Nos necesitamos a todas

Nos necesitamos a todas

Las que ponemos nuestros cuerpos en primera línea, denunciando y visibilizando la violencia sexual en la infancia y la adolescencia por parte de familiares, comprobamos, una y otra vez, que nos enfrentamos a una sociedad completamente disociada de la realidad, a la nada, a un silencio insondable. Por desgracia, también, por parte de los feminismos.

“El movimiento feminista hoy no está bastante involucrado en la defensa de la vida de los niños […] Cuando hablamos de violencia contra las mujeres no podemos estar ciegas a la violencia que se ejerce sobre la infancia […]. La defensa de la infancia tiene que estar en el centro de la lucha feminista”, concluyó Silvia Federici en su ponencia junto Irene Montero y facilitada por Irantzu Varela durante las jornadas del 8 de marzo 2021. Para que esto tenga que recalcarse, cabe preguntarnos por qué no lo ha sido hasta ahora.

La respuesta a esta pregunta es mucho más compleja de lo que puede abarcarse en un artículo. Quizá las y los expertos nos hablarían del tabú social, del mito de la familia y la infancia feliz, del adultocentrismo imperante. También habría quien presentara triunfante la recién aprobada ley de protección integral a la infancia y adolescencia sin cuestionar por qué no hemos tenido esta ley hasta el año 2021, si explicarnos por qué las instituciones incumplen de forma sistemática sus responsabilidades en materia de prevención, protección, asistencia y reparación.

Por eso, hoy, me centro en nosotras. Comparto horas de escucha y reflexión con otras que, como yo, encarnamos esta violencia, también con madres encarceladas o en riesgo de serlo por proteger a sus hijos e hijas de los padres agresores. Os escribo temiendo que tras la publicación de este artículo siga sin suceder nada. Porque, las que ponemos nuestros cuerpos en primera línea, denunciando y visibilizando la violencia sexual en la infancia y la adolescencia por parte de familiares, comprobamos, una y otra vez, que nos enfrentamos a una sociedad completamente disociada de la realidad, a la nada, a un silencio insondable. Por desgracia, también, por parte de los feminismos. Ale, ya lo he dicho.

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En parte lo entiendo. Cuando te cuento que pasé toda mi infancia y adolescencia sometida a la violencia sexual de mi padre se te retuercen las entrañas, te atraviesa el alma, te quita el habla. A mí también me pasa. Asumámoslo: nos horroriza pensar en agresiones sexuales sobre los cuerpos más pequeños y a la vez no queremos enfrentarnos a esa macabra realidad. Mirar para otro lado es un acto cómplice, pero también lo es de supervivencia y de privilegio.

Por eso el silencio en los feminismos, tabla de salvación y motor de revolución para muchas de nosotras, es desolador. Prueba de ello es, por ejemplo, la infinidad de ponencias, charlas y otras publicaciones feministas sobre violencia machista donde la infancia y adolescencia apenas se mencionan. En el último informe de Amnistía Internacional sobre violencia sexual en España o en la reciente Macroencuesta de violencia contra la mujer entrevistaron solo a mayores de 16.

Sin embargo, antes de la pandemia, el 47 por ciento de denuncias por violencia sexual en España se perpetraron sobre niñas, niños y adolescentes. Durante la pandemia, en uno de cada tres de los casos atendidos por la Fundación Anar los agresores fueron los padres. La citada macroencuesta arrojó otro dato importante que por desgracia también pasó desapercibido: el 34,5 por ciento de ellas no denunciaron porque eran niñas.

Ya hemos aprendido que las mujeres no mueren sino que son asesinadas, ahora debemos entender que esta violencia, la perpetrada dentro de casa, no es invisible, sino que es sistemáticamente invisibilizada. Las abrumadoras estadísticas, los casos denunciados y los testimonios no sirven más que para ofrecer espectáculo y titulares pornográficos reproducidos sin ningún tipo de análisis y usando el lenguaje judicial: caso, abuso, presunto, víctima, menor, archivo. Así es como se alimenta el suceso, el caso aislado, la monstruosidad lejana. Somos una verdad que no debe ser revelada porque amenaza directamente a la institución que lo vertebra todo: desde los padres de familia al padre nacional. Aterrorizamos a la sociedad.

Para nuestras familias somos, demasiadas veces, traidoras que rompen la mayor de las lealtades. Para la academia somos objeto de estudio, para analizar las secuelas de una violencia que para muchos de ellos y ellas no tiene género. Para el Estado somos cifras sin voz ni historia, sin una estructura social, económica, institucional, política y judicial que las sustente, y así se celebra con complacencia la aprobación de una ley que no contiene ninguna medida de memoria, retractación ni reparación. Para el sistema judicial -las que tenemos el privilegio de enfrentarnos a él-, somos casos archivados, el 70 por ciento, para ser exacta. Si declaramos siendo adultas sufrimos el supuesto “síndrome de la falsa memoria”. Si somos niñas, y conseguimos relatarlo, somos demasiado imaginativas o mentirosas o estamos bajo los efectos de madres manipuladoras con sed de venganza: el falso síndrome de alineación parental (o lo que se les ocurra a partir de ahora). Para la sociedad en general somos víctimas sin capacidad de agencia que tenemos que currárnoslo muy mucho para cruzar el puente que separa a la víctima de la superviviente. Y ahora, con las extremas derechas ensalzando la bandera de la familia cristiana y heterosexual, nos reclaman como objetos de posesión, con un pin, a juego con nuestros apellidos, como señal de propiedad privada. La Familia. Intocable. Ellos deciden, “por nuestro bien”.

