El cuerpo correcto

El cuerpo correcto

Mi deseo ha crecido, sí, pero no es irrefrenable. Las emociones positivas también aumentan. Todavía no veo todos los cambios físicos que espero de la testosterona, la adolescencia tiene su ritmo: barba casi impúber, unas entradas, gallos en la voz...

14/09/2022

Ilustración: Dacal.

“Esto también me pasa a mí con el estrógeno”, dice una voz detrás de mí, “Y esto, y esto”.

Una mano de mi mujer me abraza los hombros. Con la otra, señala tres líneas en el documento que estoy escribiendo.

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Mayor estabilidad mental.

Control sobre las emociones.

Estado de ánimo general mejorado.

Son parte de la sección Cambios a nivel psicológico del texto Efectos de la testosterona. Recibo un beso en la mejilla. Miro hacia atrás. Me llevo un beso en los labios.

He escrito otras cosas, como Aumento de la libido o Mejora del apetito, pero me quedo mirando las tres que ha señalado. Están en el medio de la lista, como si no fueran lo primero que se me viene a la mente cuando me preguntan que cómo llevo las hormonas estos últimos meses. “Pues muy bien”, les digo, “muy tranquilo”.

Es una respuesta muy simple a un tema que no lo es. Antes, cuando se me preguntaban cómo estás, respondía “bien”, a veces con una media sonrisa. “Bien”, me repetía. Mi mente tiende (o tendía) a duplicar pensamientos, triplicarlos, darles la vuelta. Me ahogaba dentro de mí mismo. La testo lo ha cortado de cuajo.

Un posicionamiento: según la definición tradicional, soy un transexual de la vieja escuela. Mi disforia es física, visceral. Un dolor para el que durante mucho tiempo se me negaron las palabras. No me importa el género. Podría haberme llegado a declarar abolicionista del género en mis tiempos si no fuera porque esa expresión se utiliza como martillo para herir a otras personas trans.

Mi experiencia no es la misma que la de las personas que no tienen disforia o que deciden no transicionar físicamente, o que no quieren los mismos cambios que yo. Pero que nuestras experiencias no sean iguales no las hace menos válidas. Existen muchas maneras de ser trans, porque existen muchísimas maneras de ser persona.

Por eso me revuelve por dentro la hipocresía de les que dicen estar “a favor de las personas transexuales, no de las transgénero”, o “en contra de lo queer”. En primer lugar, es el mismo y asqueroso soniquete de les que dicen estar “a favor de los gays, no de los maricones”. Como si los nazis y las transexcluyentes no se hubieran pasado meses acosándome, insultándome y tejiendo enrevesadas especulaciones sobre mi vida personal y sexual.

Existe una facción entre las personas trans, las truscum o transmedicalistas, que tratan de alegar que solo las personas con disforia física que exigen cambios médicos merecen la etiqueta de trans. Ese triste intento de vender a su gente por unas migajas de respetabilidad siempre sale caro. Les que nos odian siempre apuestan por el “divide y vencerás”: dentro del feminismo, dentro de la comunidad LGTBQI+, dentro de la propia comunidad trans. Siempre se empieza por los elementos menos “respetables”, menos aceptables para la sociedad cishetero, y se sigue recortando hasta que no queda nada.

En segundo lugar, porque citando por una vez al viejo libro, no soy el guardián de mi hermano. Ni de mi hermana, ni de mi hermane. Es más, no creo que mi hermane ni nadie necesitemos un guardián. Nadie debe pasar por un proceso médico caro, lento, ineficaz y degradante para ser quien es. Ser trans es parte de la diversidad natural del ser humano, y dentro de esa propia identidad cabe muchísima gente.

En mi camino hay hormonas y cirugía. No se las impondría a nadie, pero yo las necesito. Podría escribir sobre cómo de pequeño rechazaba no solo la ropa, sino cualquier identidad femenina. Sobre cómo, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, respondía en masculino. Sobre cómo mi pubertad me disoció por completo de mi cuerpo y cómo ese abuso de la naturaleza abrió la puerta a otros atropellos. Sobre cómo tanteé el camino a la transición a ciegas, sin referentes, sin atreverme a soñar, hasta encontrar a gente como yo.

Desde hace unos meses, todas las mañanas abro un sobre plateado y me aplico el gel, incoloro, con olor a etanol. Concentración de testosterona del 1 por ciento. Los minutos siguientes dejo que se seque sobre mi piel. He aprendido a integrar ese ritual en mi vida diaria, unos preciosos minutos solo para mí: me cepillo los dientes, escucho la música que me apetece, me aplico un exfoliante y un tónico en un patético intento de ser metrosexual.

