Ocaña, un mito cultural contestatario y exhibicionista

Ocaña, un mito cultural contestatario y exhibicionista

José Pérez Ocaña, icono de la resistencia antifranquista, era un culo inquieto. Desplegaba con encanto sus dotes de "homosexual estrafalario que pintaba cuadros" aunque, a veces, su obra quedaba eclipsada por su histrionismo.

Texto: Alex Ander
Imagen: Gorka Olmo
03/02/2021
Ilustración: Gorka Olmo

Ilustración: Gorka Olmo

Esté donde esté, el artista plástico y performer Ocaña debió liarla parda tras escuchar que el Pleno del Ayuntamiento de Sevilla había aprobado dedicarle una calle. Un reconocimiento merecidísimo porque el andaluz, icono de resistencia de la dictadura franquista, fue siempre un gran embajador de su tierra a pesar de lo regular que muchos se lo hicieron pasar en su pueblo natal.

José Pérez Ocaña nació en el sevillano municipio de Cantillana en marzo de 1947 y tuvo la mala fortuna de verse obligado a crecer en la España rural en los duros años de la posguerra. Es obvio que la sociedad heteronormativa y de valores pacatos que le rodeaba no casaba bien con sus ademanes femeninos y su gran creatividad. “Desde que tenía como cinco años, estaba siempre dibujando”, recuerda Jesús, su hermano mellizo. “Nuestro maestro en la escuela, como muchos maestros de la época, le pegaba una hostia a Ocaña cuando se ponía a dibujar en vez de estar escuchando lo que él le decía. La primera vez, yo igual me contenía, pero ya la segunda mandaba a tomar por culo al maestro, y entonces el hombre salía detrás de los dos. Eso era así casi a diario”.

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Algunos vecinos de Cantillana se burlaban habitualmente de Ocaña. De niño solía hacer el amor con amiguitos suyos en algún pajar del pueblo y perdió a su padre siendo un crío. “Mi pueblo era entonces rico en algodón y mi hermano, con diez años o así, solía salir a cogerlo. Los campesinos se metían con él y entonces Ocaña [a modo de venganza] se meaba en las garrafas de agua que ellos tenían para beber cuando daban de mano”, explica Jesús. Así se las gastaba aquel muchacho tímido y sensible que adoraba a los niños y se comportaba habitualmente con bastante madurez. “En mi pueblo había un cura que era un elemento y que abusaba de los niños. Una vez, con quince años, Ocaña cogió a ese cura y le dijo ‘Si yo me entero que vuelves a abusar de un niño, vas a ver lo que es bueno’. Y ya entonces se acabó aquello”, recuerda nítidamente su hermano.

Lo cierto es que Ocaña lidió como pudo con aquella incomprensión y con la educación represiva que presidía entonces su vida pueblerina. Sin embargo, tras hacer la mili en Madrid, cogió un día sus bártulos y huyó de Cantillana con destino a Barcelona, donde ya se había instalado su hermano Jesús. Allí, como muchos otros jóvenes españoles de la época, se topó con una ciudad relativamente moderna que, al menos para él, supuso un auténtico oasis de libertad donde poder desarrollarse plenamente como persona y artista. “Desde 1972 hasta 1976, estuvo pintando con brocha gorda, y ganaba mucho dinero. Una parte se la mandaba a mi madre y el resto se lo quedaba él para sobrevivir”.

Ocaña vivió durante años en una pequeña buhardilla que alquiló en la Plaza Real, en el llamado Barrio Gótico, donde tenía un altar con una imagen de la Virgen de la Asunción llena de flores en el balcón. Por otro lado, ya prácticamente desde que aterrizó en la Ciudad Condal se puso a pintar cuadros sin parar. Empezó pintando paisajes, escenas costumbristas y vírgenes sevillanas, trasladando a menudo a sus coloridos lienzos los fetiches de la religión andaluza. Al poco, fue también incorporando a su repertorio imágenes de todos aquellos personajes que conformaban la escena marginal barcelonesa que empezaba a observar a diario.

