Las mujeres que fabrican tus zapatos

Las mujeres que fabrican tus zapatos

Extractos del libro 'Aparadoras' (Libros.com), de las periodistas Beatriz Lara y Gloria Molero y con prólogo de Noemí López Trujillo, en el que se da a conocer las condiciones de las mujeres que sostienen la industria del calzado en la provincia de Alicante.

26/05/2021

Portada del libro ‘Aparadoras’.

Cuando nos ponemos unos zapatos no pensamos en las manos que los han fabricado ni en la trazabilidad de un artículo tan básico y cotidiano. Sin embargo, muchos de los zapatos que te van a sacar de casa están hechos por mujeres maltratadas por la economía sumergida y la precariedad laboral.

Aparadoras (Libros.com), el libro de las periodistas Beatriz Lara y Gloria Molero, quiere dar a conocer las condiciones de estas mujeres que sostienen la industria del calzado en la provincia de Alicante: una industria que supone, aproximadamente, el 90 por ciento de la producción nacional de calzado. Los 21 testimonios del libro trazan un recorrido a través de la economía sumergida y cómo esta incide de manera especial en las mujeres que bucean en ella.

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Las aparadoras son las mujeres que cosen prácticamente todas las piezas del zapato excepto la suela. Es un trabajo arduo, artesanal y que implica muchas horas ante una máquina de coser. Muchas de ellas trabajan desde sus casas o en talleres, en condiciones de precariedad, ilegalidad y explotación laboral.

Soledad explica cómo este puesto de trabajo sigue sin ser tomado en serio: “Una vez escuché que las aparadoras estábamos en nuestra casa muy a gusto… ¡como si no nos hubiéramos levantado a las cinco de la madrugada para trabajar! Además, hemos estado criando a nuestros hijos. Se creen que es un lujo trabajar en casa, hacer la comida, llevar al niño al colegio, al médico… Como estás en tu casa el jornal te lo ganas por tu cara bonita”.

Cecilia habla de su primera experiencia en una fábrica en los años 60, cuando los grandes empresarios del calzado contaban con el beneplácito de las instituciones para salir impunes de graves accidentes laborales: “En la primera fábrica en la que trabajé murió y se enterró a mucha gente. Y todavía quedan algunos con secuelas. También me afectó, pero me salvé. (…) Empezaron los moretones, primero los hombres. Se remangaban y me decían: ‘Cecilia, mírame las piernas, a ver si tengo moretones’. Claro, trabajábamos en una mesilla con los disolventes, la cola… Unos productos que no podías soportar y todo te lo ibas tragando y no teníamos aspiradores. A la gente se le reventaron los pulmones. Murieron la Eva, la María… voy al cementerio y las veo allí”.

Los espacios de las fábricas no siempre están acondicionados pensando en la seguridad de sus trabajadores. P. cuenta cómo los gases de la cola que inhalaba le provocaron una enfermedad neurológica que la dejó paralizada durante meses: “Fue algo progresivo. Dejé de andar. No podía ni comer. No podía hacer nada, no tenía control. No se sabía qué pasaba, la enfermedad iba avanzando (…) Llegué al extremo de que me dieran la extremaunción. ¡Que yo no estaba muerta, yo estaba bien viva, qué cojones!”.

En la industria del calzado también había talleres de mano de obra infantil. Allí llevaban a aquellos que no tenían la edad legal para trabajar pero cuyas familias necesitaban el dinero. En muchos casos este tipo de espacios derivaban en situaciones de abuso, como cuenta Isabel: “El día que entré a trabajar me bajó la regla por primera vez. Estaba todo tan relacionado, y yo me sentía… Yo qué sé cómo me sentía… Entonces fue muy traumático. Un par de días después de empezar pasó por primera vez. Era algo habitual para él. Me dijo: ‘Ven, que te voy a aupar para sacar eso que hay ahí en la pared’, y me aupó para que lo sacara, y me metió la mano por debajo del vestido. Y esa sensación yo no la soporté. Creo que me fui al baño a vomitar, no pude. Y aquel día ya no fui, no fui ni por la tarde, llegué a mi casa y me quedé ahí”.

Los casos de acoso sexual no se limitan a una o dos fábricas. En espacios masculinizados y donde la mayoría del poder lo ostentan hombres, es habitual que se den abusos como el que relata Vicky: “Yo era muy inocente, tendría veinte años y había una relación de poder. Hice muy buenas migas con mi jefe, pero poco a poco eso se fue enturbiando. Yo llegaba y él me pedía que entrase a su despacho. Me retiraba la camiseta y miraba la tira del sujetador para ver de qué color lo llevaba. (…) Me cogía la mano, la ponía en su paquete y me decía: ‘Es que te huelo y mira cómo me pones’. Hay muchas cosas que he olvidado por supervivencia”.