Los cambios físicos han empezado a asomar como brotes en primavera. Hago inventario de ellos: una barba de chaval casi púber, que no conecta con las patillas. La voz se me ha roto: ya no puedo alcanzar el rango de soprano que tenía antes, y a veces me salen gallos como al epónimo Claudio. El fantasma de unas entradas. Y, como onde a una pubertad, mayor olor corporal y algún ocasional y perdido grano.

¿Eso es todo? Eso es todo. Me gustaría ver cambios en la forma de mi rostro, en mi musculatura, en la redistribución de la grasa, pero todos los que veo son lecturas de posos de té que pueden atribuirse a otras causas, como el verano o el ejercicio. La adolescencia marcha a su propio ritmo biológico, indiferente a lo que quiero, como siempre.

Es una alegría íntima descubrir el caminito oscuro que baja del ombligo hasta el pubis, los pelitos que brotan uno a uno en el pecho. Celebro en secreto los propios cambios en mi sudor o en la textura de mi piel.

La libido. Se vende, tanto en círculos reaccionarios como popfem, el discurso de que la testosterona convierte el impulso sexual en un monstruo irrefrenable. Siempre me ha sorprendido que un esencialismo tan rancio se haya dejado pasar sin ninguna clase de polémica. Mi deseo no es en absoluto incontrolable. Ha crecido, es verdad. También, como la ira, se ha vuelto más físico, más inmediato. ¿Hasta qué punto es una cuestión química, o porque me gusta más verme como me veo, porque no estoy disociado con mi cuerpo?

Porque aquí llegamos a otra cosa de la que no se habla: a muchas personas transmasc se nos hace avergonzarnos de lo que queremos. Incluso en la comunidad LGTB se ha infiltrado la insidiosa y sexista concepción de que el cuerpo de la mujer (blanca, convencional) es inherentemente más estético y atractivo que el de un hombre. Los rasgos masculinos son animales, indeseables, nos recuerdan a una materialidad de la que queremos huir. ¿Cómo podemos decir que lo anhelamos?

Y la comunidad terf lo sabe: hablan con asco de los pelos, del olor, del acné y de todos los cambios que trae la testosterona, como si fueran deformaciones, máculas sobre la pureza de un lienzo femenino. De nuevo, los mismos argumentos que esgrimen contra las chicas trans, que son los mismos que se emplean contra todas las mujeres que no entren en el molde de la feminidad patriarcal.

Transicionar, para mí, tiene mucho de hacer habitable el cuerpo al que se me arrojó con la existencia. Sin embargo, los cambios que realmente importan son los que no se ven.

La disforia de género es un término tan interno, tan fantasmal, que se niega a menudo su existencia. Al faltar vocabulario, las descripciones entran en el terreno de la metáfora.

Para hablar de su descontento en su matrimonio, Maggie habló de sentirse como una gata en un tejado de cinc recalentado por el sol. Tú, lectora: ¿has bailado descalzo sobre una chapa caliente?

Se puede vivir así. Pones un pie, lo apoyas durante unos segundos, hasta que es demasiado, y lo levantas. Colocas el otro pie en otro sitio, y repites el ciclo. A veces pruebas otras estrategias, como buscar un rincón con menos sol, o apoyar ambos pies con la esperanza de que, si aguantas unos segundos, acabará doliendo menos. La chapa quema. Levantas otro pie.

Vive así más de treinta años. Te llaman por un nombre con el que no te identificas. Tu cuerpo se desarrolla con una forma que choca con tu sentido del yo más interno, pero no puedes decirlo. En las historias, la gente como tú son, indefectiblemente, monstruos o hazmerreíres. En las noticias, estadísticas. Peor aún, culpables.

Todes les niñes LGTBQIA+, migrantes, neurodivergentes, discas, todes les niñes que no encajan en la norma conocen ese sentimiento de culpa que se nos inculca mucho antes de saber el por qué. Nuestra existencia está mal, es un pecado indefinido que cambia de forma según a quién preguntes. Una presión constante, que te aplasta como una boa constrictor, quitándote un poco de aire cada vez, haciéndote sentir vergüenza de estar vivo. Las otras personas no entienden por qué algunas cosas te cuestan tanto.

No sé si mi definición es universalizable, pero lo que se conoce como euforia de género es, para mí, alivio. Es un cubo de agua fría sobre la chapa. Son unos zapatos que te protegen del calor. Podemos estirar la metáfora hasta descoyuntarla como a un desgraciado sobre un potro, pero se puede resumir así: algo que estaba mal deja de estarlo.

La mente cambia, mucho más que el cuerpo, y a varios niveles. Están los superficiales: “mayor nivel de energía”, aunque eso se compensa con el cansancio de ser padre y trabajar. El “aumento de la irritabilidad” es un tema complejo.