Un día de diciembre de 1975, para darse a conocer, Ocaña se encasquetó un traje de ángel, colocó un lienzo frente al Liceo y se puso a pintar. Se pueden imaginar que no pasó mucho tiempo antes de que el showman se convirtiera en un personaje esencial de la escena underground barcelonesa. Su buen amigo el dibujante de cómic Nazario recuerda sus llamativas performances callejeras y ha sido incapaz de olvidar sus duros enfrentamientos con la policía franquista de la época. Cuenta que, en una ocasión, para celebrar una verbena de San Miguel, Ocaña y él salieron del brazo y travestidos camino del lugar donde se celebraba la juerga. Como aún no había público, decidieron darse una vuelta por la zona de las Ramblas y el Café de la Ópera, cuya terraza —según Nazario— estaba “siempre llena de maricones, intelectuales y artistas”. Aquel día actuaba de señorita de compañía, mientras que su amigo improvisaba o recitaba poemas de García Lorca, consiguiendo atraer rápidamente la atención de los allí presentes: “De pronto, [Ocaña] me pegó un fuerte tirón del brazo diciéndome ‘¡Nena, la Urbana!, e hizo amago de quitarse de en medio. Yo sentí que me cogían del brazo y me pedían que lo acompañara. Era un guardia urbano y cuando otro quiso hacer lo mismo con Ocaña, él huyó Rambla abajo perseguido por otros urbanos. A mí me metieron en el coche que tenían por allí aparcado y, poco después, trajeron a rastras a Ocaña, que se resistía gritando. Lo esposaron y lo metieron en el mismo coche donde yo estaba”.

Puñetazos y patadas

La Guardia Urbana los condujo entonces hasta la comisaría y los metió en una celda. “Al rato”, continúa explicando Nazario, “trajeron a dos más que nos contaron cómo todo el público que había en la terraza de la Ópera y alrededores había comenzado a tirar botellas, sillas y mesas a los otros coches de la Urbana cuando vieron que nos llevaban detenidos. Pronto, lo que llamaron motín, se había convertido en una pelea cuerpo a cuerpo con los policías. No tardó en irrumpir en la celda un grupo de guardias que se calzaban guantes de cuero y comenzaron a ensañarse con nosotros dándonos puñetazos y patadas. Su blanco favorito fue Ocaña, al que no habían quitado las esposas, como si hubiera sido el causante de la revuelta. Nos dejaron maltrechos tirados por los suelos, doloridos y cagados de miedo. Poco después, se nos saltaron las lágrimas a todos cuando se comenzaron a oír los gritos de una manifestación que pedía la libertad de Ocaña, Nazario y José [otro chico detenido, al que llamaban Osito]. Pasaron debajo de la ventana de la celda en donde estábamos encerrados. Luego nos enteraríamos que la manifestación se había formado espontáneamente por el público que estaba en la Ópera, al que se habían añadido muchos maricones y travestis que hacían la carrera por Santa Mónica. Casi de madrugada, nos condujeron a la célebre comisaría de Vía Layetana, en donde la policía nos fichó y nos encerró en un calabozo con otros presos. Poco después, volvieron y nos cogieron a Ocaña y a mí y nos metieron en otra celda. Por la mañana, nos llevaron al Palacio de Justicia, donde el hermano de Ocaña nos trajo ropa de ‘paisano’. Decían que había un motín en la cárcel Modelo, por lo que retrasaron nuestro traslado. Cuando llegamos a la galería, tenían a todo el mundo encerrado en sus celdas y aún se podía oler la peste de las colchonetas que habían quemado. Allí estuvimos tres interminables días. No sabíamos que serían tres. Fuimos juzgados por ataque a la autoridad y condenados. Por ahí conservo la sentencia”.

A pesar de que los palos y las detenciones se convertirían en el pan suyo de cada día, Ocaña fue siempre un tipo contestatario y provocador que defendía a través de sus performances los derechos de las personas homosexuales, en una época en la que hacerlo era más que atrevido. “La desinhibición y absoluta falta de prejuicios de las que gozaba Ocaña no sólo se hacían patentes en sus shows, performances y esos escandalillos que tanto le gustaban, sino también en sus relaciones con la gente. Quiso y respetó (y fue querido y respetado, por ende) tanto al íntegro y prestigioso abogado comunista Josep Solé-Barberà, quien le sacó de más de un apuro legal, como a María de las Ramblas, una deslenguada, vivaracha y desdentada exprostituta a quien mimó y protegió todo lo que pudo, que fue mucho”, explica el artista y guionista de cómics José Miguel González Marcén, más conocido por su alias Onliyú.

