Abolición de la familia, desprivatizar el amor

Abolición de la familia, desprivatizar el amor

Pocas veces se habla de la familia en relación al trabajo y se propone como lugar de intimidad cuando es la unidad básica de esta sociedad: la razón por la que se supone que hemos de desear trabajar y por la que podemos ir a trabajar.

Texto: Ira T

“Desmintiendo farsas que alguien llamó verdad,

que aquí jugamos todas o rota la baraja”

                                                                Ira Rap

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Durante mi niñez solía entretenerme con un juego de cartas llamado “Familias de 7 países”, el cual data de 1965. La dinámica era sencilla, había que reunir en su baza una familia de un mismo país (representadas desde los estereotipos racistas más reaccionarios) al completo: un abuelo, una abuela, un padre, una madre, un hijo y una hija. Blanco, heterosexual y en botella. Creo que recuerdo pocos pasatiempos infantiles que operasen tan ferozmente como un aparato ideológico al servicio de los imaginarios coloniales, heterosexistas y capitalistas como esta “inocente” baraja. Un siglo antes de que José Luis López Fernández dibujase aquellas cartas para la empresa española Heraclio Fournier, Karl Marx y Friedrich Engels publicaban el Manifiesto Comunista, donde formulaban una provocativa consigna que resuena hasta nuestros días: “¡Abolición de la familia! Incluso los más radicales se encienden con esta infame proposición de los Comunistas”.

En nuestro presente, tras una pandemia sanitaria que ha reflejado la magnitud de la crisis mundial de los cuidados, en un contexto neoliberal que mercantiliza la reproducción social al servicio de unos pocos, donde el “cuidar a  los tuyos” se torna un pretexto de la violencia supremacista blanca y fronteriza, donde la nostalgia por un pasado que (nunca) fue mejor nos arrastra a ensueños heteronormativos y capacitistas, ha surgido un interés renovado por las posibilidades radicales de tales infamias. De esta suerte, los feminismos revolucionarios y queer han comenzado a retomar la propuesta comunista de abolir la familia, divisando nuevos mundos que pongan la vida en el centro. Pero, ¿qué significa exactamente eso de abolir la familia? Y, ¿qué puede aportar este horizonte a nuestras luchas cotidianas?

La familia es la unidad básica de esta sociedad, como dice Rojo del Arcoíris, revista marxista queer del Estado español, “para la mayor parte de personas, un futuro sin familia resulta tan inconcebible como un futuro sin capitalismo”. Cuesta horrores imaginar qué habría sido de todas nosotras sin nuestra familia. Algunas pensarán que habrían sido indudablemente más felices, otras menos, pero todas acertarán a ver que no serían la misma persona si no se hubieran criado a través de dicha institución. Asimismo, la familia es -al decir de la escritora Sophie Lewis– “la razón por la que se supone que hemos de desear ir a trabajar, la razón por la que debemos ir a trabajar y la razón por la que podemos ir a trabajar”. Curiosamente, muy pocas veces se habla de la familia como un enclave que guarda relación con el trabajo. Al contrario, parece tratarse de un espacio de intimidad más allá de los tiempos del capital, un refugio de un mundo devastador.

Algunas feministas marxistas italianas (entre ellas Maria Rosa Dalla Costa, Silvia Federici y Leopoldina Fortunatti) llevaron a cabo en 1972 una campaña bajo la consigna de “Salarios para el trabajo doméstico” en la que denunciaban cómo distintas actividades no remuneradas eran naturalizadas en la esfera del hogar. Para desnaturalizar estas tareas, aquellas activistas las nombraron como el “trabajo del amor”. El objetivo de la demanda de salarios para las trabajadoras del amor no era una mera petición reformista para remunerar a quienes desempeñan actividades más allá de la esfera del mercado, sino una crítica política a la institución de la familia nuclear: “Lo llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pagado”. Así, podemos entender la familia como una fábrica en la que les y las trabajadoras del amor producen una mercancía muy especial: aquellos trabajadores (porque eran hombres, quienes, en su mayoría, ejercían trabajo asalariado) que venderán su fuerza de trabajo por un salario. No obstante, del mismo modo que no es lo mismo cocinar magdalenas con tus amigas que trabajar en una fábrica de magdalenas, no tendría por qué ser lo mismo amar que desempeñar el trabajo del amor. Esta es una de las claves centrales para comprender la abolición de la familia: en la familia, como dice Kathi Weeks, feminista marxista, el amor está privatizado. Frente a quienes dicen que ahora las transfeministas queremos robarles a su abuela, no podemos sino responder que lo que queremos es que puedan tener muchas más abuelas y madres y padres y primos y primas que, paradójicamente, en tanto sean abundantes y no escasas, ya no serían familia.

