Camila Sosa: “El capitalismo es un sistema prostituyente”

Camila Sosa: “El capitalismo es un sistema prostituyente”

Camila Sosa es escritora y actriz. Su primer libro 'Las malas' dio la vuelta al mundo: cuenta la historia de un grupo de prostitutas travestis que manejan la navaja y el humor.

Camila Sosa. | Foto: Catalina Bartolomé.

A la argentina Camila Sosa (1982, La Falda, Córdoba) los libros y la escritura le han abierto puertas y cerrado miserias, pero salió de la prostitución agarrándose con uñas y dientes a los escenarios. Actualmente sigue siendo actriz y recita versos de Federico García Lorca como si fueran oraciones. Su primera obra teatral establecía símiles entre ser travesti y las miserias y dolores de cabeza de las mujeres de la ficción del poeta de Granada. La crítica quedó ojiplática.

En los despertares de la vida de Sosa hubo más espinas que rosas: “Cuando me enamoro de mis compañeritos de escuela rezo para que me vean como una nena. Cuando comienzo a florecer, rezo para que las tetas me crezcan durante la noche, para que mis padres me perdonen, para que me nazca una vagina entre las piernas. Pero no. Entre las piernas tengo un cuchillo”. Leer su primer libro, Las malas (Tusquets, 2020) es un regalo, es reír y llorar, es realismo mágico desbordado y una pluma afilada y precisa al contar la historia de un grupo de travestis tan bravas como rotas. “Las travestis trepan cada noche desde ese infierno del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo”. Las malas ha tenido tanto boca a boca y aceptación que se ha convertido en un imprescindible.

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Su nuevo libro, de relatos, se titula Soy una tonta por quererte (Tusquets, 2022) y con él confirma que la literatura es su refugio y que todas podemos guarecernos en él. El primer relato, Gracias, Difunta Correa es el único que bebe de la vida real de Sosa para hacer función de prólogo e hilo conductor con Las malas. La Grace y Don Sosa, es decir, sus padres, inician una peregrinación al templo de Difunta Correa para pedir que su hija salga de la prostitución. Meses más tarde estrena la obra de teatro que establece símiles entre la vida de Camila Sosa y las mujeres de la ficción lorquiana. El éxito sube como la espuma y ella consigue dedicarse a las tablas y al ejercicio de la escritura. Soy una tonta por quererte es un conjunto de relatos de ficción (menos el primero) en el que los protagonistas habitan en la violencia, el dolor, lo que algunos consideran los márgenes pero ella reclama como centro.

¿Por qué habla de sí misma como travesti y no como mujer transexual?

Cuando yo empecé a travestirme no existía el término de mujer trans, en todo caso existía la palabra transexual, que venía de la academia queer del norte de América y de Europa. Dejaban claro que tenías que haber hecho una reasignación genital para ser transexual. Por otro lado, está el perfil del insulto, que me parece maravilloso. A nosotras nos insultaban diciéndonos travestis, a todas. A las que tenían las tetas de silicona, las que tenían las tetas de gomaespuma, las que tenían pito, las que se vestían solo de noche, o las que se vestían de día y de noche. Todas éramos travestis. Esa palabra actuaba como insulto y como llamada. Luego empecé a leer a algunas teóricas que decían: trasgénero es tal cosa, mujer trans es tal otra, transformista es tal otra, y hacían una especie de pesquisa alrededor de los genitales y la cirugía. Yo no me puse las tetas hasta hace dos años, y me acostaba siendo travesti y me levantaba siendo travesti. Mujer trans, esas dos palabras, me parecen una higienización, un intento de borrar el pasado, como pedir prestado el término mujer. No me interesa esa nomenclatura, y menos intentar leernos como si fuéramos un diccionario. La identidad de las personas es un misterio para todas, no solo para las travestis. Me parece aberrante que las personas se laven la vida: como las que fueron prostitutas y ahora son mujeres de sociedad y nunca más hablan sobre su pasado. O las travestis que dicen “a mí nunca me discriminaron”. ¿Cómo puedes lavarte hasta tal punto la vida? ¿Dónde está tu experiencia, las manchas y las cicatrices de tu pasado?

