en 1930 e ideado por Karl Ehn, buscaba empoderarla. Es un edificio de más de un kilómetro de largo que ocupaba una parcela de 16.000 metros cuadrados. Concentra todos los servicios comunales en el patio interior, llamado Hof. En el alzado de la fachada [en color rosa y rojo], se ven pequeñas ventanas que se corresponden con los apartamentos que rodean el patio y donde vivían las familias obreras en bloques de siete plantas, entre los que se intercalan varias torres con balcones. Los arcos de debajo son las entradas al mega-patio de vecinas del centro. En él había lavanderías, piscina, guarderías, ambulatorio, biblioteca, centro social, farmacia, correos, tiendas y abundantes zonas verdes. Esto permitía que los cuidados y la crianza fueran comunitarios y liberar en parte a las obreras de esta carga individual. Los servicios al lado de casa ahorraban tiempo en desplazamientos y espacio a la ciudad: al asumir las zonas comunes servicios como el de lavandería, los apartamentos y las cocinas podían ser más pequeños . No se esperaba que fueran lugares de trabajo para las mujeres, sino un espacio utilitario. La propuesta de ahorrar tiempo y espacio para optimizar los circuitos del trabajo –simplificar los cuidados y disminuir la dispersión del espacio urbano–, es común en el proyecto soviético y el vienés.

En los dos planos en planta se ve la disposición de cada apartamento familiar. A la derecha, en vertical, la planta completa de todo el edificio, con las zonas comunes en verde y, en gris, el espacio para los apartamentos. | Imagen adaptada por Jorge León.

La promesa del paraíso vs. los bloques colmena

En la serie Mad Men, Betty Draper pasa el día en una cocina espaciosa con todo tipo de electrodomésticos. El matrimonio Drapper es el ejemplo modélico del ideal estadounidense de los años 50: la familia nuclear heteronormativa, donde la división del trabajo por género es radical. Chalés unifamiliares rodeados de zonas verdes, con varias plantas y espacio de sobra donde desarrollar los roles. Los centros de trabajo están desgajados de las zonas residenciales y, estas, aisladas de los espacios de servicios o de ocio. Todo lo contrario al patio de vecinas donde vida, crianza y servicios se integran. En el modelo estadounidense, el coche es imprescindible, aumenta el coste energético y económico, así como su dependencia de la tecnología de movilidad hegemónica. La crianza y el trabajo doméstico del ama de casa puede ser compartida con una asistenta. Así, se desplaza la carga de la mujer de clase alta a la mujer obrera.

Este modelo de familia nuclear heteronormativa se empieza a instalar al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Como ideal simbólico, construye una ficción: al volver los hombres del frente, las mujeres ya no tienen que trabajar y la cocina vuelve a ser su dominio y espacio de desarrollo.

El ideal de ama de casa que tan bien encarna el personaje de Betty Draper, representa lo que la teórica feminista Betty Friedan llamó la “mística de la feminidad”. Un “confortable campo de concentración” en el que “una mujer mutila su inteligencia para convertirse en un ser infantil, se aparta de la identidad individual para convertirse en un robot biológico anónimo dentro de una dócil masa”.

El mito de la feminidad solo se cumple, sin embargo, en las familias de clase media y alta. Para las clases obreras, la realidad es otra. Aun así, la mística de la feminidad queda instalada en el imaginario obrero también, como ideal aspiracional del proletariado. Los anuncios muestran cocinas amplias y casas ajardinadas, pero la mayoría de los hogares obreros eran apartamentos unifamiliares con cocinas pequeñas que requerían de electrodomésticos pequeños. Este tipo de vivienda se comenzó a construir en los años 20 en los suburbios de grandes ciudades industriales como Detroit, centros de vida obrera por excelencia, y seguían siendo la opción para la clase trabajadora en los años 50.

La idea era buscar la optimización entre el coste de la vivienda y la calidad de vida. Así se intentó en la Alemania de los años 20 o en la URSS de los 50. En Estados Unidos lo único que se buscó fue la optimización del coste.

