Hablemos de bebés, de sus necesidades y derechos

Hablemos de bebés, de sus necesidades y derechos

"Lo más perjudicial del adultocentrismo es trasladar nuestros pensamientos, expectativas y necesidades adultas al bebé", escribe la autora.

10/02/2021
Ilustración: Señora Milton

Ilustración: Señora Milton

En una sociedad altamente adultocéntrica, la infancia no tiene cabida. Menos aún cuando se encuentra en sus primeras etapas de desarrollo. Así, vemos a los y las bebés dentro de un proceso evolutivo donde el fin último es llegar a ser personas adultas. Este proceso lineal hace que no podamos analizar al bebé en su presente, sino como un ser incompleto, en constante construcción, que no es nada ahora mismo, tan solo un proyecto de ser humano.

Aunque las necesidades de los y las bebés hayan sido ampliamente estudiadas, es difícil obviar a toda una cultura. De esta forma, muchas familias sienten grandes contradicciones cuando sus bebés no se adaptan a las necesidades culturales aprendidas y demandan cosas que no esperaban. Como seres humanos, somos seres culturales, sin embargo, como afirma la antropóloga María José Garrido en su libro Etnopediatría: infancia, biología y cultura (2017), “el bebé humano sigue diseñado para cumplir las mismas expectativas que hace miles de años”, creando un desajuste con una cultura en continua transformación y que no siempre va de la mano de estas necesidades biológicas. En esta contradicción entre necesidades biológicas del bebé y culturales de la madre, aparece la alusión al instinto materno, que puede ser criticada por su esencialismo (a diferencia del “deseo materno” que, como expone Casilda Rodrigáñez, puede ser altamente revolucionario). Sin embargo, como seres emocionales (y con una importante parte biológica que emerge en procesos como el parto o la lactancia materna) sentimos cosas que no podemos explicar de una forma racional.

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Así, algunas mujeres, sobre todo feministas, pensábamos que nada iba a cambiar en nosotras con la maternidad. Escribí un poema tras mi primer parto que decía en una de sus estrofas: “Una antropóloga enfrentándose a la peor de sus debilidades: hoy todo es naturaleza”. Sentí la oxitocina por mi cuerpo, una fuerza irracional durante el parto y, cuando nació mi bebé, un enamoramiento tan profundo que era incomprensible para mi mente lógica. Y sufrí una catarsis. Había una conexión casi espiritual entre mi bebé y yo, a pesar de la violencia obstétrica a la que la mayoría de nosotras somos sometidas durante el proceso del parto y que tantas veces dificulta este vínculo. Así, me di cuenta de que era la primera vez que conocía a un bebé y que no se parecía en nada a esos seres que había visto antes y de los que tantas cosas había escuchado. La infancia está tan apartada de la sociedad que aparece ante nosotras como una mitología. Hay pocas madres maternando en espacios públicos y poca infancia fuera de los espacios adaptados para el juego, por ese motivo no podemos mezclarnos con esa experiencia para construir un conocimiento situado tal y como define Haraway y, al final, nuestras ideas preconcebidas se circunscriben a nuestro entorno más inmediato de personas adultas, a los medios de comunicación, al sistema sanitario, educativo, etc. Incluso nos atrevemos a dar consejos o construir teoría sin darnos cuenta de cuán lejos estamos de esa realidad concreta, hasta que la experimentamos en primera persona.

Como explica bien Shiva en Ecofeminismos (1997), cuando la medicina comenzó a ocupar los procesos sexuales de las mujeres, a través de la obstetricia, los bebés empezaron a ser considerados un producto fetal, sin relación con su madre, que se convirtió en un mero contenedor inerte. Por lo tanto, tras el parto, empezó a ser común separar a la criatura de su madre, siempre cubriendo sus “necesidades”, es decir, estar en una cuna segura y aséptica, limpia, alimentada y con ausencia de enfermedades. Está ampliamente demostrado que separar al bebé de la madre tiene graves repercusiones para ambos, como bien ha estudiado el neonatólogo Nils Bergman. Aunque ha disminuido muchísimo la separación en partos naturales (gracias a la lucha de las madres y profesionales de colectivos como EPEN), sigue siendo la norma en cesáreas (porque no hay personal especializado en la sala de reanimación) o en las unidades de neonatos.

