El complejo de Pigmalión

El complejo de Pigmalión

La escritora y fotógrafa alemana Katja Eichinger analiza en el libro 'Moda y otras neurosis' (editorial Plankton Press) las marcas de ropa, las prendas, los tatuajes, la cirugía estética y otras tantas expresiones a través de las cuales se muestra la sociedad moderna occidental.

11/01/2023

Imagen del libro ‘Moda y otras neurosis’.

Los Ángeles, poco antes de Navidad. Había quedado con una conocida en el Polo Lounge, el restaurante del hotel Beverly Hills. Un lugar icónico de la vieja escuela para almorzar y cerrar negocios.  Era allí donde Richard Gere se reunía con sus adineradas clientas en la película American Gigolo de Paul Schrader. Los productores cinematográficos trasladan aquí su corte cuando quieren transmitir que valoran las tradiciones del viejo Hollywood. Se cierran tratos, se tejen intrigas y se causan impresiones. El papel pintado de palmeras, por el que es conocido el Polo Lounge, sirvió  hace un par de años de modelo para la tela de un vestido de la casa de moda italiana Dolce & Gabbana y, desde entonces, se ha convertido en un clásico que no cesa de copiarse. Esa tarde Hollywood ya había bajado de ritmo de cara a las fiestas. En lugar de los habituales representantes de la industria cinematográfica, las otras mesas estaban ocupadas por grupitos de mujeres que rondaban los sesenta. Todas muy acicaladas, con diamantes brillando en sus dedos. Los bolsos Birkin dominaban los bancos tapizados. Me llamó la atención el pecho de alguna de ellas destacando sin sujetador bajo la blusa de seda. Me pareció bastante sorprendente teniendo en cuenta la edad de las mujeres en cuestión. Entonces me di cuenta de que algunas narices eran sospechosamente
parecidas. El mismo perfil una y otra vez. Y, sí, también había unos cuantos pómulos muy cincelados y labios superiores en forma de corazón. Los cuellos eran lisos y los mentones, afilados. De vez en cuando, las mujeres se miraban de reojo. Con disimulo. De una mesa a otra. Y, de repente, un revoloteo agitado recorrió la sala. Las cabezas se giraron, ojos como platos y mandíbulas desencajadas.

Solo las cejas permanecían impertérritas en las frentes inmóviles. Y entonces la vi. Desfilaba con seguridad, en traje de color blanco y Borsalino, la mano derecha en el bolsillo del pantalón, los labios pintados de rojo: la actriz Joan Collins, suma sacerdotisa de esa reunión de mujeres operadas. En la carrera contrarreloj contra los signos del envejecimiento, era indudablemente la vencedora. Nadie en la sala estaba mejor operada, mejor conservada, ni era más elegante, glamurosa o famosa que ella. High five.

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Poco después, mientras esperaba a que el conserje trajera mi coche, me puse a darle vueltas al asunto. ¿Qué acababa de presenciar? ¿La versión hollywoodiense de la escena de la cantina en La guerra de las galaxias? ¿De verdad todas esas mujeres pensaban que esos rostros artificiales las hacían parecer más atractivas o jóvenes? Aunque no se pudiera adivinar su edad exacta era evidente que todas pasaban de los sesenta. No estaban más jóvenes en el sentido de haber recuperado la vitalidad de la juventud, sino que más bien parecían un gabinete de figuras de cera ataviadas y animadas por ordenador. Un Rolls Royce antiguo pasó por delante de mí. Año de fabricación circa 1988. Un monstruo marrón con una gigantesca parrilla. El tipo de coche que en el pasado fue probablemente testigo de muchos bolsos de cocodrilo, puros, abrigos de piel blanca y escandalosas explosiones de ego. Se hacía difícil apartar la vista de semejante automóvil. Todo el mundo lo miraba de reojo: unos fascinados y otros con disgusto. Y entonces tomé conciencia de mi error de lógica: a las mujeres del Polo Lounge no les importaba que alguien como yo o cualquier hombre las encontrara atractivas o que se pensara que eran más jóvenes de lo que eran. No, lo importante para ellas era ser percibidas. No ser invisibles. No les interesaba un American gigolo puesto que el amor comprado es igual de insípido que el amor por compasión. Y ¿quién quiere compasión pudiendo tener compañerismo? A esas mujeres lo que les importaba era el reconocimiento dentro de su grupo de mujeres similares y operadas. Se trataba de un juego social. ¿Quién se había hecho qué en qué médico?

