Úteros malignos: apuntes de historia de la medicina
La legislación de 1329 prohibió a las mujeres valencianas ejercer medicina y farmacia bajo pena de exilio, aunque se las exhortaba a cuidar de niños y enfermos a condición de no manejar medicamentos.
Los colegios de médicos rechazan el concepto de `violencia obstétrica` y dicen que no existe en España” (El Salto. 13/7/21)
“Trastornos de la regla y otros desarreglos: la incógnita de los efectos secundarios tras la vacuna del coronavirus en mujeres” (El País. 8/8/21).
El silencio y el juicio moral o psicológico son dos componentes históricos del tratamiento sobre la salud de los cuerpos con útero. Si no nos llamaran locas por hablar de violencia obstétrica o por hacer notar desarreglos menstruales, romperíamos con la inercia histórica del discurso tecno-científico hacia nosotres. En el verano de 2021, los colegios de médicos no solo no reconocían la práctica de la violencia obstétrica, sino que negaban el concepto mismo como categoría de pensamiento. Otra gran “incógnita” recorría la episteme médica en las mismas fechas: ¿era posible que las vacunas contra el coronavirus provocaran trastornos en la regla? La incertidumbre que rodea siempre a la menstruación excede el contexto en sí y entronca con las disparatadas narrativas sobre los fluidos y la anotomía considerada maligna.
Ya en la Antigüedad, Galeno primero y Avicena después, se habían referido a la naturaleza interior de las mujeres como fría y húmeda, cualidades que consideraban inquietantes. Esta turbación clásica frente a los humores uterinos fue rescatada en el mal llamado Renacimiento por las corrientes ideológicas que buscaban oponer las ideas de varón y mujer. Gran parte de estos argumentarios estuvieron basados en supuestos descubrimientos fisiológicos.
En 1543, Andreas Vesalio, pionero de la diferenciación anatómica y, por tanto, del binarismo de género, explicó en De humani corporis fabrica, que los órganos sexuales femeninos no eran más que un calco interior de los masculinos en su versión fría y húmeda. Vesalio ilustró para el imaginario cultural una naturaleza simétrica: un falo invertido con cavidades pastosas.
Un punto de inflexión en las políticas disciplinarias sobre nuestros cuerpos se dio durante el Concilio de Trento (1543-1563), acontecimiento histórico sobre el que el feminismo debería volver una y otra vez. Aquí, una serie de leyes prohíben a la cristiandad prácticas medievales habituales como las curas de mal de madre, la herborología, la fitoterapia, la sanación con leche materna, la magia performada con sangre de menstruación, el ejercicio de las comadronas, etcétera.
Tras Trento, el saber ancestral femenino, particularmente el médico, fue perseguido y tachado de irracional, supersticioso y carente de valor social. Esta deriva de la literatura médica había alcanzado uno de sus puntos álgidos con la “aparición” del clítoris para la ciencia en 1561. A partir de ahí, la malignidad de los genitales de la mujer cis fue consagrándose como una característica biológicamente justificada. En Castilla, el médico Huarte de San Juan dio un paso más allá en esta interpretación y propuso cierta falta de racionalidad inherente a esta humedad y frialdad anatómica. Su obra, Examen de ingenio para las sciencias (1575), pretendía estandarizar el discurso médico para el incipiente Estado-nación y afianzar el binarismo de género. Por supuesto, fue un best-seller, la justificación científica que la jerarquía patriarcal necesitaba para imponerse. La malignidad y la incoherencia no solo eran cosa de jóvenes menstruantes. En Comadronas-brujas en Aragón en la Edad Moderna: mito y realidad, Tusiet Carlés explica como “la menstruación era un humor maligno y, siendo así, las mujeres menopaúsicas poseían una complexión particularmente venenosa ya que, debido a su edad avanzada, no expulsaban, sino que retenían 1os menstruos o malos humores”.
En resumen, para los expertos varones del Renacimiento el útero nos dotaba de un desvarío considerado, simplemente, natural. A pesar de que la Revolución Científica se desarrollaba con éxito y rapidez, la teoría sobre los humores y la perversidad del útero, la menstruación y la complexión anatómica de las mujeres dejó de investigarse. El consenso de la comunidad de expertos sobre la vileza del útero era tal que clausuró el debate durante tres siglos.
No siempre había sido así. Las profesionales de la salud anteriores no habían sido marginales. En Europa se dieron nombres tan conocidos como el de Trótula de Salerno o Hildegard von Bingen, médicas reputadas. Sin embargo, según se extinguía la Baja Edad Media, se excluía crecientemente a las doctoras medievales del potente campo simbólico de la medicina. Por poner un ejemplo peninsular, García Bellester recoge la legislación de 1329, por la cual se prohíbe a las mujeres valencianas ejercer medicina y farmacia bajo pena de exilio, aunque se las exhortaba a cuidar de niños y enfermos a condición de no manejar medicamentos. Los relatos de sanación entre mujeres desaparecieron también de la producción cultural. Nunca más volveremos a leer una escena como la que tiene lugar en la cama de Areúsa, cuando la comadre Celestina alivia su dolor menstrual tocándole los pechos, enredándose ambas en un hermoso ejercicio de placer lésbico y curativo que quedará fuera de la norma hasta los albores del siglo XX. Podríamos incluso afirmar que, aunque hoy el lesbianismo esté normalizado en ciertos espacios, no así el tratamiento de enfermedades como la dismenorrea, que llega incluso a considerarse un dolor “normal” que deben sufrir las mujeres.
Con trescientos años de retraso con respecto al resto de las ciencias de la salud, nacieron en el siglo XIX la ginecología y la obstetricia modernas, y lo hicieron sobre los cuerpos torturados de tres esclavas afroamericanas en Alabama. Los fundadores de esta rama médica se llamaban James Marion Sims y Alexander Skene, médicos que experimentaron sin anestesia con estas tres mujeres llamadas Anarcha, Betsy y Lucy, entre 1845 y1849. Esta historia no es más que el ejemplo último de cómo el desarrollo de determinadas ramas de la salud está marcado por el sufrimiento de aquellos cuerpos que se deseaba conocer: los nuestros. Sims y Skene inventaron el espéculo y “descubrieron” las glándulas de Skene, nomenclatura actualmente en vigor. A resultas de este capítulo histórico, actualmente nombramos nuestra anatomía con el apellido de un torturador.
Pensando en Galeno, Avicena, Vesalio, Huarte de San Juan, Sims y Skene podemos decir que la evidencia histórica nos lleva a pensar que la medicina, si no nos ignora, por momentos ha pasado de puntillas sobre nuestras vidas. ¿Qué hacemos?