Vida neoliberal y disputa cultural: otras cartografías políticas

Vida neoliberal y disputa cultural: otras cartografías políticas

La disputa cultural debe prestar atención a todo aquello que está mostrando que la identificación entre vida y capital está fallando: ansiedad, tristeza, falta de sentido, cansancio, estrés, aceleración, vacío… Estas experiencias son invisibilizadas al ser leídas como problema individual y silenciadas porque son expresión de una fragilidad que tratamos de no mostrar.

04/05/2022

Lucía Gómez Sánchez. Departamento de Psicología Social. Universitat de València.

¿Qué es una vida que merezca la pena ser vivida? Cuando ponemos en el centro esta pregunta nos damos cuenta de su carácter intempestivo. Es una pregunta que nos descentra, nos incomoda o paraliza, desarticula un guion previo. Es una pregunta que tiene la potencia de interrumpir porque apunta directamente hacia lo que no nombra: ¿qué clase de vida estamos viviendo ahora?, ¿sobre qué se sostiene?, ¿qué perseguimos cada día?, ¿dónde ponemos nuestro esfuerzo y nuestro tiempo?, ¿por qué?, ¿para qué? Desde la economía feminista algunas voces insisten en la potencia de la pregunta para abrir grietas en la noción de vida, capitalista y heteropatriarcal, que compartimos. Nos permitiría, desde una dimensión existencial, encarnada, desestabilizar un orden que sostenemos cotidianamente con nuestras aspiraciones, elecciones, prioridades y deseos.

La pregunta por una vida digna y por las condiciones que la harían posible nos obliga a un ejercicio de situación: debemos responderla desde la materialidad de nuestros cuerpos. Desde ahí podremos construir colectivamente un suelo, es decir, una forma de pensarnos que reconozca el carácter vulnerable y precario de cualquier vida, nuestra condición radicalmente interdependiente y ecodependiente. Y un suelo que se convierta en apertura politizadora porque nos separa de una idea de nosotras mismas anclada a la ficción de la individualidad y la autosuficiencia. Porque nos hace entender que la vida es considerada (unas vidas más que otras) como un medio al servicio de la lógica de acumulación de capital. Y porque nos impulsa a elaborar alternativas que rompan la jerarquía que invisibiliza y devalúa el espacio reproductivo (el espacio de los cuidados que permiten sostener cotidianamente la vida) frente al espacio productivo.

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Sin embargo, ¿es una pregunta posible? ¿Sabemos aterrizar en la materialidad de nuestros cuerpos para poder responderla? ¿Podemos atenderla, dejar que nos invada y permita esa apertura politizadora? ¿Percibimos cotidianamente ese conflicto entre el capital y la vida o, por el contrario, sufrimos sus efectos sin reconocer ese antagonismo?

Más allá del discurso: una sensibilidad capitalista

Para reflexionar sobre estas cuestiones vale la pena acercarse a una concepción del neoliberalismo no solo como un modelo socioeconómico sino también como una forma de racionalidad que coloniza nuestra concepción de qué es una vida buena, haciendo que se ajuste a las exigencias plurales del capital. Podemos decir que el neoliberalismo actúa para bloquear la pregunta misma, la cierra una y otra vez y de mil formas posibles. Por eso mismo, esa noción hegemónica de vida es lo que hay que convertir en espacio de disputa ética y política.

La identificación que propone el neoliberalismo entre vida y capital no es solo ideológica, es sobre todo afectiva, corpórea. La racionalidad neoliberal no se centra solo en nuestras creencias, opera más bien modulando actitudes, favoreciendo determinadas inclinaciones, construyendo deseos, capturando nuestros afectos, produciendo cuerpos que se identifican voluntariamente con el guion que sostiene las formas de vida capitalistas. Un guion o regla de juego que nos coloca en la posición de empresarias de nosotras mismas que conciben la vida como un proyecto individual en competencia con los otros. Un proyecto que debemos diseñar libremente y que tiene como horizonte la optimización continua e ilimitada de lo que somos, de nuestro rendimiento y de nuestro goce. Un proyecto en el que aprendemos una lógica instrumental que nos invita a rentabilizar cada decisión, situación o relación. Nuestra manera de percibir y percibirnos es afín a esos códigos individualizadores. Pero también nuestras formas de valorar, de amar, de disfrutar, de sentir. Por eso, distintas posiciones y miradas confluyen en una lectura del neoliberalismo heteropatriarcal como productor de formas concretas de sensibilidad. Entre ellas, la propuesta de Rita Segato describe una sensibilidad que nos vuelve insensibles al dolor del otro, producto una pedagogía de la crueldad por la que aprendemos una lógica cosificadora ligada al mandato de masculinidad. Una sensibilidad que es condición necesaria para sostener el capitalismo extractivista, el capitalismo de rapiña.

