Psicofármacos que acallan, contienen y someten: del psiquiátrico al paritorio y más allá

Psicofármacos que acallan, contienen y someten: del psiquiátrico al paritorio y más allá

Son muchos los espacios en que muchos psicofármacos, antes que una herramienta terapéutica o clínica, son instrumento de contención y sometimiento. No solo tras los muros del psiquiátrico, en centros de menores o en CIEs; también en vuelos de deportación de migrantes, en cárceles e incluso en paritorios se denuncia el uso sin consentimiento informado de psicofármacos potentes como antipsicóticos que anulan voluntad y someten a la persona drogada.

Texto: Marta Plaza
07/07/2021
Imagen de la campaña de 'El parto es nuestro' en contra del uso del haloperidol

Imagen de la campaña de ‘El parto es nuestro’ en contra del uso del haloperidol. Más información en https://www.elpartoesnuestro.es/

Desde los activismos locos creemos que muchas de nuestras reclamaciones, como pasa con tantos otros movimientos sociales, no solo nos beneficiarían a nosotras, como personas que sufrimos especialmente las violencias que conlleva la psiquiatrización, sino a la sociedad en su conjunto. Esto es así cuando señalamos los problemas del biologicismo y del modelo hegemónico en la atención a la salud mental que ignora causas sociales individualizando malestares y tratamientos. También cuando advertimos de que este sistema patologiza la diferencia, la falta de productividad en un capitalismo que la exige segundo a segundo o el no plegarse a la cisheteronorma y, en general, a lo que se considere normativo, más allá de la identidad de género y la orientación sexual. O cuando reclamamos la necesidad de sostener en comunidad nuestros dolores y malestares, sin aislar tras muros y pastillas a quien se rompa, impidiéndonos también como sociedad hacernos cargo de nuestros vínculos o poder actuar sobre lo enloquecedora que es la vida tal y como la hemos construido para intentar levantar futuros diferentes. Aunque no debería hacer falta el beneficio propio a la hora de proteger los derechos humanos amenazados de un colectivo ni tampoco para asegurar que las condiciones de vida de toda la población son dignas y vivibles, es cierto que muchos cambios que reivindicamos locas y loques no nos beneficiarían solo a las personas psiquiatrizadas sino a la sociedad en su conjunto.

Se hace preciso aunar fuerzas y establecer alianzas en la construcción de ese futuro, como ya vienen haciendo los colectivos activistas de personas psiquiatrizadas sumándose a luchas como la del 1º de mayo interseccional; señalando cómo violencias estructurales como el racismo tienen su impacto en la salud mental (y a su vez, el sistema sanitario reproduce ese racismo en la atención que da). Más recientemente el manifiesto por el Día del Orgullo Loco incluyó reivindicaciones sobre derechos laborales, contra la pobreza o por la despatologización trans. A su vez, desde el movimiento feminista o el colectivo LGTBIQ+ se están incluyendo también menciones expresas a las compañeras psiquiatrizadas, su institucionalización y la vulneración de DDHH en este área.

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En esta ocasión quería centrarme en cómo determinados psicofármacos potentes están siendo utilizados, más allá de cualquier intención terapéutica, con una función de acallar, contener o someter a la persona drogada con ellos. Uno de estos fármacos, el antipsicótico conocido como haloperidol, es el protagonista de la campaña ‘Haloperidol en el parto, nunca más’ que iniciaron las compañeras de El Parto es Nuestro el pasado 8 de marzo. Con esta campaña denuncian como violencia obstétrica el uso de este antipsicótico en parturientas, sin consentimiento informado, administrado conjuntamente con un analgésico opiáceo, la dolantina, sintiéndose en la práctica como “una potente camisa de fuerza química”, leemos en los documentos que han elaborado como material de difusión. “Cuando revisamos la historia de esta práctica encontramos que la inclusión original del haloperidol (u otros neurolépticos) en el cóctel nunca fue para tratar las náuseas como se argumenta ahora, sino para favorecer que las mujeres estuvieran quietas en el parto. Es decir, la ventaja de dar neurolépticos en el parto era la sedación y sumisión química que producían en la mujer, lo cual sin duda permitía que le fueran realizadas otras intervenciones en el parto sin su consentimiento y/o conocimiento. Lo cierto es que el haloperidol asociado a la dolantina se usa como contención química y no está avalado por la evidencia científica”, señalan.

