Los módulos psicosociales, una rareza de Bilbao

Los módulos psicosociales, una rareza de Bilbao

Los potentes movimientos vecinales de finales de 1970 y principio de 1980 impulsaron la apertura de los módulos psicosociales de Bilbao, donde ginecología, enfermería, psiquiatría, psicología, trabajo social y asesoría jurídica comparten pacientes atendiéndoles desde un enfoque comunitario.

Ilustración Zuriñe Burgoa.

Los módulos psicosociales de Bilbao son una rareza en el marco sanitario vasco. Quedan tres: en los barrios de San Francisco, San Ignacio y Rekalde. Disponen de dos grandes líneas de atención —a las mujeres y a cuestiones de salud mental—, puedes ir cuando lo necesites y cuidan de ti con un enfoque integral. Una consulta en ginecología puede terminar requiriendo de asistencia psicológica y jurídica, en casos de violencia machista. Una adicción de larga duración necesita algo más que una dosis periódica de metadona; una sesión de psiquiatría, una visita a la trabajadora social, un hola, qué tal va. Los módulos practican medicina público-comunitaria —gratuita—, con especial atención a personas que presentan mayores dificultades de acceso al servicio público estandarizado.

Las demandas sanitarias atendidas son también el relato de los cambios que han acontecido en Bilbao en los últimos 40 años.  Los módulos psicosociales nacieron impulsados por los potentes movimientos vecinales de finales de los 70 y principios de los 80 con dos líneas de actuación muy claras: atender la salud reproductiva de las mujeres y atender también a las personas que consumían heroína. La despenalización de los anticonceptivos data de 1978, la despenalización del aborto de 1985.

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Desde el módulo de Rekalde organizaron viajes en avión a Londres para que mujeres pudieran abortar en condiciones sanitarias y legales —hasta su despenalización, el aborto podía suponer seis años de cárcel, como fueron condenadas ‘Las once de Basauri’—. Rekalde es el único módulo que ofrece en la actualidad un servicio público para la interrupción del embarazo, en concertación con la sanidad vasca.

Los tres módulos mantienen el servicio de metadona, que impulsaron las Comisiones Ciudadanas Antisida a finales de la década de 1990 para la deshabituación de la heroína, una droga que marcó a una generación y a una ciudad.

De la salud reproductiva a la exclusión social grave  

Cuando parecía que todo estaba más o menos controlado en los módulos psicosociales, en los años 2000 tuvo lugar la llegada de personas migrantes, con nuevos vecinos sin papeles válidos para unas administraciones encorsertadas. Los centros siempre han tenido las puertas abiertas a todo el mundo y los oídos atentos a las necesidades emergentes. “La migración ha sido el cambio más importante de los últimos 20 años y nosotras hemos sido un servicio muy necesario”, explica Ana Fernández de Garayalde, la directora del módulo Auzolan de San Francisco, el barrio bilbaíno más diverso. “Hemos atendido a muchas mujeres latinas con problemas asociados al género, a la pareja y a la violencia”, remarca.

“Atendemos a perfiles que no se ven: mujeres sin recursos”, añaden desde Rekalde, a la vez que destacan que la mayoría de intervenciones que realizan son de personas en exclusión social grave. Como antaño, cuando el aborto estaba prohibido, la planificación familiar fue una demanda de la lucha feminista, y el cuidado de personas toxicómanas, una necesidad de familias exhaustas. Los módulos psicosociales siguen enfocando su mirada en lo que aún no cabe dentro del ambulatorio.

Accesibilidad

En la década que comenzó en 2010, llegaron las consecuencias de la anterior crisis económica: los desahucios, se reguló el juego, abrieron las casas de apuestas y Lanbide (el Servicio Vasco de Empleo) obtuvo la competencia para gestionar la Renta de Garantía de Ingresos (RGI), dejando en la estacada a cientos de personas. “Se fiscalizó mucho más. De la noche a la mañana, administrativos de Gasteiz empezaron a revisar expedientes, en vez de ser evaluados por trabajadoras sociales, y cientos de personas se quedaron en la estacada. La burocracia no atiende a personas, solo a números, y faltan miradas de otro tipo para humanizar a las personas”, explica Marta Poves, que lleva 26 años trabajando como trabajadora social en el módulo de San Ignacio.

Y en 2020 arreció la Covid-19: más cuadros de ansiedad y estrés por la incertidumbre de llegar a final de mes. “Destacaría el enorme volumen que tenemos de casos de salud mental. Nos desborda”, alertan desde Rekalde, que cuentan con tres psiquiatras en plantilla. Y, como todos los módulos, han mantenido abiertas sus puertas: “Nuestro punto fuerte es la accesibilidad. Cualquiera del barrio entra. Con o sin papeles, con o sin cita. Y en este momento en que los ambulatorios están bloqueados por tantísimo covid, nosotras hacemos de puente entre sus necesidades y Osakidetza [Servicio Vasco de Salud]”.

