Cómplices, la librería que fue un hogar

Cómplices, la librería que fue un hogar

Tener espacios comunes, una literatura propia, lugares donde encontrarse entre iguales con todas sus diferencias y particularidades, donde sentirse segures, donde encontrar lo que se busca… siempre ha sido necesario.

Texto: Isabel Franc
14/12/2022

Puerta de la Librería Cómplices, en Barcelona. / Foto: FB de la librería

Cuando en 1994 abrió en Barcelona la Librería Cómplices, no se llenó de clientela ávida de sus propuestas; ni siquiera tenían libros en castellano para vender.

Cuarenta años de dictadura y el obstinado silencio histórico en torno a la homosexualidad marcaban una circunstancia que las aguerridas empresarias Helle Bruun y Connie Dagas no tuvieron en cuenta. Ellas venían de “el extranjero”, ese lugar indefinido en el que todo era mejor que aquí. Traían una pátina cultural diferente, habían vivido en Malta y en Londres, hablaban inglés. Todo muy adelantado al empeño que poníamos en nuestro Estado pluriautonómico en ciernes por resucitar. Dicen que fueron ingenuas al pensar que una librería (la primera junto con Berkana en Madrid) de temática LGBT, entonces solo GL y con muchos esfuerzos para introducir la L, podría funcionar. No sé si era tanta ingenuidad o que, sencillamente, nadie imaginaba lo lento y difícil que iba a ser superar ese silencio, la represión y el miedo arrastrados durante cuatro décadas. “El primer golpe de realidad fue muy duro —afirman— no solo porque a la gente le costaba entrar, sino porque después no teníamos libros en español para vender, no había literatura”. Y podían haberse quedado ahí, haber reconvertido su local en una granjita donde las vecinas del barrio se reunieran a tomar un suizo o un carajillo; esas vecinas que tanto las ayudaron en los inicios. Porque “las extranjeras” tenían predilección por el casco antiguo de las ciudades y tampoco contaban con el caos etílico que solía montarse en la zona elegida para su negocio: Rambla, Barri Gòtic… Cuenta Connie que una de esas vecinas les limpiaba la acera de vómitos para que se la encontraran adecentada antes de subir la persiana y mostrar aquellos libros que aún no llenaban los estantes.

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No, no cambiaron el bollo-drama por el bollo suizo (perdón por la bromita, de tan mala no he podido resistirme), crearon la Editorial EGALES. Y, ¡hala!, a buscar autoras y autores. Yo, en aquella época, vivía a caballo entre París y Barcelona, acababa de publicar mi primera novela, Entre todas las mujeres (Tusquets, 1992), y solo tenía remota noticia de que en mi ciudad había abierto una librería especializada en temática gay-les. Recibí la afectuosa llamada de una señora invitándome a visitarla y, una vez allí, con su tono amable, su sonrisa perenne y su característico “verdad, bonita”, me propuso publicar en la nueva editorial. Ahí nació Con Pedigree, la novela lésbica en castellano más vendida hasta el momento —dicen—, aunque estoy segura de que las jóvenes promesas alcanzarán pronto a esta “vieja gloria”. Pero, en aquel momento, sí, fue histórico. Por primera vez, gracias a EGALES y a Lola Van Guardia, las lesbianas pudieron reírse de sí mismas.

A EGALES se le criticó, con auténtica saña, la escasa calidad de sus novelas, en especial, de la colección ‘Salir del armario’, obviando títulos como El corredor de fondo, de Patricia Nell Warren, Pintando la luna, de Karin Kallmaker, o el mismísimo Con Pedigree (disculpen el autobombo), por no hablar de manuales tan necesarios como Tu dedo corazón, de Paloma Ruiz y Esperanza Moreno; y una línea de ensayo que incluye Paris Was a Woman, de Andrea Weiss, el emblemático Ladies Almanach, de Djuna Barnes, A la conquista del cuerpo equivocado, de Miquel Missé y un larguísimo etcétera. Y resulta que fueron esas novelitas de “escasa calidad” las que salvaron el negocio, porque sobre todo nosotras teníamos mucha necesidad de leer historias donde chica conoce chica, pasan una serie de peripecias, nos encogen el corazón en el clímax y nos alivian, por fin, en ese deseado happy end que no habíamos podido saborear en toda la historia de la literatura lésbica.

