“Las características asociadas al comportamiento femenino se interpretan como síntomas de depresión”

“Las características asociadas al comportamiento femenino se interpretan como síntomas de depresión”

La investigación grupal en la que ha colaborado Amaia Bacigalupe refleja que a mayor edad, clase social más baja y menor nivel educativo, los malestares psicológicos de las mujeres aumentan

13/01/2021

¿El concepto de buena o mala salud mental es un constructo sociocultural?

Este es un tema de relevancia. Creo que es importante reflexionar sobre cómo entendemos sufrir o no sufrir, qué entendemos por malestar mental. Sí, buena parte del sufrimiento emocional tiene un sustrato cultural importante.

Lo que llamamos ‘mala salud mental’ suele coincidir con características asociadas tradicionalmente a la expresión emocional de las mujeres: el llanto, la tristeza o la melancolía.

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Los estudios, encuestas y escalas clínicas de las consultas parten de un concepto sobre qué debemos entender como sufrimiento. Y esto, efectivamente, está alineado con las características femeninas, lo que nos lleva a deducir que tener depresión o ansiedad se asocia más al decaimiento, el lloro o la tristeza, y no con otras cuestiones como las calificadas como ‘actitudes disruptivas’. Tendríamos que reflexionar sobre las implicaciones que el género y la construcción de feminidad y masculinidad han tenido en la medición de los parámetros de salud mental. Las características asociadas al comportamiento femenino, como llorar o la hipersensibilidad, se interpretarían como síntomas de depresión y dejarían fuera, con frecuencia, otros síntomas cognitivos o afectivos que se dan más entre los hombres. Ante el malestar psicológico, los hombres recurren a otras expresiones como consumo de sustancias, lo que puede enmascarar sus menores tasas de depresión o ansiedad. Es complicado saber si la masculinidad protege a los hombres de experimentar estas patologías o si simplemente les conduce a ocultar sus síntomas o expresarlos de otras formas. Para nosotras lo natural es recogernos hacia adentro, con todo lo que eso implica, y esta conducta es más susceptible de ser calificada como síntoma de depresión. ¿Qué parte de esta diferencia se debe a que los propios servicios sanitarios arrastran sus sesgos de género y los introducen en las consultas médicas, generando una realidad?

¿Etiquetar los malestares emocionales en salud mental ayuda o beneficia a las personas?

No tengo una respuesta clara, entiendo que depende de cómo se utilicen. Los diagnósticos o etiquetas, esa construcción de la ciencia médica en base a clasificación de síntomas y signos, tiene sentido y ha supuesto avances. Pero si de la penúltima a la última versión del DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) estas etiquetas han aumentado un 40%, tendríamos que ponernos sobre aviso de que la propia definición cada vez más amplia de lo que es una patología mental seguramente también esté creando una realidad. Puede ser muy peligroso. Además, pueden provocar frustración, porque los malestares de las mujeres son multicausales, las maneras de vivir generan sufrimiento y esa realidad que rodea a alguien, en consulta se simplifica en una etiqueta. En realidad la frustración es bilateral, porque los y las profesionales de la salud saben que en el ámbito de salud mental la etiqueta habitualmente no ayuda al pronóstico, lo contrario de lo que ocurre con otros malestares físicos. El hecho de conocer tu ‘enfermedad’ en el ámbito de la salud mental, sobre todo en los trastornos más comunes, no va a servir de mucho. Los diagnósticos son tan poco sensibles a la complejidad que esconde la persona que no se pueden calificar como útiles, más allá de que sirva para una baja laboral puntual o algo similar.

Otro inconveniente de las etiquetas es que individualizan y despolitizan lo que está ocurriendo sin profundizar en cuáles son las raíces del malestar. De cara a servicios sanitarios es muy funcional porque ayuda a resolver magma, permite darle un nombre y que aquello vaya aparejado al consumo de un medicamento. Permite que el sistema siga funcionando, sobre todo teniendo en cuenta que aproximadamente un tercio de las consultas de atención primaria son copados por estos malestares que sufren las mujeres y de este modo se les da salida. Son problemas muy presentes a nivel de asistencia sanitaria; están mal resueltos, porque esa asistencia es medicalizante y porque, además, esa respuesta medicalizante es mayor en las mujeres. Si existe igualdad en una sintomatología que indique la presencia de una depresión o una ansiedad, a las mujeres se les diagnostica más y se les prescriben más fármacos.

