Estamos FRITAS (Feministas Radicales Inclusivas con las Trans)

Estamos FRITAS (Feministas Radicales Inclusivas con las Trans)

La polarización en el debate sobre la prostitución ha barrido a las abolicionistas que se sitúan en los grises y que, sobre todo, no defienden posturas transexcluyentes ni punitivistas.

13/07/2022

Cómo afrontar la prostitución es uno de los grandes debates dentro del feminismo, de los que más dolor genera y también de los que más división interna ha provocado. La polarización creciente tampoco ha sido de gran ayuda, y mucho me temo que solo tomando partido desde lugares intermedios que se alejen de las posiciones excluyentes que han proliferado en los últimos años podremos afrontar un debate tan delicado como este.
Por este motivo, escribo pensando que criticar una corriente determinada del abolicionismo puede provocar que me leáis como regulacionista, que las abolicionistas, en consecuencia, me odiéis, que las regulacionistas no me reconozcáis como feminista por ser abolicionista y todo esto, además, al mismo tiempo. En esta ocasión, esta sensación no tiene que ver con el síndrome de la impostora, sino con la vigilancia extrema que nos hemos impuesto las unas a las otras dentro del feminismo, esa férrea división que hace que las alertas nos salten como un resorte. Me intento convencer de que alzar la voz, tomar partido y no escaquearse también es, en parte, una obligación ética feminista.

Hace unas semanas, en un evento feminista, varias compañeras abolicionistas hablaban del cansancio, de la tensión un día sí y otro también, del miedo a posicionarse abiertamente y, sobre todo, de la angustia por expresar matices entre las dos posturas aparentemente mayoritarias. La inseguridad que nos paraliza como mujeres se refuerza con demasiada facilidad al encontrarnos ante un debate hostil que acaba silenciando nuestras voces.

Muchas feministas no expresan sus opiniones abiertamente por cómo pueden interpretarse por parte de ambas posturas. Si te mojas es para colocarte en un bando, no hay lugar para lo intermedio. Si dudas, para las abolicionistas eres cómplice del proxenetismo, para las regulacionistas pasas a ser considerada una tránsfoba, punitivista y privilegiada. La instrumentalización del feminismo radical para construir una corriente transexcluyente por parte de unas pocas ha levantado dos bloques aparentemente monolíticos enfrentados que, a su vez, ha arrastrado otros muchos debates hasta el punto de que todo parezca girar en torno a esta cuestión de manera interesada. Hay muchas feministas que defienden ideas que no pueden encasillarse en estos corsés, pero apenas hay espacio para sus voces. Como feminista crítica con la prostitución, abolicionista diría, a pesar de sentirme mejor definida por la palabra antiprostitución, término que acuña Beatriz Gimeno en su libro La prostitución: aportaciones para un debate abierto, esta tensión se ha convertido en una fuente de angustia.
El abolicionismo no es un ideario cerrado, pero el que ha contado con mayor visibilidad después de la gran huelga del 8M, al menos en el Estado español, es de carácter transexcluyente con muy poca sensibilidad a la hora de abordar la realidad de las mujeres migrantes y, en demasiadas ocasiones, con una complicidad abierta con las medidas punitivistas. En este contexto, ser abolicionista transincluyente se ha convertido prácticamente en un tabú dentro de los feminismos. ¿Quién querría vincularse a una posición política que se relaciona con la transfobia, el privilegio blanco y la mirada punitivista? No hay duda de que gran parte de las abolicionistas somos transinclusivas, pero en cambio nuestras voces han contado con mucha menos repercusión que las que sí lo son. No es de extrañar que la hartura por cómo se silencia la pluralidad del feminismo sea un estado de ánimo generalizado.

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Se ha construido una imagen mayoritaria del abolicionismo que deja fuera del propio feminismo abolicionista a gran parte de las feministas antiprostución que conozco. La transfobia nos ha expulsado a muchas de un espacio activista que considerábamos nuestro, por no hablar de cómo las propias mujeres trans también se han visto forzadas a marcharse cuando justamente son ellas quienes en mayor proporción se ven abocadas a la prostitución.

El debate sobre la inclusión de la tercería locativa en la ley del solo sí es sí, así como el de la proposición de ley para tipificar como delito todo tipo de proxenetismo y el lucro ajeno en la prostitución, ha recrudecido las diferencias. Mientras las que cuentan con altavoz lo celebran, las abolicionistas críticas sin altavoces mediáticos nos planteamos de qué van a vivir estas mujeres si la ley no incluye alternativas laborales, recursos materiales, ayudas sociales, etcétera. En definitiva, dónde están todas las políticas públicas que les garanticen que no tengan que ejercer la prostitución en mayor situación de vulnerabilidad, si cabe, por no tener alternativas laborales reales. ¿Cuál es el motivo de que esas medidas no se conviertan en ley para que sean un derecho para todas las mujeres en situación de prostitución independientemente de la modalidad en la que la ejerzan?