Me enfado más, y más a menudo. Es, a la vez, un enfado más simple, puro y digerible que el que sentía antes de la testosterona. Antes, describía mi ira como una burbuja de veneno que ascendía lentamente por mi pecho, aceitosa, pegajosa, que cuando estallaba destrozaba todo lo que le rodeaba. Ahora es un sentimiento volátil, físico, que me sube a las manos y a la cabeza y se va como el agua filtrada por la tierra. Los primeros meses, aleteaba cuando me sentía exasperado. Ahora sé anticiparlo. Lo espero. Lo vocalizo. Se me pasa.

Igual que con el deseo. Lo siento. Me dejo sentirlo. Lo disfruto, experimento con este nuevo fluido multiforme, esta sensación de poder y reconexión. Exploro un cuerpo nuevo, con reacciones nuevas y diferentes, que es el mío propio. Las personas con las que comparto esta dimensión de mi vida también parecen disfrutarlo.

La comunidad científica parece hablar de un sentido interno del género que se estabiliza en torno a los tres años. Los tránsfobos hablan de eso como una entelequia, como si el cerebro no fuera un complejo sistema de galgas y válvulas que miden el equilibrio interno, el reconocimiento de seres queridos, lo que es real y lo que no, la lateralidad del cuerpo. Podría empezar a citar estadísticas

Solo sé que estoy mejor. Que las emociones positivas están creciendo en mí como plantas en un planeta antaño hostil. Que la terraformación está trayendo cambios inimaginables en mi psique, derritiendo los glaciares de la disociación, cambiando la temperatura de mis océanos de tristeza. Es difícil hablar de la salud mental en términos no afectados.

Hablo con mi amiga Celia sobre su transición. Ella está recorriendo la “otra” vía. Le pregunto por los efectos mentales de la terapia hormonal. “Ha mejorado mi propriocepción”, me dice. “Ya no me siento como una cabeza precariamente equilibrada sobre un cuerpo que detesto”.

Asiento, aunque ella no puede verme al otro lado de la línea. Entiendo lo que quiere decir: cuando no tienes conexión con tu cuerpo, recurres a lo cerebral. “No ha resuelto mis problemas, pero sí me ha dado más herramientas para afrontarlos. El estrógeno me ha hecho fijarme más en los detalles de mi cuerpo. Me hace sentirlo como mío y querer cuidarlo.

“Sanación irreversible”, como decía Devon Price. Tengo más esperanza en el futuro, continúa. Se me hace un nudo en la garganta.

Porque es eso. Tanta palabrería, tantas discusiones, se reducen a eso: vivir la propia vida. Ser capaz de sentir esperanzas. “¿Por qué transicionas?“, preguntan a menudo. Por amor a mí. A mi cuerpo, que no es el equivocado, que es en el que vivo, que quiero sentir como mío.

Nuestras historias se repiten una y otra vez. Transicionar, en general, está relacionado con una mejora espectacular de la salud mental. La transición entre menores se relaciona con una disminución del 60 por ciento en síntomas depresivos, y de un 70 por ciento en conductas suicidas. La tasa de arrepentimientos es inferior al uno por ciento.

Los intentos de suicidio en personas trans expuestas a terapias de conversión en cualquier momento de su vida se doblan.

Me miro en el espejo. Me miro. Mi sonrisa es la mía, es de verdad, se me escapa por las costuras.

En unos meses, en menos de unos años, podré habitar un cuerpo que se alinea con el mío. Hubiera podido, incluso, seguir mi proceso en secreto, borrar mis fotos antiguas, vivir como lo que se conoce como stealth, fingir que nunca fui trans, presentarme como un hombre cis, normal, con barba, quizás algo bajito. No obstante, cuando esa posibilidad se hizo tangible, la rechacé.

Existen mil motivos para ser stealth, que pueden ir desde la seguridad hasta la simple preferencia, pero no es un estilo de vida para mí. Quizás porque siento que sería entrar en otra jaula, que me abocaría al miedo y a la paranoia, pero hay otro motivo.

Mi rostro se parece mucho al de la persona que se presentaba antes, con otro nombre. Las personas trans tenemos una relación compleja con las identidades pretransición y con el llamado necrónimo. No sé hasta qué punto esa chica llamada Esther fue una máscara, cuánto de ella llevo dentro de mí. Le doy las gracias por haber sido tan fuerte.

Gratitud es una palabra tramposa, en la que es posible perderse, pero es muy real, y se la debo a muchísima gente. No solo a ella, que ya no está, que nunca quiso estar, sino a mi familia, a mis amigues, a tantes desconocides que demuestran día a día que es posible, que podemos estar bien. Que nuestros cuerpos son los correctos.


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