La censora que hay en mí: reflexiones a propósito de ‘Dime quién soy’

La censora que hay en mí: reflexiones a propósito de ‘Dime quién soy’

En la serie, el "príncipe azul" aparece para rescatar a la protagonista, interpretada por Irene Escolar, de ese monótono destino de madre y esposa. ¡Oh, sorpresa!

Tengo una lista enorme de series y películas pendientes de ver. No me da la vida. La crianza y el cansancio endémico que comporta, como me dijo una vez María Castejón, no dejan mucho espacio para el sofá-tele-y-manta y cuando lo encuentras necesitas ver algo que te distraiga un poquito, más aún en los tiempos extraños que corren.
El caso es que buscando algo que cumpliera con esa función, vi el tráiler de Dime quién soy, una de las nuevas propuestas de Movistar+. La serie está basada en la novela homónima de Julia Navarro que confieso no haber leído y narra la historia de Amelia (Irene Escolar), una mujer joven de clase alta que, poco antes del golpe militar del 36, lo deja todo para seguir sus ideales y construir un mundo más justo. A priori, todo muy loable, pero resulta que el relato contiene serias trampas respecto a esa supuesta autonomía y libertad.

[Se avecinan algunos spoilers]

Por una parte, aunque el telón de fondo es la lucha política por la igualdad social que acaba deviniendo en una fructífera historia de espionaje, pronto nos percatamos de que en realidad la huida de Amelia tiene más que ver con escapar de la domesticidad a la que se ha visto abocada y que no desea y que el resorte no es otro que una relación con el “príncipe azul” (Oriol Pla) (espía y comunista, pero “príncipe azul” al fin y al cabo) que aparece para rescatarla de ese monótono destino de madre y esposa. ¡Oh, sorpresa!

Recuerdo que hace algunos años (allá por 2013 sería), escuché a Esperanza Bosch Fiol, profesora de la Universitat de les Illes Balears, participar en una mesa redonda en Oñati. Su ponencia se titulaba ‘La utilización del amor como coartada en la violencia contra las mujeres’ y recuerdo que habló de un estudio sobre amor romántico que habían hecho entre el alumnado de la propia universidad en el cual, ante preguntas sobre hasta qué punto serían proclives a realizar cambios en distintos aspectos significativos de sus vidas (lugar de residencia, trabajo, amistades, proyecto vital…) por amor, un gran número de mujeres seguían contestando que “por amor se deja todo”, sin poner demasiadas condiciones ni matices. Algo así sucede con el personaje de Amelia. “Contigo al fin del mundo”, como en la mítica pegatina del Peugeot 205.

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Y a la vez que se refuerza el ideal del amor romántico en el marco de la lucha de clases, como en Rojos (Warren Beatty, 1981) o en Doctor Zhivago (David Lean, 1965), pero a la española y en una versión más digerible en cuanto a duración para los nuevos públicos, reaparece también un doble estereotipo muy resistente: la maternidad como un lastre para la lucha y la madre arrepentida castigada con la culpa. El fantasma de Laura Brown, el personaje que interpretaba Juliane Moore en Las horas (Stephen Daldry, 2002) –sobre la que ya escribí en Pikara hace algunos años– aparece de nuevo…

Y ahí me hallo yo otra vez frente a ella y esa idea opresiva e irrespirable de la maternidad que la acompaña, pero ahora siendo madre de una criatura de 14 meses y en un nuevo escenario, lleno de dudas e inseguridades también, aunque distintas, y encontrando grietas en los discursos hegemónicos que separan lo público de lo privado, lo productivo de lo reproductivo, con un muro bien alto. Y en este nuevo lugar, mientras intento erosionar ese muro con las uñas, reivindicando -no romantizando- un maternaje liberador que no sea sinónimo de cepo y de mordaza, me acecha el arquetipo de la madre abnegada, censora e inquisidora que a lo largo de los 9 capítulos de la serie se va preguntando machaconamente: “¿Cómo puede dejar a su hijo por irse detrás de un hombre?”, “¿por qué no vuelve?”, “¿de verdad el activismo político es incompatible con maternar?”, “¿o lo era solo en la época que retrata la serie?”.

En un determinado momento de la narración, hacia el final, el personaje de Amelia explica: “Cuando estaba en Pawiak me repetía una y otra vez que todo lo que había hecho desde que abandoné a mi hijo era para que viviera en un mundo más libre y que tenía que vivir para quizá, algún día, poder explicárselo. Eso fue lo único que me dio fuerza para resistir”. Narrativamente funciona. Suena bien. Pero esa frase solo nos dibuja un camino de expiación aleccionadora (“si eres madre y abandonadas a tu familia, nunca podrás ser feliz”), pero nada nos dice sobre qué era lo asfixiante de su vida como madre, cuáles eran los impedimentos que encontraba para desarrollar otras facetas que la conectaran con su individualidad, qué le hubiera gustado que fuera diferente… Y esas lagunas en el relato me suscitan más preguntas que conectan con el aquí y el ahora.

¿Por qué construimos maternidades dicotómicas, sin matices, sin zonas libres de prejuicios, culpas y autoflagelación? ¿Por qué la ficción no nos cuenta apenas nada de la lucha de tantas madres por construir sociedades más justas y maternidades más placenteras y habitables? ¿Acaso nunca hubo madres en la Resistencia? ¿Por qué esa misma ficción no proyecta -con su capacidad performativa de crear nuevas realidades- relatos donde el maternaje no sea una rémora, sino motor de transformación sociopolítica? ¿Se puede ser heroína y madre más allá de Los increíbles? ¿Cómo podemos pensar y construir colectivamente renegando de los cuidados, la fragilidad, la interdependencia?

Decía Anna Prushinskaya (tal como recoge Jazmina Barrera en su libro Linea nigra) que “todos somos la historia de una parte del cuerpo de alguien más”. Si reconocemos esto como cierto, ¿se puede cambiar la historia amamantando y con una teta fuera?, ¿podemos acuerpar a la vez la crianza y el trabajo descomunal de cambiar el mundo? Dime quién soy y la ficción audiovisual, en general, creen que no. Habrá que cambiar el guion.

 


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