El Estado cuenta con serias limitaciones para abordar la prostitución en una coyuntura política neoliberal por la estrecha relación que guarda este fenómeno con la feminización de la pobreza. Por no hablar de que la política de fronteras en muchos puntos depende de la Unión Europea, cuyas instituciones políticas se caracterizan por su poca permeabilidad democrática. En cambio, estas barreras tan difíciles de sortear no deben ser la excusa para mantenernos en silencio de modo que las divisiones continúen siendo paralizantes. El debate en la sede parlamentaria, al mismo tiempo, presenta la oportunidad de visibilizar posturas intermedias ajenas a la polarización. Es precisamente esta ambivalencia lo que convierte esta cuestión en un reto de altura para los feminismos. Esto ya no se trata de cuánto discutamos entre nosotras, ni de lo fuertes que puedan ser nuestras divisiones (que lo son), sino de influir en la legislación que determine las condiciones de estas mujeres para que el Estado no empeore sus condiciones de vida.

 

En este contexto, se presenta como imprescindible resignificar la palabra abolicionismo para que deje de ser sinónimo de una visión antipolítica que genera desafección y abatimiento entre las propias feministas. El camino es apostar por un abolicionismo en el que las mujeres trans no solo sean “aceptadas”, sino que formen parte desde el primer día y cuya existencia no sea cuestionada, ni utilizada para dividir el movimiento; un abolicionismo que ponga en cuestión la ley de extranjería por la relación directa que guarda con la extrema vulnerabilización de las mujeres migrantes; un abolicionismo que ponga en el centro las condiciones materiales reconociendo que la feminización de la pobreza arrastra a las mujeres a la explotación sexual en el patriarcado; un abolicionismo crítico con el punitivismo que resuelve con sanciones, multas y penas lo que debería abordar con educación sexual y con políticas públicas de Estado; un abolicionismo transincluyente, de clase y antirracista, en resumen. Un abolicionismo que deje fuera la transfobia que nos ha excluido a tantas activistas feministas, y de paso nos dé cobijo para paliar esta soledad que llevamos arrastrando en los últimos años. Un abolicionismo donde reconocerse las unas a las otras aceptando las diferencias y gestionándolas a través del debate y la organización colectiva. Solo así podremos acabar con la usurpación del propio abolicionismo y del silenciamiento de gran parte del movimiento feminista.

Si este prohibicionismo disfrazado de abolicionismo resulta finalmente aprobado, las posiciones regulacionistas se verán reforzadas a largo plazo por ser la única alternativa para las mujeres que quieran reclamar derechos al Estado sea cual sea la actividad que desarrollen parar vivir. La izquierda que aplaudía el discurso de Ciudadanos hace unas semanas en el Congreso de los Diputados sobre este tema no tendría problemas en encontrar unos extraños compañeros de viaje para legislar sobre prostitución. ¿Quién va a convencer a las mujeres en prostitución de que el abolicionismo es la solución si se toman medidas prohibicionistas, en nombre del mismo, que las perjudican? Lo cierto es que tampoco nadie querrá convencerlas, más allá de las que quieran hacer un ejercicio de cinismo político sin contemplaciones. El Estado siempre ha operado en contra de las mujeres en prostitución, pero en esta ocasión se tomaría como excusa el abolicionismo, dejándonos desarmadas para próximas batallas.

El sufragismo se hermanó con el abolicionismo hace ya varios siglos. Josephine Butler fue una de las pioneras en criticar la reglamentación de esta actividad que se encontraba detrás de la vulneración de los derechos de las mujeres en prostitución en el siglo XIX. La política de los gobiernos de aquellos años tenía un enfoque higienista patriarcal que responsabilizaba a las mujeres en prostitución de la propagación de las enfermedades venéreas, llegando incluso a realizarles exámenes médicos involuntarios con la finalidad de proteger la “salud pública”. La lucha de estas “activistas” contra las leyes contagiosas acabó teniendo incidencia política tras muchos años de reivindicación colectiva ¿Qué tiene que ver eso con expulsar a las mujeres trans del abolicionismo? Recojamos de nuestra genealogía la sororidad necesaria para construir desde el debate y la gestión de las diferencias el abolicionismo transincluyente que está por venir. El cansancio, la desafección política, y la rabia también son políticas. Salgamos de este callejón sin salida impuesto mediante la acción política organizada. Dejemos de estar fritas, para ser FRITAS: Feministas Radicas Inclusivas con las [personas] Trans.

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