Ibone Olza, psiquiatra especializada en salud mental perinatal, también ha denunciado el uso de haloperidol en algunas intervenciones. En ellas explica cómo el uso de antipsicóticos en combinación con opioides se inició en partos a finales de los años 50: la ventaja que encontraban es que las dejaba quietas y sedadas, con lo que llamaban una “indiferencia psíquica”. En los años 60 y 70 se usó bastante con distintos neurolépticos implicados y, a partir de los años 80, con la llegada de la anestesia epidural, esta combinación decayó en su uso. España es el único país donde se utiliza dolantina con haloperidol hoy, usando el haloperidol inyectable (sin consentimiento informado de las pacientes), a pesar de que la vivencia para las mujeres es casi terrorífica, de no poderse mover, de sentirse drogadas… El Parto es Nuestro ha reunido para la campaña que reclama el fin de esta práctica y ofrece algunos testimonios que lo ilustran.

“En el momento en el que me lo ponen en el gotero empiezo a perder la conciencia. Mi pareja se da cuenta de que no soy capaz de hablar. Mira en el gotero y reconoce las siglas de haloperidol (por su profesión está relacionado con estos términos). Cuando ha terminado el gotero yo no me sostengo en pie, no conecto palabras, es literalmente, como si estuviera borracha, de hecho, no recuerdo nada de lo que sucedió después. Según me cuenta mi pareja me deja acostada en la cama y se va a buscar a la enfermera, quiere conocer los motivos de por qué me han puesto una medicación psiquiátrica acompañada de opiáceos… Y por qué no se nos ha informado de que iban a poner una medicación de ese tipo, sus consecuencias, etc. Entre compañeros se van cubriendo, y finalmente una persona le dice que el error ha sido marcar la bolsa del medicamento… Es decir, poner el nombre de lo que era (a lo cual no doy crédito…)”. (Cristina. Hospital Infanta Leonor, Madrid, 2018)

“Recuerdo tener unos dolores terribles y me inyectaron algo en el brazo que nunca supe que fue. La sensación que tuve después fue de estar drogada, desorientada e incluso perdí completamente la noción del tiempo, las horas me parecían minutos. Los dolores persistieron, eso sí. En ningún momento se nos informó de lo que nos hacían, ni de lo que estaba pasando y sus consecuencias”. (MMF, Maternidad de O´Donell, Madrid, abril 2019)

“Desde ese momento, sensación de mareo, en una nube… Sentía las contracciones, pero caía muerta entre ellas. Tanto que no recuerdo casi nada, mi pareja me dice que estaba dormida y me retorcía con las contracciones. No sé qué es lo que me inyectaron, pero yo no esperaba quedarme drogada, sin conciencia de lo que estaba pasando y sin poder ni moverme”. (Ana Isabel L.O. Hospital Materno Infantil de Granada, 2018)

Ana Polo Gutiérrez, otra profesional sanitaria, dedicó su trabajo final de grado de Enfermería al uso de haloperidol en partos y habló con varias matronas y ginecólogas para conocer su experiencia. Una de estas últimas le explicaba que este recurso se usaba más con las pacientes más “descontroladas”. Es algo que también recoge Olza cuando explica que muchas mujeres han recibido este fármaco “tras mostrar una conducta poco contenida, como si se les diera por portarse mal, así entre comillas (…) Es otro testimonio que ilustra muy bien esto que os contábamos, de cuando una mujer da alaridos, o presenta una conducta de quererse mover durante el parto, es más posible que reciba este fármaco”.