Si no se hicieron cocinas amplias en las viviendas obreras de los años 20 fue por falta de recursos económicos y la necesidad de optimizarlos debido a la inmensa carencia de vivienda en las ciudades, entonces superpobladas. No se pensó en el trabajo de las mujeres, ni dentro ni fuera del hogar, por lo que el espacio de la cocina no se orientó en uno u otro sentido en cuanto a género se refiere. Al menos, no de forma intencional. En esta época más bien se estaba pensando en términos de clase social y ordenación del espacio urbano. La arquitecta Catherine Bauer, secretaria ejecutiva de la Asociación de Planificación Regional de América, la primera en ocupar un cargo así, observó el aumento de la estratificación socioeconómica de las ciudades –ella vivía en Nueva York– tras los locos años 20 del siglo pasado. Replanteó entonces los planes de vivienda estadounidenses tomando como ejemplo los modelos europeos y actualizó la política de vivienda del país con la intención de construir viviendas funcionales a bajo coste.

En la foto, la Robie House, paradigma de las casas de la pradera diseñadas por Frank Lloyd Wright. Estas casas, construidas en los alrededores de Chicago, cumplían con el ideal americano de viviendas unifamiliares y ajardinadas, con espacios diáfanos y amplios. La Robie House se considera uno de los edificios más representativos del siglo XX. Por contra, abajo se recogen dos planos de viviendas mínimas. Los planos situados a la izquierda de cada par tienen marcados los recorridos que se plantearon dentro del piso. De esta forma, se diseñaban los usos que las personas harían del espacio con la idea de optimizarlo al máximo. | Imagen adaptada por Jorge León.

La programación del trabajo doméstico en las viviendas mínimas no se hizo con perspectiva de género porque se entendía como algo natural que las mujeres se encargaran de cocinar. La idea de los y las arquitectas entonces era más bien optimizar el espacio del hogar, como la ingeniería había optimizado las fábricas.

Pese a esa falta de programación del trabajo doméstico con perspectiva de género, esta se daba, de hecho, en la vida, como explica la biopolítica. Por ejemplo, en los años 50 proliferó el diseño de los electrodomésticos de línea blanca baratos y pequeños para que cupiesen en las cocinas con poco espacio de la clase obrera. Como explica Wajcman, si la nevera eléctrica finalmente se impuso a la de carbón no fue debido a la mayor eficacia de una respecto a otra, sino a que General Electric disponía de los recursos financieros para invertir en el desarrollo del modelo eléctrico. Fue un poder económico y no una cuestión de género el que tomó la decisión de que la nevera eléctrica formara parte de los hogares. La filósofa Remedios Zafra dice que en el trabajo del hogar la mujer no solo no cobra necesariamente un salario –no es considerada empleada–, sino que es tomada por consumidora. Así, la publicidad está orientada a programar la idea de la mujer amante de la nevera eléctrica. Finalmente, fruto de todo este proceso –y de otros factores sociosimbólicos, sociotécnicos, económicos– surge un ideal de mujer que vive en un hogar tecnificado para optimizar su tiempo y cuidar a su marido para que progrese y, con él, toda la familia. Pero la realidad es otra. Las usuarias necesitan o quieren trabajar fuera de casa y adoptan como suyas las tecnologías e innovaciones del mercado que han permitido evitar cocinar. Desplazar el trabajo del hogar de la señora de la casa a la asistenta, como muestra Mad Men, es hablar solo de la historia burguesa. El resto del relato lo componen todas esas mujeres trabajadoras que se han servido de la tecnología del hogar, construyendo nuevos sentidos en los roles de género.

Tecnología y género
La biopolítica dice que la idea da una primera forma al proyecto que, cuando se materializa y la vida comienza, cambia. El uso hará que se conformen roles y conceptos que se pueden terminar naturalizando. Wajcman ilustra esto con un ejemplo. Los hornos microondas fueron una creación que desciende de la tecnología militar. Ideados por hombres, se diseñaron para preparar los alimentos de los submarinos de la marina estadounidense. Cuando el producto se orientó al mercado doméstico, se pensó en hombres que vivían solos y que recalentarían comida preparada. En los supermercados, los microondas se colocaron junto a los televisores y otros productos de entretenimiento. Cuando las consumidoras se apropiaron del producto –especialmente las amas de casa trabajadoras que tenían que cocinar–, pasó a la sección de electrodomésticos.
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Este contenido ha sido publicado originalmente en el número 8 de Pikara en papel. Si quieres tu ejemplar, no te vayas sin visitar nuestra tienda online.

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