El madrileño comenta que Ocaña participó con entusiasmo en las Jornadas Libertarias celebradas en Barcelona en julio de 1977. La celebración de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura franquista, apenas unas semanas antes del mencionado acontecimiento, creó un dilema al sevillano, que no tenía claro si realmente merecía la pena votar o no. “Nadie del entorno de Ocaña habíamos votado”, explica Onliyú. “Algunos procedíamos de lo que llamábamos la extrema izquierda (que considerábamos que lo de votar no hacía sino perpetuar el poder de la burguesía); otros, se tenían por anarquistas de pro (que no iban a votar nunca porque el poder era asambleario); y, unos terceros, no se habían enterado de que había habido elecciones. Entre estos últimos se hallaba Ocaña, que estaba en otras cosas el día ese. Pero a él eso de votar le parecía bien, estaba en un sinvivir y no entendía por qué estábamos tan en contra. A pesar de que confundiera UCD, bien con una marca de galletas, bien con el acrónimo de alguna cadena de televisión extranjera que seguro le iba a entrevistar cualquier día, seguía pensando que eso de la democracia estaba bien”. En este sentido, Nazario también apunta que el comportamiento “descaradamente homosexual, su travestismo y su cohorte de maricones y chulos conformaban una especie de militancia gay que estaba muy lejos de proponerse. Ninguno de nosotros pensamos jamás militar en el recién nacido FHAR [Frente homosexual de acción revolucionaria], teniendo muchos amigos que sí lo habían hecho, como tampoco se nos ocurrió militar en la CNT, aunque todos nos considerábamos libertarios”.

Activismo político a un lado, también resulta evidente que Ocaña fue ignorado por buena parte de la crítica y el público durante años. Con el tiempo, sin embargo, su trabajo fue despertando el interés de varios galeristas, quienes le dieron la oportunidad de exponer algunas de sus obras y propiciaron un sustancial aumento de sus ingresos. “Ocaña estaba convencido de que, para vender su obra, primero tenía que ser conocido por la sociedad a la que pretendía vendérsela”, explica Nazario. “Utilizó su histrionismo, su gracejo andaluz, sus ocurrencias y su versatilidad como hombre/espectáculo, para atraerse al público de su entorno, en general (público de las Ramblas, del mercado de la Boquería, del Café de la Ópera), y a ese público a cuyas fiestas era invitado, como si de un cuadro flamenco se tratara, para amenizarlas. Allí desplegaba sus dotes de homosexual estrafalario que pintaba cuadros. Algunos de aquellos ‘burgueses’ de la zona alta de la ciudad mostraban curiosidad por conocer la obra de aquel sevillano tan divertido; acudían a su casa para conocer de cerca la guarida del artista y, de camino, el artista los enredaba para que adquirieran alguna de sus obras. Para cuando hace su gran exposición en la galería Mec-Mec, ya los medios, algunos artistas y parte de aquella burguesía a la que había pretendido engatusar, acudieron en tropel para contemplar la exposición como si de una performance se hubiera tratado”.

El histrionismo de Ocaña

La espera había merecido la pena para el de Cantillana, que acabó mostrando sus singulares cuadros en galerías de distintas ciudades españolas, aunque obtuvo su mayor éxito de público —más de sesenta mil visitas— con la exposición ‘La primavera’, patrocinada por el Ayuntamiento de Barcelona y exhibida en la capilla del Hospital de la Santa Cruz. Según Nazario, Ocaña sostenía la teoría de que “no sólo su extravagancia atraería a los espectadores/posibles compradores, sino el envoltorio con que procuraba mostrar su obra”. Y fue esto lo que le llevó a incluir con frecuencia en sus creaciones “referencias andaluzas en forma de angelotes y viejas realizados en papel maché y pintados, cruces de mayo, velatorios, farolillos y una tal cantidad de flores y oropeles que atiborraban la galería y entorpecían la visión de lo que realmente deseaba que fuera visto: su obra”. En otras palabras, su trabajo quedaba muchas veces eclipsado por su histrionismo. “Así, las cámaras solo tenían ojos para retratar sus disfraces, sus bailes, sus cantes, sus muñecos y sus decorados como si aquellos fueran realmente su obra artística (que lo eran) y no sus pinturas”.