Desgraciadamente, las pacientes psiquiátricas conocemos demasiado bien prácticas como este tipo de inyecciones durante los ingresos. Muchas personas denuncian que estas contenciones químicas pueden llegar a ser tan traumáticas como las mecánicas (ser atadas con correas a la cama), ya que la sensación de inmovilidad forzada llega a ser similar. La ausencia de consentimiento informado es cotidiana en los tratamientos farmacológicos que recibimos desde Psiquiatría, no solo en ingresos sino en cualquier consulta ambulatoria. No se nos informa de los riesgos asociados ni en tratamientos incluso pretendidamente crónicos, ni se nos habla de las posibles alternativas: dosis menores, fármacos distintos y mucho menos de las alternativas no farmacológicas. Y por supuesto, nuestra negativa a tomarlos conlleva con frecuencia medidas represivas: nuevos ingresos, incapacitaciones… Hay compañeros que solo han podido hacer valer su derecho a decidir sobre el tratamiento tras ir a juicio (y ni siquiera en los tribunales es fácil conseguir sentencias a nuestro favor).

Tampoco son los paritorios los únicos espacios más allá de consultas psiquiátricas donde se utiliza este tipo de fármaco con un uso no terapéutico y sí de sometimiento. El libro Paremos los vuelos. Las deportaciones a inmigrantes y el boicot a Air Europa, editado por Cambalache en 2014, ya daba cuenta del uso de haloperidol desde los años 90 en estos vuelos de la vergüenza: vuelos utilizados para llevar a cabo las deportaciones de migrantes tras ser expulsados del país. El haloperidol saltó a las páginas de los periódicos entonces por la dramática operación en la que ordenaron drogar a 103 migrantes que fueron deportados en aviones militares desde Melilla a Mali, Camerún, Senegal y Guinea Bissau. Aznar, presidente por entonces, sentenció: “Teníamos un problema y lo hemos solucionado”. 

En estos vuelos de la vergüenza conocidos formalmente como “operativos de repatriación de extranjeros”, y que hoy continúan dándose, no está ausente la violencia policial (incluyendo este tipo de sedaciones forzosas, que el protocolo establece que ejecute el equipo médico que les acompaña). También en CIEs se ha denunciado el uso de la sedación forzosa como herramienta de castigo y sometimiento.

Sedaciones forzosas también en prisión

Las cárceles son otro espacio por el que nos hemos interesado en saber si estas prácticas se repetían. Para ello, hablamos con Francisco Miguel Fernández Caparrós, coordinador del área de cárceles de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andaludía (APDHA). Él confirma: “El uso de psicofármacos desvinculado de un tratamiento clínico o terapéutico es una realidad extendida dentro de los centros penitenciarios”.  Y amplía: “La crítica situación de la atención sanitaria dentro de prisión condiciona de forma crucial el tipo de abordaje que se hace de la salud mental. El principal –y con excesiva frecuencia el único– tratamiento que reciben las personas privadas de libertad con algún tipo de dolencia psíquica es farmacológico”. Se trata de un hecho constatado por el Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) o por el Defensor del Pueblo Español (DPE). En su visita de 2016, el CPT comprobó que, en aquellas prisiones en las que había personas que se encontraban recibiendo atención psiquiátrica, esta consistía “exclusivamente en farmacoterapia y eran visitados de vez en cuando por un psiquiatra”. Por tanto, es una realidad cotidiana la prescripción de psicofármacos dentro prisión. En relación con ello, son frecuentes los problemas no solo en relación con usos que no responden a una finalidad terapéutica, sino respecto a prescripciones farmacológicas que no tienen una adecuada dispensación y control. 