¿A quién le había quedado mejor? ¿Quién tenía el rostro más caro? Las caras operadas de esas mujeres eran como la parrilla del radiador de un Rolls Royce: un objeto de exhibición. Y con un Rolls Royce nadie se pregunta si la parrilla parece «natural». «Amo Los Ángeles. Amo Hollywood. Todo es tan bonito allí. Todo es de plástico y yo amo el plástico. Quiero ser de plástico», dijo Andy Warhol en una ocasión. Está claro que Warhol fue un verdadero visionario. La persona de plástico es cada vez más una realidad. Solo en 2018 se realizaron en EE. UU. 17,7 millones de operaciones de estética por un valor de 16.500 millones de dólares. Eso supone 2% más de intervenciones que el año anterior. EE. UU. está a la cabeza de la industria de la cirugía plástica junto con Brasil. Ambos países juntos representan un tercio del mercado mundial de tratamientos quirúrgicos de belleza. De estos 17,7 millones de intervenciones, un total de 15,9 millones son procedimientos mínimamente invasivos como bótox o inyecciones para rellenar labios o arrugas. También en este caso se ha registrado un incremento del 2% respecto del año anterior. En cuestión de ocho años, entre 2000 y 2008, la aplicación de inyecciones de bótox en EE. UU. ha crecido un 845%.

Durante el mismo período, las inyecciones de relleno de labios como colágeno o ácido hialurónico han aumentado un 66%. Mientras que EE. UU. y Brasil son líderes en el mercado de la cirugía plástica en cuanto a volumen, Corea del Sur es el país con más intervenciones per cápita. Según las  estimaciones, casi la mitad de las mujeres surcoreanas de entre diecinueve y veintinueve años se han sometido a alguna intervención. La más popular es la operación de doble párpado con la que se crea un segundo pliegue en el párpado que hace que el ojo se vea más grande. El objetivo es que el rostro tenga un aspecto más dulce y abierto. Muchos padres regalan a sus hijas esta operación al aprobar el bachillerato porque creen que los ojos abiertos les facilitarán el acceso al mundo adulto y el éxito en el mercado laboral. Por detrás de la operación de párpados en la escala de popularidad está la operación de nariz y la decoloración de la piel ya que una tez de porcelana forma parte del ideal de belleza coreano. Por muy extremas que puedan parecer estas intervenciones,  están integradas en una industria cosmética en expansión y ya se consideran maneras normales para aumentarla confianza en uno mismo y el bienestar personal. En la capital surcoreana, Seúl, solo en la milla cuadrada del barrio de Gangnam, hay entre 400 y 500 centros de cirugía plástica. La industria comenzó a desarrollarse tras finalizar en 1953 la Guerra de Corea, una de las mayores guerras derivadas de la Guerra Fría entre EE. UU. y la Unión Soviética, en la que la Corea del Norte comunista se enfrentó a la Corea del Sur capitalista. La cirugía plástica reconstructiva que trajeron los médicos americanos cobró gran popularidad en la península surcoreana azotada por la guerra. Se podría deducir que los bellos e inmaculados rostros que surgen de las mesas de  operaciones surcoreanas en realidad enmascararan un trauma.