Los amigos de Ocaña comentan también que el sevillano no tenía horario para trabajar. “Era incansable, y a veces llegaba por la mañana a casa mostrando lo que había pintado la noche anterior”, afirma Nazario. “Una mañana, se presentó con la cabeza de un angelito que había modelado con su propia mierda (a la que luego había dado varias capas de barniz para disimular el olor). Podía pintar con la cama repleta de chulos; con el gato arañando el lienzo; vestida con un roquete de monaguillo; con el disco de Lole y Manuel o de Édith Piaf a toda pastilla, o con la comida pegándose en la cocina. Su gracia, sus bromas y socarronería atraía a los hombres que, en muchas ocasiones, se dejaban trajinar cayendo en sus redes. Decía que ligaba más por pesada que por sus encantos. Pero no era verdad: sus encantos hacían que los chulos no solo no le cobrasen, sino que, enviados a hacerle favores a alguna amiga ‘intelectual’ rica, volvían con el dinero conseguido y lo invitaban a comer en un restaurante”.

Nunca le faltaron los amoríos a Ocaña. Aunque, tal y como señaló en alguna que otra entrevista el propio artista, las relaciones de pareja monógamas no estaban hechas para un espíritu libre como él. “Siempre estoy libre. Las relaciones de dependencia son muy enajenantes. Odio el contubernio. Mis amores son de semanas o meses. Soy totalmente infiel”, dijo una vez a un periodista. Era un culo inquieto y atrevido que siempre estuvo buscando crecer personal y profesionalmente. Por eso, aceptó encantado la oferta de la revista Party para posar desnudo en sus páginas interiores. O esa otra del barcelonés Ventura Pons, que le propuso protagonizar Ocaña, retrato intermitente (1978), un documental de culto —que fue seleccionado en el Festival de Cannes— donde el director de cine mostraría la realidad de la Barcelona de la transición, al mismo tiempo que daría a conocer al público a la persona detrás del transgresor artista, y otorgaría visibilidad a cuestiones como la identidad queer, el travestismo o la hipocresía burguesa. “De que Ocaña era ambicioso no cabe la menor duda”, apunta Onliyú. “Él mismo contaba a quien quisiera oírle que se proponía ser ‘la reina más reina de todas las reinas’, quiera decir eso lo que sea. Le encantaba que le fotografiaran, que le adularan y hasta que le veneraran. Pero había, como si dijéramos, una cierta ciclotimia en su ambición. Y, a veces, le daba todo lo mismo”.

Y como todo en la historia del genuino Ocaña ha de ser espectacular, cabe señalar que ya solo el episodio de su temprana muerte daría para una película tragicómica. En el verano de 1983, el artista regresó a su pueblo para descansar unos días. Estando allí, se animó a participar en un desfile infantil organizado por la Asociación de la Semana de la Juventud. Ocaña apareció en el evento disfrazado de sol, con un elaborado vestido de papel y tela que él mismo había fabricado. Ya al final del recorrido, las bengalas que adornaban el disfraz se incendiaron accidentalmente y prendieron el traje, causándole quemaduras de primer y segundo grado. “Los tratamientos para curar las quemaduras no tuvieron en cuenta la fragilidad del hígado a consecuencia de la hepatitis [que había tenido] (él no dijo nada y los médicos no lo descubrieron), por lo que se sucedieron las complicaciones, muriendo a los pocos días en el hospital [García Morato] de Sevilla”, apostilla Nazario. “El fotógrafo que había hecho un seguimiento de la comitiva que había recorrido el pueblo con chicos disfrazados con gigantes y cabezudos, al visitar a Ocaña, que estaba en su casa a la espera de que llegara una ambulancia que lo condujera al hospital de Sevilla, fue increpado por el artista mitómano diciéndole: ‘¿Me has hecho fotos cuando estaba ardiendo?’. El chico le respondió que había tirado la cámara y había corrido a auxiliarle. La gran diva, frustrada, respondió: ‘Pues chico, ¡te has perdido la foto de tu vida!’. Ella debió querer decir ‘de nuestras vidas’ pero, discretamente, omitió el plural”.


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