Cómplices es una librería que ha hecho historia, ha escrito un capítulo de nuestra evolución. Como apunta Marca en Hay una lesbiana en mi sopa, es “un rincón que ha acompañado a generaciones de personas LGBT en su salida del armario y en su trayectoria vital”. Más allá de la venta de libros, Cómplices cumplía una función social. Informaba tanto de las novedades editoriales como de los lugares, eventos, grupos a los que la gente se podía acercar; aconsejaba, con buen criterio, aquellos textos que podían ayudar… a entender (en todos los sentidos), a aceptar, a estar, a ser, a sobrevivir.

Ahora la prensa se hace eco de su existencia; fulgor y muerte de una librería que fue hogar para muchas almas perdidas, muchos corazones alterados, mentes solitarias; para activistas, creadoras, letraherides; para tantas y tantes amigues. Justo ahora que cierran. Diarios digitales, redes, incluso el TeleNoticies en prime time. Y, sin embargo, en todos estos años han sido escasas las reseñas de sus libros, escaso interés, por no decir nulo, tanto hacia su trabajo como al espacio emocional y solidario/comunitario que cubrían.

En los inicios, estos lugares propios del colectivo LGBT —librerías, bares de ambiente, etcétera— eran considerados guetos. Quien así piensa poco ha leído sobre los reductos de marginación, aislamiento, segregación y maltrato en los que se confinaba a las minorías indeseables. Tener espacios comunes, una literatura propia, lugares donde encontrarse entre iguales con todas sus diferencias y particularidades, donde sentirse segures, donde encontrar lo que se busca… siempre ha sido necesario. ¿Acaso alguien considera un gueto la existencia de una librería especializada en montañismo? ¿Se acusa al club de amigos del pedal de montárselo al margen de la sociedad? No me consta. Y aunque algunos de los objetivos más importantes del colectivo LGBTIQ+ se hayan conseguido, siguen siendo necesarios. Las dueñas de la librería Cómplices merecen su jubilación tanto como nosotres merecemos la continuidad de esos espacios seguros de encuentro.

Hace poco, Raúl Portero me comentaba que se sentía huérfano: “¿Qué haré ahora cuando vaya a Barcelona si no puedo hacer una visita a Cómplices?”. Yo también siento esa orfandad, como tantas otras, ¿verdad? Como tú, que me estas leyendo, tal vez. Y es que para muchas de nosotres Cómplices fue ese hogar al que acudir, en el que siempre te recibía la espléndida sonrisa de Connie, la inmensa amabilidad de Helle y el enorme cariño de ambas.

Ellas han sido y son mucho más que mis editoras. Cuando estuve enferma de cáncer, o mejor dicho de los tratamientos contra el cáncer, Connie protagonizó uno de los episodios más reconfortantes del proceso, que ha quedado inmortalizado en la página 66 de Alicia en un mundo real: me leyó la escena del gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas.

Hemos hecho historia juntas, sí. Ahora recibimos el agradecimiento de las nuevas generaciones y nos sentimos orgullosas de todo lo que luchamos y de cómo lo hicimos, siempre con ilusión, con ganas, con entusiasmado optimismo. El adiós a la Librería Cómplices marca el final de un ciclo, pero, como les digo a mis alumnas del Màster de Gènere i Comunicació, el final de una historia es siempre el principio de otra. Me siento una privilegiada, inmensamente agradecida porque me hayáis hecho partícipe de esta aventura, por todos los momentos que hemos compartido, por el cariño recibido… El futuro sigue abierto y aún es nuestro, amigas cómplices.

 


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