Las modernas

Las modernas

En 1915 se creó la Residencia de Señoritas, apenas cinco años después de que las mujeres consiguieran el derecho a matricularse libremente en una universidad. En esta novela, Ruth de Prada relata los retos a los que se enfrentaron.

21/12/2022

Madrid, 10 de marzo de 1929

Un grupo de estudiantes saltó a la calzada delante del auto­ bús, que al frenar de golpe levantó de sus asientos a las chicas que iban a bordo. Las cabezas de Catalina y Manue­la entrechocaron al volver a caer sentadas pero no dijeron nada, se quedaron mirando por la ventanilla: una bandera roja se mecía provocadora en la fachada de la Universidad Central. A sus pies, la calle parecía un avispero desquiciado, con gente corriendo en todas direcciones, dos grupos de jóvenes enfrenta­dos a gritos junto a la entrada y, de pronto, una racha de vien­to que levantó del suelo una espiral de octavillas.

Dentro del autobús se había hecho el silencio.

El conductor miró hacia atrás para decir que se volvía a la Residencia en ese mismo momento, que se agarraran, que iba a salir marcha atrás.

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—Nosotras nos bajamos —dijo una de las gemelas y ambas se pusieron de pie—. No pensamos ir a la huelga.

Catalina seguía con la vista fija en la ventanilla, mirando a una chica sin sombrero que gesticulaba rodeada de otros estudiantes debajo de la bandera y, sin pensárselo, también se puso en pie.

—Yo me bajo, Manu —cogió la carpeta y se la dejó en el regazo a su compañera—, ¿me la llevas a la Residencia?

Y salió por el pasillo detrás de las gemelas, haciendo oídos sordos a las que se pusieron a gritarles que no se bajaran, que estaban locas, y de un salto se vio en la acera. Ninguna com­pañera había salido detrás de ella cuando el autobús encendió el motor y empezó a avanzar marcha atrás entre bocinazos.

No había dado ni un paso y ya se estaba arrepintiendo. «En qué estaría pensando, santo Dios», se dijo sin saber qué hacer en medio de ese tumulto. Lo único que tenía claro era que no quería que la confundieran con esas esquirolas que iban a entrar en clase a pesar de la huelga. Se quedó rezagada de las compañeras que caminaban decididas hacia la entrada de la uni­versidad. Se agachó a coger del suelo la página de un periódico.

Hojas Libres.

Miró alrededor temiendo que alguien la viera con una pu­blicación clandestina en la mano.

España ve aproximarse el momento de su liberación.

Trató de seguir leyendo, pero un chico que pasó a toda pri­sa le dio un golpe en el hombro. Al doblar la página vio que en el pie venían los nombres de Miguel de Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset. Se la guardó en el bolsillo.

En ese momento oyó unos gritos que se acercaban por la calle San Bernardo. Un tropel venía corriendo y tras él se oía un estruendo de cascos de caballos contra los adoquines. Ca­talina saltó al otro lado de la calle y se pegó contra la pared. Enfrente de ella, el piquete de estudiantes que bloqueaba la entrada de la universidad se revolvió contra los guardias civiles que llegaron agitando porras desde sus monturas. Se le heló la espalda contra el muro de piedra, miró a los dos lados bus­ cando refugio y se echó a correr a la derecha para tratar de alcanzar la primera bocacalle. Entonces sonó un disparo y se quedó rígida; se agachó pegada a la pared haciéndose un ovillo con la cabeza entre los brazos. Justo encima de ella oyó el re­ lincho de un caballo, tan cerca que al levantar la vista vio el pecho del animal encabritado sobre las patas traseras. El páni­co le agarrotó los músculos. El caballo hizo un gesto extraño cuando un tirón de la rienda lo obligó a girarse hacia un lado y sus cascos rebotaron a un palmo de ella. El guardia civil lo espoleó y salieron al galope calle arriba, hacia donde unos es­tudiantes estaban prendiendo fuego a las maderas de una ba­rricada.

Catalina se incorporó; un hormigueo de terror hacía que le temblaran las pantorrillas mientras veía porras que cruzaban el aire sin ton ni son entre los estudiantes. Bramidos contra Primo de Rivera se alzaban sobre el tumulto.

Al otro lado de la calle, un chico levantó los brazos y dio un salto tratando de esquivar un golpe. Él también la vio en ese momento. «¡No te muevas!», quiso decirle a José, pero soltó un grito al ver que ya estaba cruzando la calle, entre relinchos y blasfemias, para llegar a su lado. Ella dio un paso al frente, estiró un brazo y casi lo había agarrado cuando una sacudida en la espalda la lanzó contra el bordillo. Sintió un destello blanco que le iluminaba la cabeza por dentro y acto seguido, el silencio.

Lo siguiente de lo que fue consciente fue de la presión que tiraba de ella por debajo de los brazos y la arrastraba mientras oía un desorden de suelas restallando a su alrededor. José la estaba exhortando para que se levantara del suelo; trató de obedecerle pero no era capaz, no le respondía el cuerpo. Un dolor de cabeza agudo como un estilete le nublaba la visión del ojo izquierdo, que apenas podía abrir, mientras intentaba fijar la vista en su amigo, que la estaba agarrando por la cintura para ayudarla a incorporarse.

Cuando consiguió ponerse de pie, el pánico le dio las fuer­ zas que le faltaban para echar a correr calle arriba arrastrada por José, más lejos, un poco más, hasta que el estruendo se empezó a amortiguar en la distancia, y al doblar una bocacalle se pudieron parar a coger aire, él con la mano apoyada en la pared para recobrar el resuello. A Catalina se le doblaron las piernas y se fue escurriendo con la espalda contra el muro has­ ta que se quedó en cuclillas; se echó la mano a la frente donde le dolía —en algún momento había perdido el sombrero— y se asustó al notar la hinchazón y el tacto pegajoso en los dedos.

—No te alarmes —José había sacado un pañuelo y se lo empezó a pasar con mucho cuidado—, la brecha está en la ceja, tranquila, no te muevas.

Ella dejó que le hiciera, intentando descifrar hasta qué pun­to tenía que preocuparse por la sonrisa forzada que ponía su amigo, sus pupilas dilatadas al limpiarle la sien, las manchas de sangre que iban emborronando la tela blanca. Olía a pólvora y al humo de las hogueras.

Las facciones de José empezaron a desdibujarse y sintió miedo. Miedo a perderlo todo. Había sido tan difícil hacerse un sitio en este mundo, había recorrido tanta distancia para llegar hasta aquí… Le estallaba la cabeza. El tiempo había pasado en un suspiro. Ese tiempo era una vida entera. Dejó de esforzarse en fijar la vista, cerró los ojos y apoyó la nuca contra la pared. Notaba una presión en la frente mientras su amigo le limpiaba la herida.

Se le fue la cabeza.

Se vio a sí misma un año antes en el dormitorio de su casa leyendo aquel artículo, pero a la que veía leyendo ya no era ella.


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