Filosofía compartida

Cada módulo es independiente de los otros, pero juntos comparten la misma filosofía, añade Poves. “Lo que genera salud pública y social, no solo sanitaria, es tener un modelo cercano con las personas, y eso no se puede llevar a cabo desde entidades alejadas de los barrios. El enfoque comunitario no puede darse desde un despacho, sino desde aquí, a pie de calle, que es donde atiendes a la realidad de las vecinas y desde donde desburocratizas sus vidas, unas vidas que no siempre entran en lo establecido”, prosigue. Ella utiliza el verbo engarzar: “Estamos engarzadas en el barrio. Y tener una puerta abierta a la calle genera salud”.

Los tres módulos están coordinados con Osakidetza, aunque desde el último cambio informático no comparten informes médicos y las personas usuarias de los módulos los tienen que traer impresos en papel. Pero se derivan de un lado a otro. Los módulos, aunque estén al margen del sistema público, no ofrecen asistencia sanitaria a través de seguros privados. Tienen plena autonomía en su gestión y son gratuitos para todas las usuarias. Deciden dónde enfocan la mirada y a qué destinan los recursos, que provienen de subvenciones del Gobierno vasco, del Ayuntamiento de Bilbao y de pequeñas ayudas que varían anualmente, aunque este año se muestran preocupadas. “Estamos expectantes, el Ayuntamiento ha reducido la partida para este año, sostienen que se debe a la situación general, por lo que está un poco en el aire de quién dependemos y quién se hace cargo de nosotras. Para nosotras es un momento muy incierto que vivimos con bastante preocupación”, reconoce Fernández de Garayalde, del centro de San Francisco.

Desde 1995, este módulo tiene sus instalaciones en la calle La Naja. Abrió sus puertas en 1982 en el barrio Irala, “en un edificio esquinado que ni siquiera tenía baño dentro de los servicios”, recuerda Garayalde. Cuando por fin consiguieron que el Ayuntamiento les cediera un local municipal en San Francisco, se trasladaron con entusiasmo. Desde aquí podían estar en contacto más estrecho con toxicomanías y prostitución. “Siempre nos hemos preocupado de que las trabajadoras sexuales vinieran al módulo”, explica. Aunque esta atención también ha virado en los últimos años, “ya no están enraizadas en el barrio, muchas mujeres van cambiando de ciudad, algunas traficadas, y suelen acudir a la sanidad privada o a golpe de urgencia en la pública, pero para cualquier cosa que les pase en Bilbao, tenemos el servicio abierto”.

En 1997 introdujeron el programa de metadona. “Entonces había miedo a los programas de mantenimiento, a que te convirtieras en camello, pero el sida obligó a cambiar de perspectiva y desde entonces los programas se fueron generalizando”, recuerda. “La metadona supuso un cambio impresionante en la calidad de vida: ahora son personas más funcionales o, por lo menos, personas no muertas. Hemos vivido muchas muertes aquí, por sobredosis y por VIH”, relata Poves. La heroína ya no es primera demanda del servicio de adicciones, se ha convertido en residual. “Ahora vienen los de siempre —el alcohol— y los nuevos perfiles por adicciones al cannabis, cocaína y el juego, explica. Insiste en que desde hace un tiempo se están trabajando en unas adicciones “que antes no se veían”. “Antes llegaban chavales empujados por la familia o resoluciones judiciales, pero ahora llegan personas adultas de más de 40 años fumando diez porros al día”. En cuanto al juego patológico, “siempre ha ocurrido, pero antes tratábamos a personas con un problema de alcohol que jugaba a las tragaperras y ahora con las máquinas del RETA y su facilidad de acceso, la adicción se ha extendido y ha sido la bomba”, continúa.

Las plantillas de los módulos psicosociales apenas han variado durante estas décadas. Empezaron como activistas y se profesionalizaron, compatibilizando militancias. Les preocupa su herencia —¿quién mantendrá su filosofía?, ¿quién defenderá la necesidad de los módulos ante unas administraciones que pueden fagocitarlas o dejarlas de lado?—, pero se muestran optimistas con la nueva oleada feminista. “Para nosotras es una alegría alentadora el rebrote del feminismo y ver cómo ahora la gente joven se define como feminista”, resume Fernández de Garayalde. Y añade un cambio más a la atención que prestan a las mujeres: “Ahora las jóvenes ya no vienen a escondidas, sino empujadas por sus madres, que se preocupan por su salud reproductiva e incluso las acompañan”. Y aprenden que, si necesitan una ginecóloga, en el módulo psicosocial la tienen.

 


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