Las heridas psíquicas de la guerra y de un país dividido se esfuman tras esas caras perfectas que parecen negar la existencia de toda fealdad. Pero un fenómeno social tan amplio y profundo no se puede explicar con tesis simples. Como todo lo relacionado con nuestra imagen, la respuesta a la pregunta de por qué la cirugía plástica cobra cada vez más popularidad es, por un lado, evidente y, por el otro, totalmente misteriosa. No solo en Corea del Sur, sino también en Europa. Y sería erróneo interpretar la popularidad de la operación de doble párpado en Corea del Sur como una asimilación a Occidente. Las mujeres surcoreanas no aspiran a adherirse al estándar de belleza occidental. Por ejemplo, en Corea del Sur no es nada habitual rellenarse e inyectarse los labios. El aumento temporal de labios es un fenómeno muy occidental. Los labios con relleno son como el parachoques de la cara Rolls Royce. La zona de contención entre mujer y realidad. En algunos círculos sociales de Europa prácticamente forma parte del equipamiento estándar. El verano pasado estaba sentada en un local a pie de playa en la Costa Azul. Absolutamente todas las mujeres lucían labios de plástico. En el local no abundaban las sonrisas. Esa congregación de guardabarros inflados era tan extrema que me sentí como en una película de ciencia ficción hecha realidad. Era como si otra especie de ser humano estuviera sentada ahí frente a mí. Las mujeres en vestidos hippies de diseño bebían vino rosado acercando con delicadeza sus labios rígidos a las copas mientras los hombres buscaban relojes de pulsera de lujo en sus teléfonos móviles. En su defensa debo decir que todas esas personas estaban de vacaciones y, obviamente, no estaban discutiendo sobre los problemas mundiales, sino que sencillamente querían relajarse. Pero la sensación de estupidez se suspendía pesada y densamente sobre el salpicón de marisco.

Fotografía del libro ‘Moda y otras neurosis’. | Foto: Christian Werner.

(…)

En 2003 llegaron al mercado los innovadores rellenos de colágeno y, poco después, los productos a base de ácido hialurónico con los que con unos pocos pinchazos se podían inyectar los labios y que te duraran de cuatro a seis meses. Pero previamente otro  acontecimiento había preparado el mercado. En 2001 se estrenó la película Lara Croft: Tomb Raider, con Angelina Jolie como protagonista. La primera gran película comercial de Jolie que la consolidaría como superestrella mundial. Por aquel entonces entrevisté a Jolie en el plató de Tomb Raider para la revista británica Esquire. Una mujer fascinante: inteligente, sensible, salvaje y con unos labios aún más gruesos que los míos. Me pareció grandiosa y estaba impaciente por compartir la entrevista con mis compañeros de la redacción. Pero lo único que les interesaba era si los pechos de Jolie realmente eran tan enormes como aparecían en el cartel de la película. «¿Son de verdad?», era lo que todos querían saber. En la década de los noventa los aumentos de pecho, antes restringidos al mundo del entretenimiento y la prostitución, ya habían irrumpido de pleno en la sociedad.

Con sus escenas corriendo a cámara lenta en traje de baño en la serie Los vigilantes de la playa, Pamela Anderson y sus enormes pechos habían invadido los cuartos de estar del mundo entero. Lara Croft 2 se estrenó un par de años después, precisamente en el momento en el que los innovadores rellenos de labios empezaron a comercializarse. Aquello con lo que la naturaleza había agraciado a Angelina Jolie ahora podían tenerlo todas. Los ideales de belleza que se reproducen actualmente en las redes sociales son como variaciones de Lara Croft y otras heroínas de los primeros años de los videojuegos. Entonces Angelina Jolie era la encarnación natural de  esa figura de fantasía. Kylie Jenner y su hermanastra Kim Kardashian, dos de los grandes iconos globales de Instagram y los realities de televisión e ideales de belleza de nuestra época, se mueven dentro de un espectro estético similar al de esas protagonistas de videojuegos: pechos grandes, labios gruesos, cintura entallada, caderas aumentadas, piel uniforme. La pregunta de si todo eso es real hace tiempo que no se formula. Las nuevas estrellas del mundo digital no esconden que retocan artificialmente sus rostros y cuerpos. Por un lado, los filtros de Instagram logran la  uniformidad digital de caras casi tan perfectas como las de Lara Croft y compañía. Por el otro, retocan su imagen con maquillaje y, ya sin ningún tipo de disimulo, con cirugía plástica. En 2015, Kylie Jenner lanzó su propia marca de maquillaje: Kylie Cosmetics. Ella misma se encarga de la promoción con sus labios operados. Y con gran éxito. En 2019 la revista Forbes la nombró la  multimillonaria más joven del mundo, artífice de su propio éxito. Jenner tenía 21 años. Ella representa el acto definitivo y de éxito absoluto de la auto-cosificación. La estrella-producto manufactura su propio cuerpo para vender más productos. Entretanto Kylie Jenner ha vendido la mayor parte de su marca cosmética al grupo empresarial Coty por 600 millones
de dólares.