Ampliando nuestra cartografía política

Esta concepción del neoliberalismo como una micropolítica que produce nuestra interioridad nos obliga a reflexionar sobre la manera de entender la disputa cultural en torno a la vida buena. La necesidad de construir otros imaginarios, articular nuevos relatos, promover horizontes emancipadores y sentidos diferentes prioriza, en muchas ocasiones, el plano discursivo. Y desde esa crítica ideológica experimentamos una y otra vez un doble fracaso: por un lado, las dificultades de alterar un sentido común hegemónico que nos hace aferrarnos a una comprensión de nosotras mismas que niega la vulnerabilidad y que naturaliza procesos que suponen un ataque a la materialidad de la vida. Por otro, la capacidad del neoliberalismo para reapropiarse y fagocitar el discurso crítico, incorporándolo pero desprovisto de su carga antagonista (como ha pasado con los conceptos de sostenibilidad, innovación, creatividad, igualdad…). Nos cuesta percibir que la batalla está teniendo lugar en otro lado, que antes de la batalla de “ideas” debemos problematizar aquellas prácticas, algunas escasamente politizadas, que nos anclan a esas formas de vida que queremos cambiar. Ampliar así el espacio de lo que consideramos político.

A modo de cartografía, parcial y limitada, señalo tres espacios que requieren crítica y confrontación porque marcan los límites desde los que pensamos a qué vida podemos aspirar.

(i) Prácticas evaluadoras y competición: la imposibilidad de un nosotras
La concepción meritocrática de la vida nos hace creer que las diferentes posiciones de desigualdad en el espacio social son producto del esfuerzo individual y, por tanto, cada quien tiene lo que se merece. Se trata de uno de los elementos que con más fuerza se oponen al reconocimiento de la interdependencia. En nuestro contexto neoliberal, la meritocracia es articulada a partir de un entramado o dispositivo que conjuga prácticas evaluadoras y discursos (empleabilidad, talento, emprendimiento, esfuerzo, marca, calidad o excelencia). No hay espacio educativo o laboral que no esté atravesado por la exigencia naturalizada de una competición que requiere nuestra implicación voluntaria, autorregulada (y afectiva, si es posible) y nuestra aceptación de que no hay meta estable a la que podamos llegar porque nuestro esfuerzo no debe tener límite. Nos construimos encarnando estas reglas de juego, haciéndolas nuestras incluso cuando nuestras creencias quieran cuestionarlas. Cuerpos que desde la infancia aprenden que el otro es un obstáculo o alguien que aporta beneficios. Cuerpos que van experimentando la imposibilidad de construir un nosotras o nosotros que no sea bajo una lógica de transacción. Cuerpos cansados y castigados que, persuadidos u obligados a negar la propia vulnerabilidad, sienten un rechazo visceral a cualquier propuesta política redistributiva.

(ii) Psicologización y gestión emocional: la interiorización del conflicto
La psicologización de la realidad es otro de los elementos sobre los que es necesario poner el foco. De nuevo, nos encontramos con dispositivo heterogéneo de prácticas y discursos cada vez más presente en entornos educativos y laborales y que nos ofrece la herramienta explicativa hegemónica para interpretar lo que nos ocurre: la responsabilidad de nuestros éxitos y de nuestros fracasos es individual. No existen marcas de clase, género, raza…que debamos tener en cuenta. Este esquema explicativo se complementa con una proliferación de ofertas terapéuticas que intentan reparar, en clave psicológica o farmacológica, una fragilidad no permitida. El ideal de buena vida se ha traducido en términos de bienestar psicológico o felicidad privada que puede alcanzarse mediante la voluntad y que se convierte en objeto de consumo mercantilizado. Al mismo tiempo, las prácticas ligadas a la gestión emocional trabajan para construir una nueva jerarquía afectiva donde la negatividad siempre es insana. Las emociones que puedan suponer un rechazo al orden existente (indignación, tristeza, frustración…) son estigmatizadas al tiempo que se instrumentalizan aquellas que pueden ser útiles en términos de productividad o simplemente que nos permitan soportar las diferentes situaciones de precariedad. De este modo, los variados tentáculos de esta mirada psicologizadora confluyen en provocar una invisibilización cotidiana del conflicto capital/vida.