En los hospitales, la infancia tiene derecho a estar acompañada por un o una progenitora, sin embargo, cuando se trata de un bebé, puede permanecer perfectamente solo, en una unidad rodeada de bebés y de profesionales, violándose el derecho del menor a estar acompañado. Las unidades de neonatos no cuentan con un lugar para que las madres puedan permanecer las 24 horas, más allá de un sillón incómodo y con continuas “invitaciones” a marcharse por parte del personal. A pesar de que la evidencia sobre la eficacia del método canguro es cada vez mayor, cambiar los protocolos, las rutinas, los espacios y las mentes del personal sanitario no es tan fácil. Por otro lado, cada vez está más extendido el “piel con piel” con el padre que, si bien es beneficioso si la madre no está realmente disponible, de nuevo separa al “producto fetal” de la propia madre, rompiendo la diada, como si la criatura necesitase un “piel con piel” en abstracto y no un contacto directo con el calor, olor y sabor del cuerpo materno. Además, se obvia y banaliza la necesidad de la propia madre, que cuando da a luz parece desaparecer, a pesar de afectar enormemente a su salud esta separación (muchas permanecen en estado de alerta continuo y otras en un estado shock y bloqueo que bien podría ser la antesala de depresiones posparto). En algunas ocasiones, muchas madres reciben el alta hospitalaria antes que sus bebés, debiendo marchar a su casa solas, e ir y venir al hospital, pasando muchas horas sentadas con una cesárea reciente. Aunque algunas madres son capaces de normalizar esta situación (en ocasiones para no explotar), la realidad es que toda protesta, inconformidad o incluso lucha materna suele ser vista como un capricho, sobre todo si se es madre primeriza, porque nos dicen sin parar que “el bebé está en buenas manos”.

Ibone Olza en el libro Parir (2017) nos habla de la importancia del primer encuentro, donde la madre tiene altos niveles de oxitocina y de endorfinas, sumados a la liberación de catecolaminas al final del parto, que provoca por un lado un estado de alerta y por otro facilitar esa experiencia amorosa. Todo tiene su porqué, el paso por el canal del parto coloniza el intestino del bebé de la microbiota vaginal y fecal de la madre, muy importante para el desarrollo de su sistema inmunológico. La areola del pecho materno segrega, a través de los tubérculos de Montgómery, una sustancia que huele como el líquido amniótico para que el bebé repte por la barriga de la madre hasta encontrar su alimento. La lactancia materna no solo les ofrece alimento, también protección. Los bebés conocen el mundo a través de su boca, por ese motivo, la succión es fundamental para su desarrollo. En las unidades de neonatos se esfuerzan por poner chupete a los bebés. Es necesario porque, a falta de la teta de su madre, la succión es lo único que los relaja. No porque sea una necesidad básica que un bebé tenga un trozo de plástico en su boca, sino porque se está cubriendo una carencia. A pesar de eso, los bebés saben diferenciar y lloran más. Sin embargo, durante mucho tiempo se ha considerado este llanto como algo normal. No se prestaba atención al llanto como malestar del bebé, como señal evidente de alarma y auxilio, incluso ha llegado a formar parte del imaginario social de lo que debe ser un bebé. A escala evolutiva, el llanto debería producir en la mente adulta una señal de peligro y de protección, sin embargo, hemos llegado a sentir indiferencia. La antropóloga Meredith Small en su obra Nuestros hijos y nosotros (1998) llega a la conclusión de que los bebés occidentales lloran el doble de tiempo que los de otras culturas, pues las necesidades de estos bebés son satisfechas al instante. Por ejemplo los bebés gusii, en Kenia, durante el primer año son porteados siempre y se satisfacen todas sus necesidades, no conciben dejar a un bebé llorando, ni solo. No tiene por qué estar siempre encima de la madre, de hecho lo portean otras personas, pero sí suele estar cerca para poder ser amamantado cuando lo necesita, en lactancias que suelen sobrepasar los dos años.

Lo más perjudicial del adultocentrismo es trasladar nuestros pensamientos, expectativas y necesidades adultas al bebé. Las y los bebés nacen inmaduros y por lo tanto dependientes, por ello necesitan un periodo de exterogestación, como explica la misma Meredith Small, es decir gestación fuera del vientre materno, manteniendo algunas condiciones que se daban en este. Sin embargo, en nuestra sociedad capitalista e individualista, la independencia es considerada un valor fundamental, sobre todo en la infancia. Por este motivo, tendrá que aprender a dormir sola, jugar sola, no estar en brazos, etc. (paradójicamente no se le permite comer sola, estableciendo horarios y duración para la lactancia materna o introduciéndole en la boca alimentos contra su voluntad). Muy en contra de este pensamiento, numerosas autoras y autores, como John Bowlby (quien desarrolló la teoría del apego), han demostrado que un apego seguro en la infancia crea personas adultas más independientes y seguras. El antropólogo James McKenna estudió el sueño infantil y llegó a la conclusión de que cuando un bebé dormía con su madre, ambos se sincronizaban. A pesar de ello, como el sueño del bebé que duerme con su madre es más ligero, tendemos a analizarlo desde nuestra concepción adulta: si dormimos con nuestro bebé, no lo dejamos descansar bien y se despierta más. Como ha demostrado Rosa Jové en su obra Dormir sin lágrimas (2006), el sueño “ligero”, es decir, tener frecuentes despertares, es síntoma de salud, ya que necesitan alimentarse frecuentemente, mantener la alerta de la persona cuidadora, desarrollar la mente (a través de un sueño superficial y con mayor cantidad de fase REM), madurar y ejercitar la succión.