Cuando dice “comencé a travestirme”, ¿a qué se refiere?

Cuando me vestí físicamente de mujer y salí a la calle. Sería con 13 años. Me escapaba por la ventana y caminaba sola de noche. Me hacía ropa con sábanas y cortinas. El travestismo tiene que ver con la astucia. Ser mujer o ser varón era algo que te daban; te lo enseñan tus padres, el colegio, la iglesia y tus amigos. Pero nadie te enseña a ser travesti, era algo que aprendías intuitivamente. Me acuerdo de las primeras tetas que me hice. No sé cómo se me ocurrió cortar un trozo de colchón con forma de teta y pintarle el pezón. Tenía 14 años y no se lo había visto a nadie, pero yo quería ir al boliche de travesti. La sensación era de poder. De muchísima potencia. Ahora no tengo ninguna sensación parecida. Yo me iba al colegio de madrugada, caminando, había robado una máscara de pestañas en una perfumería, y una cuadra antes de entrar al colegio me la ponía con muchísima sutileza y esa sensación era como levitar, como estar a veinte centímetros sobre el suelo. Era como un crimen, una traición… en un pueblo donde al final acabaron persiguiéndome con piedras por ser quien era.

¿Y su padre y su madre?

Se enteraron por un amigo de mi papá. Tuve la sensación de que me odiaban. La cultura occidental enseña a odiar a las travestis. A mí me han llegado a insultar nenes que van a la escuela primaria. Nunca pude recurrir a mis padres para pedirles ayuda. Después de muchos años me dije: “Eran campesinos, no tenían otra salida, qué podían hacer”. El mundo y la sociedad, todo estaba dispuesto para que ellos tuvieran ese terror. Se acostaban a la noche y les escuchaba hablar: “¿Qué vamos a hacer?”. Mi papá decía: “Lo voy a mandar a una escuela militar”. Pero, ¿cómo podían reaccionar? En la tele éramos burladas, en los medios de comunicación nos ridiculizaban. Para ellos era lo peor que les podía pasar.

Cuenta que la literatura le salvó la vida porque era un espacio que se le permitía, que cuando la veían sumergida un libro la dejaban tranquila.

Sí, era una extorsión. Ellos respetaban que yo leyera y fuera culta. Para ellos era importante porque mis abuelos eran analfabetos y mis tías ni siquiera finalizaron la secundaria. Además era buena alumna. Siempre tenía 10 y los maestros me elogiaban. De hecho, fui abanderada [el alumno o alumna que tiene mejor promedio es el que lleva la bandera de Argentina en los actos escolares]. Ellos sentían orgullo y decían: “Mi hijo escribe”, y me dejaban tranquila.

Se fue a Córdoba a estudiar biología…

Sí, pero cuando llegué a inscribirme había mirado mal la fecha y estaba cerrada. Acabé anotándome en Comunicación Social. Era lo que estudiaba mi medio hermano más grande y, como a mí me interesaba escribir, pensé que podía hacer algo bueno de eso. Igualmente yo me tenía que ir del pueblo, si me quedaba me iban a terminar matando.

¿Ha vuelto al pueblo?

Siempre, mis padres viven ahí. Hay un poema de Sharon Olds que dice algo así como: “El daño que mi padre me hizo se está retirando”. Ahora, cuando voy al pueblo, no hay nadie. Las personas que me perseguían y que me cerraban la puerta no existen más. Y yo voy a pasear con mi mamá, al río, a tomar mate… por la noche salimos a cenar a algún restaurante. Durante mucho tiempo, cuando iba, conectaba con el miedo que pasé allí. Pero estos últimos años eso dejó de tener importancia. El daño que me hicieron se está retirando.

Estudiando Comunicación Social conoció al que sigue siendo hoy su mejor amigo.