De nuevo encontramos que este tipo de psicofármacos vuelve a utilizarse con función coercitiva. Como explica Fernández Caparrós: “Una de las motivaciones por las que se acude al uso de psicofármacos desvinculado de un objetivo clínico es como medida de contención. Es algo de lo que el Mecanismo Nacional para la Prevención de la Tortura  (MNPT) también ha dado cuenta en su último informe anual en relación con la visita que realizó al centro penitenciario de Almería. El Mecanismo constató ‘que apenas se practican contenciones mecánicas, ya que, según informaron los responsables del centro, ante estados de agitación, resistencia o agresividad se recurre al empleo de psicofármacos”. Para conocer la magnitud del uso de psicofármacos, podemos acudir a los datos de gasto farmacéutico que acredita la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. Es algo que también cuenta Fernández Caparrós: “En 2019 el gasto farmacéutico correspondiente a la adquisición de fármacos ascendió a casi 16 millones de euros, de los cuales unos 3,75 millones de euros se destinaron al consumo de neurolépticos atípicos”.

Reunir esta información permite ver una realidad compartida en distintos espacios que aúnan vulnerabilidades desde muy distintas vivencias, pero en los que se vuelve común el empleo de psicofármacos con una intención represiva o sometedora antes que clínica o terapéutica (y aún habría más que analizar en otros espacios donde vulnerabilidad y encierro se juntan, como son los centros de menores o las residencias geriátricas).

Pensemos, además, que si somos pacientes psiquiátricas resultará mucho más difícil demostrar que el uso de psicofármacos puede no estar teniendo el efecto terapéutico que se les presupone. Nuestra valoración se pone en duda, nuestro criterio se invalida en base a nuestra etiqueta diagnóstica, nuestra voluntad se ningunea. Nuestro rechazo al fármaco -que muchas veces tiene igualmente  que ver con que esa medicación también a nosotras nos produce la confusión, somnolencia, mareos, lagunas en la memoria… que denuncian las compañeras de El Parto es Nuestro, por ejemplo- en nuestro caso se entiende como un síntoma más a combatir de nuestra “enfermedad mental”. Nuestra negativa a tomarlos puede tener consecuencias traumáticas: nuevas violencias como ser encerrada, atada, separada de nuestros vínculos y ver restringidas nuestras comunicaciones, impidiéndonos nuestra defensa.

En mi caso personal, tomaba haloperidol por vía oral al inicio de mi proceso de psiquiatrización en mi adolescencia. Además de tenerlo que combinar con un antiparkinsoniano para intentar reducir los temblores que me producía, me hacía quedarme constantemente dormida (sentarme en un autobús significaba pasarme mi parada una y otra vez), y me impidió leer mientras lo tuve pautado porque el leve temblor del ojo me hacía ver dobles las líneas. Para nadie tuvo importancia que una de las pocas actividades que disfrutaba de mi vida de entonces quedase imposibilitada por el fármaco. “Ei, no puedes leer, ve la tele”, me dijeron como ¿alternativa?

Cuando denunciamos la medicalización de problemas sociales, económicos o de eventos vitales que no deberían afrontarse desde lo farmacológico, o desde luego nunca como única vía, nunca desde la desinformación y nunca contra nuestro deseo expreso, pocas veces se entiende el alcance que tiene el problema. Desde la propia medicalización de experiencias inusuales, eventos vitales no patológicos o circunstancias sociales y económicas sobre las que no se actúa a la falta de un consentimiento informado que contemple riesgos y alternativas; desde la sobremedicación tantas veces impuesta a las consecuencias sobre nuestra salud (tan dramáticas como entre diez y quince años menos en esperanza de vida) por la toma continuada de psicofármacos no deseados (y que otros abordajes no farmacológicos en otras latitudes demuestran innecesaria esa cronicidad en la toma del fármaco). Pocas veces tejemos alianzas más allá de personas psiquiatrizadas en torno a este punto. Con esa idea en la cabeza fue también con la que empecé a escribir este texto. Ojalá más pronto que tarde quede obsoleto porque todas las prácticas que aquí se nombran hayan sido erradicadas.


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