En nuestra sociedad un bebé que duerme mucho será etiquetado como “bueno” porque nos permite seguir con nuestra vida anterior. Sin embargo, podríamos decir que un bebé que se adapte a nuestras necesidades estará menos sano aunque creamos que es mejor bebé (ya que nuestras necesidades suelen ser incompatibles con las suyas). Sin embargo, el mito del bebé que duerme toda la noche se avaló con nefastos estudios científicos, como los del doctor Estivill (adaptación española del pediatra Richard Ferber), quien definió lo que era “un sueño normal”, etiquetando al resto de bebés en la categoría de “transtornos del sueño”. Como, según dice Carlos González en Comer, Amar, Mamar (2009), los bebés que tenían ese “sueño normal” no llegaban a un 15 por ciento, se crea una pandemia occidental de bebés que no saben dormir, que seguro le vino muy bien al doctor Estivill para vender libros y convertirse en un best seller. No solo encontró un buen nicho, sino que además lo multiplicó con falsas necesidades. No conforme con eso, propuso toda una serie de normas para que los bebés durmieran solos (contra su biología y sus patrones de sueño) que incluía no hacerles caso en su llanto. Dejar llorar provoca una situación de estrés en el bebé que libera adrenalina y cortisol, hasta que el cerebro se colapsa y, para contrarrestar, libera sustancias que bajan el estrés y dejan al bebé en letargo, así se evade del mundo exterior y se conforma, provocando lo que podría parecerse al estrés postraumático adulto, como han demostrado varias autoras y autores en el libro Evolution, early experience and human development (2012). Con estos métodos conductistas los bebés aprenden, más que a dormir, que llorar no sirve para nada. Es el inicio de futuros individuos conformistas. Sin embargo, es muy triste que muchos y muchas profesionales hayan tenido que perder su tiempo para refutar estas teorías desde el análisis científico, demostrando que dejar llorar a un bebé le produce daño. Es increíble que aún se sigan realizando estudios para demostrar si este método funciona o no. Porque es violencia y no necesitamos teorías que demuestren que no se puede aceptar el maltrato infantil (como dice Ibone Olza Duérmete niño es, básicamente, una apología del maltrato infantil). Por ejemplo, a nadie se le ocurriría pensar que las consecuencias de la violencia machista deben demostrarse científicamente. Como dice Laura Gutman, en La maternidad y el encuentro con la propia sombra (2003), “somos una sociedad extremadamente violenta con nuestra cría. Insistimos en desatender los reclamos naturales de los bebés, que dependen exclusivamente de los cuidados de los adultos”. Por este motivo, la deshumanización de los bebés ha producido muchas barbaridades. Una de ellas es que pudieran ser sometidos a operaciones o intervenciones dolorosas sin anestesia. De hecho es sorprendente que esto no sea cosa del pasado, pues en 2015, se hizo una investigación en la Universidad de Oxford para demostrar que los bebés sí sentían dolor, incluso más que las personas adultas. Aún así, hoy todavía se realizan muchas intervenciones dolorosas en neonatos sin anestesia.

Son muchas las necesidades de los bebés que, aunque seguimos desconociendo de manera general, han sido ampliamente demostradas por gran cantidad de profesionales. Sin embargo, tenemos que tener cuidado con la forma de transmitir estos hallazgos. La ciencia ha sido utilizada en muchas ocasiones para afianzar el poder hegemónico. Pero también, cuando se han realizado estudios realmente objetivos, no se han tenido en cuenta todas las variables. En numerosas ocasiones, los discursos que defienden las necesidades de los bebés vuelven a separarlos de sus madres y muchos acaban, incluso sin pretenderlo, haciendo responsables a esas madres de no estar cubriendo las necesidades de sus propios hijos e hijas. Encontramos discursos muy paternalistas que, si bien defienden a la infancia, dejan fuera a las mujeres. Es fundamental centrarse en la salud de las madres para poder centrarse en la salud de sus criaturas y empezar a trabajar desde esa diada. Por otro lado, la crítica debe ir dirigida al sitio correcto: a todo un sistema patriarcal, capitalista, adultocéntrico, clasista, racista, heteronormativo, capacitista y antimaternalista. Solo cuando se comienza a pensar de forma integral se dan respuestas transformadoras. Así, dejaremos de recibir información contradictoria, como en el caso de la lactancia materna, donde la mayoría de madres conocen sus beneficios (ampliamente difundidos por el sistema sanitario) y la eligen como primera opción, pero después el mismo sistema sanitario pone impedimentos (desactualización, malos consejos, violencia obstétrica, separación del bebé, juicios, etc.) y muchas madres acaban abandonando contra su voluntad (sobre todo si no están en contacto con otras madres o con un grupo de apoyo a la lactancia materna). Eso, unido a los mensajes negativos de la sociedad, produce en las madres una sensación de fracaso y de culpa y comienzan a crearse etiquetas sobre ser “buena o mala madre”: todas las madres quieren lo mejor para sus bebés. No podemos apelar al “tuvo acceso a toda la información”. Nos olvidamos de que vivimos en una sociedad que no es corresponsable, de la soledad de las madres, de la ausencia de tribu, de la crítica constante, de la culpa, del paternalismo, de la invisibilización de los cuidados, de la precariedad y de la falta de derechos y recursos, como un permiso de maternidad amplio (tal y como demanda el colectivo PETRA Maternidades Feministas).

Hablemos de una vez de las necesidades de las y los bebés. Pero por favor, esta vez no nos dejen fuera a las madres.


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