Limosnas de amores
Conducta romantizada en adolescentes abandonadas.
Uno de los rasgos más significativos para detectar si un o una menor ha sufrido abusos sexuales son las llamadas “conductas sexualizadas”: el niño o la niña utiliza un lenguaje determinado o presenta comportamientos en los que se emulan actividades sexuales más propias de adultos que del desarrollo que cabría esperar para su edad. Hablar de esto en un artículo sobre amor romántico es importante porque, actualmente, en psicología infantil, existe cierta confusión entre las conductas romantizada y sexualizada de las niñas. Son dos cosas bien diferentes y el hecho de que el primer concepto haya abarcado al segundo nos hace ver cómo, lamentablemente, seguimos analizando la realidad de las niñas desde puntos de vista patriarcales.
Si bien el trabajo con menores debe ser meticulosamente personalizado, no podemos dejar de trabajar con generalizaciones porque es a partir de ellas como construiremos reivindicaciones políticas. Por eso quiero desarrollar en este artículo un modelo que vengo observando desde hace años y que no encuentro suficientemente documentado en los textos de psicología infantil o feminismo: el de la conducta romantizada en adolescentes abandonadas.
En una sociedad donde la paternidad tradicional se construyó con base en el trabajo fuera de casa y alejado de la crianza podemos decir que, de alguna manera, (casi) todas y todos fuimos abandonadas o abandonados por nuestros padres. Ser padre, en un patriarcado, es ejercer el poder sin asumir los deberes de cuidado, no estando ni presente ni cercano. Y cuanto más infranqueable emocionalmente, más macho y más respetado será el padre. La consecuencia de la relación del padre con las criaturas fue tradicionalmente un desapego insano que hizo crecer a una generación tras otra sumidas en una enorme inseguridad emocional y en una falta de autoestima devastadora. Esto es así tanto para niños como para niñas. Lo que ocurre es que las perspectivas de futuro para unas y otros son completamente diferentes.
Llegados a la adolescencia tradicionalmente los niños aspiran a la posición de poder, a sustituir o emular al padre abandonador. Intentan llenar el vacío, la falta de amor, el miedo y la inseguridad en sí mismos alimentando el ego. El ansia de poder y dominación actúa como bálsamo en el que se sumergirán para no pensar, para no afrontar, para no sentir… En cambio, ¿qué queda a las niñas?
A las niñas convertidas en adolescentes les queda suplicar limosnas de amores, ejercer desde tiernas edades una conducta romantizada que versarán, sobre todo, en hombres mucho mayores que ellas aunque también entre iguales. Estos comportamientos deben ser acogidos y atendidos por profesionales y por el entorno familiar y social. De no ser así este autodestructivo rol acompañará también en su vida amorosa a la mujer en la que esa menor se convierta con los años.
En la conducta romantizada la adolescente está necesitada de vínculos emocionales estables pero se conforma con vínculos románticos intensos y volátiles. La mirada machista hace que estas muestras de disponibilidad desmesurada a ser amadas sean interpretadas como muestras de disponibilidad sexual, de ahí la confusión a la que anteriormente hacía referencia.
Llegamos así a la cuestión del consentimiento en las relaciones sexuales. Pongamos el ejemplo de cualquier adolescente que vive hoy en un centro de acogida y que jamás tuvo vínculos familiares estables. En la mayoría de los casos la figura paterna es desconocida. Cuando estas niñas ofrecen disponibilidad emocional señores como Woody Allen les cuentan que ellos les van a explicar “cómo hace la gente que se quiere mucho”. El acto se comete casi siempre sin violencia física, pero ¿realmente la chica ha consentido? ¿Podemos hablar de una igualdad de condiciones en cuanto al significado y las consecuencias que tienen para la niña y el adulto?
Reacciones ante la conducta romantizada
Uno de los binomios más tristemente comunes es el de la hija adolescente y el padrastro. Esto ocurre porque en ese orden familiar es común que la madre se sienta apartada y esto genere reacciones del tipo: “La niña lo provoca, me lo quiere quitar”. Si la menor no cuenta con un posicionamiento fuerte de protección materno las posibilidades de que los desastres ocurran aumentan en gran medida.
Otro clásico es el de la hija adoptiva con el padre acogedor o adoptivo. (Véanse los casos de Dylan O’Sullivan Farrow o Susana Guerrero).
El entorno terminará culpando a la adolescente con un amplio abanico de discursos que irán desde “ella lo provocaba” al políticamente correcto “la menor presentaba conductas sexualizadas”, que es la manera en la que la psicología nos dice que “la niña se las traía, era un putón”, pero de forma educada.
La cuestión es que me gustaría que la expresión conducta romantizada empezara a utilizarse para poder diferenciarla de la ya conocida conducta sexualizada. Razonar y expresarnos como los violadores no ayudará a nuestros niños y a nuestras niñas. Llamemos las cosas por su nombre.