Estos espacios masculinizados no se preocupan siempre por el bienestar de las mujeres que trabajan en ellos. En caso de estar en un puesto no regularizado, la maternidad ni se concibe. Así explica Míriam cómo vivió su embarazo trabajando en una fábrica: “He tenido que aguantar gritos, humillaciones, que me llamaran guarra en mi cara, que no sabía trabajar… En la última fábrica no sabían que estaba embarazada: si se enteraban me tiraban. Pero cuando me hicieron contrato lo dije. (…) En Navidad empezaron a decir que no había faena (…) En realidad nos querían limpiar a todas: a mí que estaba embarazada, a una que se había enfrentado a ellos, a otra que daba problemas… Y yo, como ya tenía lo que necesitaba (…) para cobrar mi paro y la maternidad, le dije a mi marido: ‘Lo siento, pero yo no voy a malparir por ganar cuatrocientos euros al mes trabajando hasta los sábados’. No iba a arriesgar la vida de mi hijo”.

A veces se hacen verdaderos malabarismos para conciliar la maternidad con las jornadas inhumanas de trabajo, tanto en fábrica como en taller. Luz explica cómo una fábrica alteró sus horarios para trabajar de forma nocturna y así escapar de las inspecciones de trabajo: “La época en la que estuve trabajando de noche en la fábrica fue muy mala. (…) Mi hijo pequeño tenía tres o cuatro años. El único privilegio que tenía era que podía recogerlo del colegio. Había días que me esperaba desde que terminaba a las cinco de la mañana hasta las nueve por la ilusión de levantarlo y llevarlo al colegio, porque a mi hijo mayor prácticamente lo criaron mis padres. Claro, trabajando doce horas…”.

Las jornadas de aquellas aparadoras que trabajan en sus casas no se limitan a un horario fijo y muchas vivieron momentos históricos a los mandos de la máquina, como explica Marisol: “Recuerdo estar trabajando el día del intento de golpe de Estado. Mientras aparaba en la galería siempre tenía la radio puesta, porque esa es nuestra distracción, no la televisión. (…) Y de repente: ‘Uy, se ha callado la radio en un momento’. De estar escuchando la cantinela a de repente no escuchar nada. (…) Por la noche ya me enteré de que era el intento de golpe de Estado”.

El aparado se ha ido devaluando, lo que ha dejado a las aparadoras en una situación de desprotección legal tras décadas trabajando sin cotizar. Muchas no percibirán jubilación ni ayudas. Hace tres años alzaron la voz y se asociaron, desde entonces han estado luchando para que se reconozca su situación. Sin embargo, ya hubo un intento de asociación en los años 2000, como explica Chelo: “Las mujeres, como no querían dar la cara cuando salían en los medios, empezaron a taparse la cara. Así nacieron Las Encapuchadas. Cuando nos empezamos a reunir y a salir por la radio un montón de gente empezó a acudir a las asambleas. (…) Pero a la hora de constituir la plataforma mucha gente se echó para atrás porque muchas estaban cobrando ayudas y temían que hubiera repercusión debido a su trabajo en casa”.

El trabajo de aparadora tiene repercusiones tanto físicas como psicológicas. Horas frente a la máquina sin cambiar de posición causan enfermedades como artritis, ceguera, lumbago, desviaciones de columna, etc. En pocas ocasiones se reconocen como enfermedad laboral. Así lo narra Antonia: “Yo tengo fibromialgia. Ahora mismo tengo los dedos dormidos y, por cómo tengo los hombros, el cuello y las cervicales, estoy fatal de los vértigos. Tengo la vista muy mal, también tengo varices. Me duele tanto la espalda que no puedo estar acostada, ni levantada, ni andar. (…) El médico una vez me preguntó cuántas horas trabajaba al día y, cuando le dije que unas once aproximadamente, exclamó: ‘¡¿Qué?! ¡Eso es tercermundista!’”.

A gran parte de las aparadoras les gusta su trabajo. Lo sienten como artesanía, una forma de sentirse plenas y orgullosas de un trabajo bien hecho. Ven cómo de unos trozos de piel nace una obra hecha casi exclusivamente por ellas. Sin embargo, queda poco para que ese puesto desaparezca, como cuenta Gumer: “¿Quién va a sustituir a nuestra generación? No hay gente. (…) Los padres queremos que nuestros hijos tengan buenas condiciones, trabajen ocho horas, les paguen las horas extra y las vacaciones… haciendo doce o trece horas, sin respetar el convenio, es un trabajo duro. Tiene mala fama porque es, y ha sido, una esclavitud”.

En la provincia de Alicante se conocen estas condiciones desde hace décadas, pero las aparadoras han dado un golpe sobre la mesa. Trabajan mediante asociaciones y sindicatos para que se reconozcan sus años trabajados y que se tenga en cuenta todo lo que han hecho por la industria. Es su momento de ser escuchadas y de que se haga justicia: es el momento de dejar de ser invisibles.

 


Precariedad en la industria de la moda:

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