Odio al cuerpo casa

Odio al cuerpo casa

"Habitamos el cuerpo, vivimos toda la vida en él, pero no lo sentimos como nuestro. Hay que hacer del cuerpo una casa", escribe la autora

Imagen: pnitas
21/07/2021

Una casa no es un hogar. Hasta ahí creo que queda todo claro. El arquitecto Juhani Pallasmaa dice: “El acto de habitar es el medio fundamental en que uno se relaciona con el mundo”.

Habitamos el cuerpo, vivimos toda la vida en él, pero no lo sentimos como nuestro. Hay que hacer del cuerpo una casa; una casa que te reciba con las luces del salón encendidas, una casa que te arrope, que te sonría al verte y te diga cosas bonitas.
Habitar el cuerpo, crear en él un hogar, y un hogar no se maltrata.

Habitar es un concepto de aceptación, de aceptar el interior en el que vives. Habitar es más que vivir, habitar es sentir la punta de los dedos y tocarlo todo, habitar es estar agradecida. Por eso habitar también es no dañar la casa que habitas, el cuerpo que vives, el techo que te refugia. Evitar la muerte de cualquier forma, en cualquiera de sus formas. Evitar el daño, la autolesión, el asco al cuerpo que eres tú. Porque a veces no se ve bien, a veces no es que no veas el cuerpo, es que no te gusta lo que ves dentro y disocias y te miras al espejo y los tapas todos.

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Cuando no estás bien, no recoges las cosas del suelo ni de la encimera ni del fregadero. Tu casa es un desorden que se parece mucho al de tu mente, porque estás cansada, porque no tienes ganas o porque “la casa es metáfora del cuerpo y el cuerpo metáfora de la casa”, escribe Pallasmaa en Habitar.

Durante una época, tenía las piernas llenas de lesiones, pequeñas automutilaciones que creía que merecía, como un castigo. Cada vez que discutía, me arrancaba la costra y la piel que venía adjunta, porque la costra es piel dañada, por eso se llama herida. Me tiraba pensando que no debería porque iba a dejar marca, porque me había prometido evitarlo, controlarme para no tirar de un desgarro que se hacía físico para no mirar el emocional. Me tiraba mientras discutía para sentir el dolor de la piel, para no sentir el otro.

Destruimos la casa y tiramos del papel pintado como si fuera un padrastro, pero eso aquí no hay, eso es muy americano. La rompemos para sentir algo porque como la casa es nuestra, no tiene valor; como la casa es nuestra, se nos da sin hacer nada; como la casa es nuestra, no tenemos que cuidarla.

 

En la Mujer casa (1947), la escultora Louise Bourgeois habla de la claustrofobia de tener una casa alrededor de la cabeza, en sustitución de esta, un edificio como si fuera una bolsa de plástico que te ahoga con sus muros a pocos centímetros de los ojos, y habla también de la agorafobia que causa ese encierro, como una cuarentena en pandemia. Un querer salir y no poder, un tener miedo dentro y fuera.

Veo mi propio reflejo en los miedos de mi cuerpo. Habitar el cuerpo a veces da miedo. Odiarlo es más fácil. Arrancarte las postillas es un poco de alivio –un alivio mentiroso, una lona sobre el pozo–. Es mucho más fácil arrancarte postillas que contener el impulso de arrancártelas, es mucho más fácil ceder al daño que tener la fuerza de decir no, y cuidarlo. Debemos querernos lo suficiente para cuidarnos, para saber que nos merecemos el cuidado de estar bien, de no atentar contra nuestro cuerpo, de que nadie atente contra él. Protegerlo resulta un sacrificio, el sacrificio de romper con los patrones aprendidos, los hábitos dañinos y el odio que hemos cultivado tan bien que es como un suspiro. El odio es un autocastigo que nos tranquiliza porque nos lo merecemos, quizás así compense algo.

No. Decir no. Construir una casa, poner ladrillo a ladrillo con las manos; los ladrillos son las manos, las ventanas son los ojos, dice Pallasmaa. Por fin vivir el cuerpo casa, la casa habitada, la casa cuidada y encender un fuego y tostar el pan y destapar los espejos y llegar al hogar.

 

 

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