Violencia institucional sexualizada

Violencia institucional sexualizada

La querella de las activistas del movimiento libertario contra el agente policial infiltrado es un caso paradigmático en el que la violencia institucional y sexual se entrecruzan y la una no pude interpretarse sin la otra.

Texto: Laia Serra
06/02/2023

Portada de la Directa: ‘Espionatje sense límits’.

A inicios de los años 90, los feminismos ya plantearon que los Estados también eran responsables de las violencias contra las mujeres, fuera por las acciones de sus agentes o por su negligencia a la hora de protegerlas de las violencias cometidas por particulares. En el campo de los derechos humanos, se fraguó el concepto de violencia institucional para denominar la violencia cometida por el Estado con finalidad represiva contra la disidencia. Dentro de las violencias cometidas por el Estado, se han singularizado las violencias sexualizadas. Estas se enmarcan y se aprovechan de un sistema social desigual, articulado con base en roles de género, valores, significados, tradiciones, estatus sociales y jerarquías, que explican por qué el Estado escoge ese tipo de violencias, contra quiénes las ejerce y los impactos específicos que provocan en las agraviadas y en su entorno social.

Tanto la violencia institucional como las violencias sexuales son ejercicios de poder, son actos disciplinantes y de mensaje. También tienen en común algunas de sus consecuencias o impactos traumáticos. En el plano individual, afectan a la identidad y la comprensión del mundo de esa persona. En el plano colectivo, afectan a la expectativa de seguridad y a la confianza en las demás personas, deteriorando los vínculos personales, generando aislamiento e inhibición.

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En el terreno judicial, esta violencia institucional suele plantearse como delito de tortura o como delito contra la integridad moral, que se distinguen por su finalidad, pero tienen en común el atentado contra la integridad física y moral de la persona. La integridad moral se define como una categoría independiente de la vida, de la integridad física, de la libertad o del honor y posee un reconocimiento constitucional propio. Esta se entiende como la inviolabilidad de la persona, que tiene derecho a ser tratada como una misma, como ser humano libre y nunca como un simple objeto. La integridad moral es un atributo de la persona, que tiene dignidad por el mero hecho de serlo. Las personas son sujetos morales, son un fin en sí mismo, investidas de la capacidad de decidir sobre el propio comportamiento. La libre decisión sobre el propio comportamiento y la posibilidad de actuar conforme a las propias convicciones es lo que se define como libertad ideológica, que forma parte la dimensión moral de la persona.

Dentro de la capacidad de decidir sobre el propio comportamiento, está la libertad sexual. Nuestra sexualidad es fruto de la socialización y viene condicionada por uno marcos mentales y unos valores que forman parte del sistema social desigual en el que vivimos. Prueba de ello es la polémica sobre el concepto de “consentimiento sexual” que está obligando a revisar muchas prácticas sociales largamente normalizadas, a pesar de que prescindían totalmente de la voluntad y del bienestar de las mujeres. Como suele suceder, el debate se está enfocando a juzgar la conducta de las mujeres en lugar de preguntarse dónde deberíamos ir a buscar los elementos que definen el consentimiento.

El consentimiento tiene que ver con la voluntad y con la reciprocidad. Y no hay voluntad ni reciprocidad sin contar con dos elementos básicos: la información y la libertad. La información pasa por conocer todas las circunstancias que envuelven esa interacción sexual, es decir, sobre la persona, el lugar, el tipo de práctica sexual, la seguridad de esta y su finalidad. La libertad viene condicionada por muchos factores sociales que condicionan a las mujeres y por los desequilibrios de poder entre ellos y ellas. Ambas se plasman en circunstancias coercitivas, conscientes e inconscientes, que determinan las posibilidades de decidir y actuar de las mujeres cuando atraviesan estas violencias. Otro aspecto que la conceptualización del consentimiento sexual no puede obviar es que este no se reduce a una dimensión física, de acceso al cuerpo, sino que tiene una dimensión moral indudable. Nadie decide interactuar sexualmente si esa interacción va en contra de sus convicciones y valores.

La querella de las activistas del movimiento libertario contra el agente policial infiltrado es un caso paradigmático en el que la violencia institucional y sexual se entrecruzan y la una no pude interpretarse sin la otra.

En este caso, existe una asimetría entre la situación de esas activistas y la del funcionario del Estado, que cuenta con la cobertura del Estado. Las interacciones emocionales y sexuales se habrían llevado a cabo bajo engaño. Ese engaño iría más allá de la ocultación de sus características personales, en un plano individual. Se trataría de una actuación profesional ideada o avalada por el Estado, planificada, en todo caso, en la que el agente ocultaría deliberadamente su identidad y sobre todo la finalidad real de su acercamiento personal. Ese agente policial actuaría sabiendo que la ocultación de su identidad y de su función sería la que le permitiría llevar a cabo esas interacciones. De haber conocido esas activistas la verdadera identidad función de ese agente, nunca se habrían relacionado de ningún modo con él. Por otro lado, la actuación afectiva y sexual de ese agente policial constituye una instrumentalización de las mujeres agraviadas, a las que se ha desposeído de su dignidad y de su capacidad de actuar libremente. Resulta especialmente relevante que ese engaño arrojó a esas activistas a actuar en contra de sus propias convicciones, relacionándose con un agente que representa la autoridad y el Estado y que además estaría actuando en perjuicio de los espacios políticos con los que estas mujeres estaban comprometidas. La anulación de la dignidad, de la libertad de obrar, de la libertad sexual y de la libertad de actuar según sus propias convicciones es la que la convierte esa práctica policial en violencia institucional sexualizada.

 

 

La presentación de la querella está poniendo el foco en las mujeres afectadas, pero el agente infiltrado perfeccionó su identidad social hasta tal punto que logró engañar a todo el mundo. Esa infiltración ha afectado a todo un sector político, que ha sido dañado en lo que le une: los vínculos de confianza, afinidad y de hermandad. La infiltración es un método que no solo logra obtener información política y personal, también tiene un efecto represor, porque genera un miedo y una desconfianza que deterioran los vínculos personales que sostienen los espacios políticos, inhibiendo la participación y desarticulando los movimientos sociales, sean del signo que sean.

Ningún marco legal ni ninguna autorización judicial pueden dar cobertura a prácticas incompatibles con los derechos fundamentales y los valores constitucionales elementales. El precedente jurídico de 2021 en el que los tribunales ingleses acabaron obligando al Estado a reparar simbólica y económicamente a la activista Kate Wilson, con quien un agente infiltrado mantuvo una relación sexo afectiva durante dos años, nos muestra cómo las iniciativas individuales pueden lograr ampliar los derechos colectivos. La denuncia de Kate Wilson también logró generar un amplio debate sobre los límites legales y éticos de las actuaciones de inteligencia del Estado. Ese tipo de acciones legales suponen un reto jurídico, pero también sirven de oportunidad para ampliar los marcos conceptuales e interpretativos –incluidos los delitos del Código Penal- a la luz de los estándares internacionales. En definitiva, sirven para hacer avanzar el Derecho.

 


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