En sus Metamorfosis, el poeta Ovidio cuenta la historia del solitario escultor Pigmalión. Ansía tanto tener una esposa que crea la escultura de la mujer perfecta. La besa y la acaricia, la acicala con joyas y seda hasta que finalmente la diosa Venus se compadece de él. Venus hace que la estatua cobre vida. La estatua abre los ojos y de inmediato se enamora perdidamente (¡cómo no!) de su creador. Final feliz. Los programadores informáticos que crearon Lara Croft y todas sus hermanas digitales son descendientes de Pigmalión. Un estudio de 2017 de la Asociación Internacional de Desarrolladores de Juegos reveló que aproximadamente el 7 % de los desarrolladores de videojuegos son hombres. En la industria de los videojuegos las mujeres trabajan principalmente en profesiones no creativas. En otras palabras, la estética digital de los videojuegos refleja fantasías masculinas. Como antaño hiciera Pigmalión, los desarrolladores de juegos crean a las mujeres a imagen de sus deseos y fantasías. Por otro lado, mediante las opciones que brinda la cirugía plástica, las mujeres se han convertido en su propio Pigmalión. Pueden esculpirse como Kylie Jenner,  decidir sobre su propio cuerpo. En este sentido, la cirugía plástica podría considerarse una forma de empoderamiento: la mujer se convierte en creadora de sí misma. El cuento de Eva, creada por Dios, según el Génesis, a partir de la costilla de Adán, por fin se cancela. Según Michel Foucault, el filósofo y sociólogo francés, nuestros cuerpos son el escenario principal donde se ejerce el poder  en nuestra sociedad. Hasta hace relativamente poco los hombres aún decidían qué sucedía con los cuerpos de las mujeres, sobre todo en las cuestiones relacionadas con sus órganos reproductivos.

Así, la cirugía plástica podría considerarse una forma de emancipación femenina. La mujer decide por sí sola sobre su aspecto y su cuerpo. Poder afirmar «yo soy la que decido sobre las miradas de los hombres hacia mí» entraña poder. Cuando una mujer decide transformarse a imagen de una fantasía masculina porque de este modo tendrá ventajas en nuestra economía cargada de libido, se podría hablar de realpolitik sexual. ¿Cómo criticar las intervenciones de cirugía plástica si facilitan amarse y aceptarse a uno mismo? ¿Si lo que ofrecen es, no solo el éxito, sino —como en el caso de Pigmalión— el amor (propio) eterno? En la última visita para hacerme un chequeo de cáncer  de mama mi doctora me contó que hacía un par de días una paciente le había preguntado si debería hacerse una operación de aumento de pecho.

—¿Por qué me lo consultas a mí? —le contestó mi doctora.
—Porque casi todas mis amigas lo han hecho. Y mi marido también cree que debería hacerlo —fue la respuesta de la paciente.

Me quedé perpleja. Para mí, eso sería motivo inmediato  de divorcio. ¿Cómo se supone que tengo que convivir con un hombre que me exige que me implante dos elementos extraños en el pecho? Pero esa paciente no sería la primera en someterse a una operación de estética por un hombre. Y, precisamente, ahí radica el problema con la teoría del empoderamiento. Sí, las mujeres se  convierten en su propio Pigmalión. Pero, al abordar la remodelación de sus cuerpos, la mayoría se basan en los estándares concebidos por hombres, del tipo de la estética de Lara Croft: pechos grandes, cintura entallada, labios gruesos y glúteos contundentes. Todo lo irregular se regula, las particularidades se eliminan y se suprimen las especificidades étnicas. Se produce una unificación, una neutralización. Y a menudo el motivo que impulsa a ese «embellecimiento» es la presión de grupo («todas las mujeres se han hecho algo»). En lugares como la Costa Azul, Beverly Hills e incluso algunos barrios de Múnich, las mujeres sin caras estiradas, labios operados o párpados subidos son minoría. Es fácil llegar a la conclusión de que, si no nos ajustamos a la estética del grupo, nos falta algo. «¿Cómo puede hacerle eso a su marido?», escuché decir una vez a una mujer, mosqueada porque una conocida no se había puesto bótox. Evidentemente, también es una cuestión de dinero. Una cara modificada artificialmente expresa pertenencia a una clase socioeconómica determinada. La cara como símbolo de estatus. Con lo que volvemos a la parrilla del Rolls Royce.


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