¿Y para los feminismos?¿Qué somos?

Dadas las dificultades que hemos encontrado para abordar este tema acudí a activistas feministas con algunas preguntas. Comparto aquí las respuestas que (reiteradamente) recibí, a la espera de las vuestras:

Es un tema muy duro y complicado, cuesta mucho…

Vivimos en una sociedad adultocentrista, la infancia no importa…

Las feministas no podemos hacernos cargo de todo…

Que nos borren, eso sí que es violencia…

Fuera de espacios específicos de infancia, es un tema que cala poco a poco…

No dudo de que los feminismos han abierto una esperanza para todas, todes las infancias y adolescencias. Yo misma publiqué mi historia – Ella soy yo – tras participar en las manifestaciones del 8M en Madrid y las que le siguieron por el caso de la manada. El recuerdo del grito de cientos de mujeres al compás de “hermana yo sí te creo” me acompañó durante las más de dos horas de declaración en la Audiencia Provincial de Barcelona, con mi padre sentado a menos de dos metros de mí. No encontré amparo en la ley, sí en mis amigas. Sin embargo, compruebo que la invisibilización de la violencia sexual contra la infancia y adolescencia solo refuerza un sentido de la sororidad que hace que tras la palabra “hermana” se asuma solo a mayores de edad. Y cuando se viralizan lemas como “no es no” o “solo sí es sí”, asumimos que todas hemos ya aprendido a hablar o que tenemos opción de pronunciarnos. Asumimos que ya tenemos claro que “no es un abuso, que es violación”, excepto si no hemos cumplido 16 años y la agresión se perpetra en casa; entonces lo seguimos llamando abuso, seguido de la palabra, “infantil”. Ahí es nada.

“No encontré amparo en la ley, sí en mis amigas”

Ya lo dijo Eva Gilberti en Argentina: “El abuso sexual infantil no existe, porque infantil es un calificativo de abuso y el abuso no es calificable como infantil”. Calificativo que además solo sirve para encubrir la responsabilidad del adulto.

Todas las estadísticas (nacionales, europeas e internacionales) nos dejan meridianamente claro que la mayoría de agresiones sexuales las perpetran hombres de la familia. En casa. También nos indican una violencia extrema y vulneración de derechos estructural y sistemática contra la infancia y la adolescencia en todo el mundo, con independencia de lo muy avanzados que nos autoproclamemos. No podemos caer en la trampa de pensar que una ley le va a poner fin después de siglos de impunidad.

¿Acaso no es la infancia un lugar para unir luchas?

Más allá del rechazo visceral a veces me planteo si nos cuesta tanto hablar de lo que nos sucede en la infancia porque vivimos disociadas de ella, como si esos años los hubiera vivido alguien distinto, sin percatarnos de que (con o sin traumas) está siempre presente. ¿Nos hemos olvidado de dónde y cuándo empiezan las violencias que atraviesan nuestros cuerpos, ya sean emocionales, físicas, y/o sexuales? En un momento en el que estamos revelando la verdad de las mujeres, si no contamos nuestras infancias revelamos una verdad a medias. Es ineludible que examinemos nuestro adultocentrismo, los vínculos familiares, las propias heridas heredadas, además de escuchar empática y políticamente las de otras, para que nuestras historias de dolor, lucha y resistencia sean incorporadas en el feminismo como ejercicio político de reparación, como paso indispensable para la prevención.

También me pregunto si nos cuesta hablar de este tipo de violencia machista por su vinculación con la maternidad, porque hablar de infancia y adolescencia también es hablar de madres. Y entonces habría que reconocer que hay madres, como la mía, maltratadoras, que no protegen, que niegan, que miran para otro lado, y que son cómplices, consciente o inconscientemente. Y también habría que apoyar, sin matices, a aquellas madres que sí protegen aunque para ello la única vía sea desobecer la ley, rebelarse contra un sistema que protege los derechos del Pater a cualquier precio, que no es otro que el de nuestros cuerpos. Para la opinión publica, las madres son culpables, todas. Por ver y no hacer nada, por actuar demasiado tarde. Por no denunciar, por denunciar falsamente. Malas madres. Hijas culpables. Por no evitarlo, por no hablarlo antes. Padres, agresores, invisibles. Impunes.

Los feminismos me han enseñado que no hay un yo, ni un ellas, sino un nosotras. Que lo personal es político. Pero esto solo ocurre cuando lo personal es escuchado, nombrado, reconocido, colectivizado. No es lo mismo romper el silencio que ser escuchada.

No se trata de confrontar prioridades, urgencias ni derechos. Se trata de ensanchar la lucha para que quepamos todas. Se trata de aceptación, de reconocimiento, de señalar a los agresores, sin taparnos los ojos, derribando la puerta de casa: el agresor, el violador, eres tú.

En este despertar colectivo de conciencia feminista contra todas las formas de opresión, necesitamos urgentemente un discurso, una agenda política y una práctica feminista que defienda los derechos de la infancia y la adolescencia a una vida libre de violencia.

Urge hacerlo, porque es la vida misma lo que está en riesgo.

Urge hacerlo, porque rompe el autoengaño de la familia como lugar de protección y de propiedad privada.

Urge hacerlo, porque lo que nos protege y nos salva son los vínculos, los cuidados, los afectos, las redes, la escucha.

Urge hacerlo, porque de ese modo hacemos justicia con las que ya no están, para las que ya es tarde y para las que todavía estamos a tiempo.

 

 

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