Toda la vida con él. Él era maricón y, como se dice, volaron las plumas. Nos vimos y nos enamoramos. Hace trece o catorce años se fue de viaje por toda Latinoamérica y yo estuve dos meses tirada en una cama de la tristeza que tenía porque se había ido. Un amor enorme. Hicimos en la universidad un taller de teatro, y al tercer año me dijo que se iba a estudiar Teatro. Y yo le dije, “pues vamos”. Cuando entré en la Facultad de Teatro vino un profesor y me dijo: “¿Vos cómo te llamas?”. Habían tomado lista por Cristian Omar Sosa Villada y yo, discretamente, dije: “Soy yo”. Él me preguntó: “Pero, ¿cómo te llamas?”. Le dije que Camila, tachó el nombre y puso Camila. Sentí que estaba en casa. Casi todos mis amigos son de esa época. Pero no acabé ni Comunicación Social ni Teatro. Ejerzo ilegalmente la teatralidad y la comunicación [ríe]. Me van a llevar presa. Ojalá que sea una cárcel de hombres para yo ser la reina [nos reímos].

Es increíble lo culta y cómica que es usted. Digo increíble por la potencia con que conjuga ambas.

Di un taller de dos años en una cárcel de mujeres. Antes las travestis iban a la cárcel de hombres, pero con la Ley de Identidad de Género del 2012 las trasladan a la cárcel de mujeres. Iba allí y las ponía a leer. Al principio llegaba con libros con mucho tinte social. Con textos del poeta villero Camilo Blajaquis, un pive que estuvo preso por robo y empezó a escribir en un taller de la cárcel. O Réquiem para una reclusa de Faulkner. Y ellas me decían: “Pero si eso lo vivimos todos los días”. Lo mismo sucede cuando a las travestis les dan para leer mis novelas [ríe]. Inmediatamente se enganchaban a la lectura. Quiero contar esto porque a las travas les preguntaba si le gustaba estar más en la cárcel de mujeres o en la de varones. Y me decían: “La de varones, porque a las minas les gusta mucho el puterío y el chisme; y allá se follaba todas las noches”. Maravillosas.

¿Cómo sobrevivía en Córdoba mientras estudiaba?

Prostituyéndome. Estuve del 2000 al 2009. Nueve años. Se sobrevive con viveza travesti y con droga y con alcohol. Teníamos que estar anestesiadas. Más allá de los crímenes, con las travestis pasa una cosa curiosa, los hombres tienen una especie de miedo. Nosotras habíamos sembrado la idea de que éramos verdaderamente muy peligrosas. Muy deseables porque era todo prohibido. Las travestis rellenábamos la materia oscura del deseo: la oleosa, la que se te pega y queda pringosa. Y eso es lo que desean.

¿Cómo era la cooperación y la ayuda entre travestis prostitutas?

Llevábamos navajas, algunas les robaban a los hombres. He visto travestis dejar a hombres convulsionando en la calle a golpe de taconazos. No era algo continuo, ni existía por sí solo, existía en cuanto en tanto había un enemigo. A veces las enemigas éramos nosotras mismas, entre nosotras. Pero si aparecía la policía o algún cliente pelotudo todas cerrábamos filas. Eso que se dice ahora con tanta liviandad de la sororidad era lo que hacíamos todos los días. A veces a una le iba el día muy bien y decía: “Venid a comer a casa”.

Cuenta que a la prostitución llegó por la pobreza y que siendo pobre es complicadísimo salir de ahí. Usted ha sido la excepción que confirma la regla.

Me empujaban a ser pobre y no tenía ninguna posibilidad de hacer otra cosa. Hice esfuerzos: limpiaba casas, cosía ropa, hacía remiendos, vendía cosas en la calle. El capitalismo es un sistema prostituyente. No sé qué diferencia hay entre ser prostituta y tener que estar catorce horas filmando el capítulo de una miniserie. También pones el cuerpo, también te manipulan, no hay descanso. Todos estamos poniendo el cuerpo de alguna manera. La cuestión de la prostitución es el cuerpo, y todavía hay mucho tabú. Como dice Margarite Duras, hay matrimonios en los que la esposa es una prostituta privada. Lo que no puede ocurrir bajo ninguna circunstancia es que el cuerpo de una mujer o el cuerpo de una travesti esté gestionado por un tratante.

¿Echa de menos algo de aquella época?

Sí, todo. Ahora estoy siempre cansada y en esa época no lo estaba. También guardo algunas buenas amigas. Pero sobre todo echo de menos el salvajismo, la juventud y el vivir de noche.


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