(iii) Virtualización de la vida: parálisis y anestesia
Es necesario analizar el impacto de las tecnologías digitales sobre nuestra sensibilidad y nuestras formas de vida. Algunas de las lecturas que están emergiendo recientemente aportan luz para elaborar una crítica feminista a la virtualización de la vida: ¿qué efectos tiene una comunicación sin cuerpos?, ¿dificulta la empatía, la capacidad de sentir y comprender a las otras?, ¿son posibles los cuidados en el espacio virtual?, ¿la espectacularización de nuestra vida o el estado conexionista en las redes es un espejismo para soportar mejor fragilidad de nuestros vínculos o nuestra precariedad cotidiana?, ¿qué relación trazamos entre la captura de la atención, la adicción a la simultaneidad acelerada y la imposibilidad de pensamiento crítico?, ¿el exceso de información nos moviliza o provoca parálisis por saturación?

Politización del malestar y crisis de sentido

La disputa en torno a la noción hegemónica de vida debe descender a las prácticas concretas en los que aprendemos a competir solas, a sentir culpa en lugar de indignación, a perseguir una comunidad sin cuerpos y sin límite.

Al mismo tiempo, la disputa cultural debe prestar atención a todo aquello que está mostrando que la identificación entre vida y capital está fallando: ansiedad, tristeza, falta de sentido, cansancio, estrés, aceleración, vacío… Estas experiencias son invisibilizadas al ser leídas como problema individual y silenciadas porque son expresión de una fragilidad que tratamos de no mostrar. Es importante ponerlas en un primer plano, dejar que irrumpan en nosotras, escucharlas y darles legitimidad cuando las encontramos en nuestros grupos. Descubrirlas también en nuestro imaginario visual y sonoro (*). Y no taparlas con discursos precocinados. Se trataría de aprender a politizar ese malestar a través de una lectura colectiva que además de permitirnos reconocer la vulnerabilidad negada nos ayude a percibir de forma encarnada las múltiples caras del conflicto entre el capital y la vida: en un modelo de ciudad que nos expulsa, en la exigencia de productividad que nos enferma, en un cuerpo que nos hacen sentir como inadecuado si envejece o engorda, en la imposibilidad de habitar el presente por la experiencia acelerada del tiempo, en la vida endeudada, en unas formas de entender la educación que nos preparan para ser mercancía flexible…

Bajo la forma de síntoma emerge también un deseo que no se encauza bajo las múltiples formas de satisfacción y consumo mercantil y que por eso señala su imposibilidad de proporcionar anclajes y sentidos. Un deseo que cuando no es reconducido hacia derivas neofascistas (que reclaman una vuelta a identidades excluyentes) apunta hacia algo que nos falta: reconocimiento, vínculos con los demás y con la naturaleza, arraigo, memoria, comunidad, nuevos rituales…Hacia ahí se dirigen las propuestas situadas, la experimentación feminista que, de formas diversas, se atreve a recuperar espacios donde construir una vida digna de ser vivida.


Nota de la autora: esta reflexión intenta mantener un diálogo con las propuestas de Amaia Pérez-Orozco, Astrid Agenjo y Yayo Herrero dirigidas a poner la sostenibilidad de la vida en el centro y hacerlo problematizando la producción de subjetividades neoliberales. Es una cartografía parcial que pretende señalar algunas prácticas que, en el plano cultural, permiten un ajuste entre vida y capital. Un ajuste que también se produce por la fuerza violenta de la coerción, por la asimetría de posiciones que encontramos en los procesos generalizados de explotación y expolio.

(*) Un ejemplo que expresa de forma elocuente esta irrupción del síntoma es el video de Residente de su canción René que provocó una conmoción colectiva. A pesar de que predominaron explicaciones psicologizadoras (depresión, alcohol, nostalgia de la infancia), René muestra una deserción de un presente inhabitable y una afirmación desesperada de aquello que sí sostiene una vida.

Este texto ha sido publicado en el monográfico de Economía feminista, que ahora puedes conseguir en pdf. Los monográficos entran en varios tipos de suscripción, busca la que encaja contigo

 

 

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