El amor familiar es un amor propietario, está basado es una escasez estructural de los afectos, la cual hace imposible la idea misma de amor. A este respecto, Sophie Lewis apunta que  amar a los miembros de tu familia no está reñido con el compromiso de abolirla sino que, por contra, si entendemos el amor hacia otra persona como luchar por su autonomía así como por su inmersión en los cuidados, en la medida en que tal abundancia sea posible en un mundo asfixiado por el capital, entonces “restringir el número de madres (de cualquier género) a las que un niño tiene acceso, en el nombre de una maternidad «verdadera», no es necesariamente una forma de amor digna de tal nombre”. Me parece interesante reparar en la importancia que el término amor tiene en los feminismos abolicionistas de la familia, pues la infame proposición del comunismo nunca fue otra que la de socializar el amor. En la medida en que en el mundo capitalista no tenemos garantizado el cuidado si abandonamos la familia, M.E. O’Brien declara que abolir la familia se puede resumir en que “ninguna persona esté ya unida violentamente a otra”.


En este sentido, nadie debería temer que el apoyo y el cariño que ha conocido en los lazos de parentesco capitalistas puedan desaparecer con el horizonte de la abolición de la familia. En su lugar, la abolición nos invita a expandir la capacidad de amarnos mucho más allá de la esfera doméstica, de ver en todas las personas a alguien a quien cuidar y por quien ser cuidadas. Esta debería ser una reivindicación central para toda política feminista transformadora, pues trasladar los cuidados de la esfera privada a la comunidad es, a su vez, abrir la posibilidad de que toda persona pueda abandonar una relación con la que no se siente a gusto. Subsistir ya no dependería de un vínculo de dependencia con quien puede oprimirnos. Pero, ¿queda este horizonte tan lejos como pensamos? ¿Y si en nuestras militancias cotidianas ya estuviésemos sembrando parentescos alternativos?

No en vano, es justamente en las comunidades queer y racializadas, así como entre otros grupos marginalizados y expulsados de los circuitos hegemónicos de la reproducción social, que se han puesto en práctica formas alternativas y más amorosas de parentesco. Alexis Pauline Gumbs, escritora y activista, sostiene que para el sistema las personas racializadas nunca deberían sobrevivir y, si lo han hecho en parte gracias a sus madres, eso las convierte en militantes queer. Es crucial entender cómo el colonialismo arrebató a las mujeres racializadas la posibilidad de la crianza, bien a través de políticas de control de la natalidad, como de robo de bebés nacidos de esclavas, para poder vislumbrar en la maternidad negra algo que va más allá de la reproducción. Es en estos términos que Diane Bogus propuso el término moms de plume, aludiendo al papel de la maternidad reparadora de comunidades devastadas. En esta misma línea, durante la crisis del sida, las comunidades queer forjaron una red de familias elegidas desde las que cuidar aquellas vidas que el sistema había considerado que no debían ser lloradas. El activista marica de ACT UP Douglas Crimp respondió a la acusación de que la promiscuidad de los hombres gais era responsable de la epidemia del sida diciendo que “en realidad, es nuestra promiscuidad la que nos puede salvar”, en tanto permitía una multiplicación de los cuidados. A este respecto, aquellas comunidades que han aprendido a reproducir colectivamente, más allá de cualquier lazo de sangre, las vidas desechadas por el capitalismo, están llevando a cabo un trabajo abolicionista de la familia, una labor de ingeniería de mundos y parentescos por venir. Pues, como dicen Rojo del Arcoíris en su manifiesto: “Las vidas negras que el capitalismo desprecia, las vidas queers que el capitalismo desprecia, las vidas discas, psiquiatrizadas que el capitalismo desprecia, contienen el potencial imaginativo para las relaciones sociales del futuro comunista”.

Entonces, ¿hacia dónde caminamos cuando reclamamos la abolición de la familia? La respuesta es sencilla, queremos la desprivatización del trabajo del amor, queremos dejar atrás una intimidad doméstica cómplice de reproducir un mundo injusto para soñar con una promiscuidad de cuidados hoy inimaginable. Las abolicionistas decimos, fundamentalmente, que seis cartas que deben permanecer juntas a la fuerza se nos antojan una vida de violencia y escasez, que igual ha llegado el momento de romper, de una vez por todas, la maldita baraja.


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