¿Cómo se explicaría ese sobrediagnóstico de ansiedad y depresión en mujeres?

En primer lugar, la sociedad está avanzando cada vez más a una exigencia de soluciones inmediatas, muy ligadas al consumo de fármacos y tenemos muy baja tolerancia a nivel social para enfrentarnos a cuestiones que antes gestionábamos de manera colectiva. Por ejemplo, un duelo por la muerte de alguien o la pérdida de empleo eran temas que antes acababan en la sobremesa de una comida y ahora llegan a consulta. Este proceso de dependencia del servicio sanitario para la resolución de estos problemas es más frecuente en mujeres, probablemente nos sintamos más tranquilas acudiendo al servicio médico porque siempre hemos tenido más relación con él a cusa de nuestro rol de cuidadoras y aceptamos mejor esos diagnósticos de depresión o ansiedad. Es evidente la construcción androcéntrica en medicina, al igual que en el resto de las ciencias, en las facultades la estudian de cierta forma y después la ejercen igual. La salud mental también se ha construido con un modelo normativo masculino, que ha ocultado muchas especificidades y que promueve una atención desigual en hombres y mujeres. Este aprendizaje sesgado en género lo vuelcan en la consulta, por su socialización en medicina y como personas en sociedad que son. Llevan la mochila a consulta y les resulta más fácil interpretar y decidir diagnosticar depresión a una mujer que a un hombre, porque han escuchado y aprendido que las mujeres tienen peor salud mental y que encajamos mejor este diagnóstico. Aunque en una consulta actúan dos personas, profesional y paciente, hay una relación clara de poder.

¿El deterioro de la salud mental de las mujeres se puede vincular con sus vivencias de desigualdad y violencia?

Por supuesto. Está claro y bastante evidenciado científicamente. En el ámbito laboral, de los cuidados, la atención a personas dependientes o en distintos tipos de discriminación, los estudios apuntan que la vivencia desigual de las mujeres va sumando. Y hay un efecto de intersección muy importante. El efecto de la desigualdad en la salud está relacionado con el nivel socioeconómico, y en los niveles desfavorecidos se da mucha más sobremedicalización. La desigualdad que vamos acumulando y sus efectos en la salud mental es más intensa en mujeres atravesadas por otros ejes, como los de tipo socioeconómico. Además, la mayor exposición de las mujeres a situaciones de violencia física, simbólica o sexual aumenta significativamente su mala salud mental.

Quizá en otros tipos de sufrimiento psíquico como la esquizofrenia a la psicosis ya influyan otros factores, aunque también tienen un componente social y de género muy importante.

Si a ser mujer le añadimos ser pobre o migrante, ¿la cosa se complica?

Cualquier eje de desigualdad estructural que responda a una cuestión política de distribución de los recursos va a tener su efecto en salud mental. Y unas personas están más expuestas que otras. Las mujeres migrantes tienen más probabilidades de tener peor salud mental, y eso no ocurre con los hombres. No sufrimos peor salud mental de manera homogénea. A mayor edad, menor clase social y menor nivel educativo, las diferencias en la salud mental de las mujeres aumentan.

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¿Es la salud mental una cuestión más social que individual?

Lo es, tanto en hombres como en mujeres, pero en nosotras se suma el eje del género. En determinados ámbitos el género es vital para entenderlo, sobre todo cuando intersecciona y lo aterrizamos en la consulta, donde influye la habilidad de negociación o expresión de síntomas por parte de la paciente. La capacidad de diálogo entre dos personas es diferente cuando la relación de poder está mucho más marcada.

Parece que existiera entonces un distanciamiento entre el o la profesional de atención médica en salud mental y la persona que acude a consulta

Hay un distanciamiento y una falta de reconocimiento. A medida que paciente y profesional se distancian más en términos sociales, el nivel de empatía disminuye. Debido a que probablemente esa paciente tiene más problemas para explicarse en los términos médicos establecidos, hay más tendencia a medicalizar que si esa misma paciente es capaz de explicar de otra manera los síntomas. La implicación y la empatía es diferente y la respuesta varía. Ahí se ve cómo la medicalización es más evidente en los niveles socioeconómicos más bajos. Tiene que ver con desigualdades de intercambios, de códigos, de manera de entenderse. También se relaciona con el alejamiento de la realidad que tienen las personas que estudian medicina. Cada vez vienen más estudiantes de medicina de contextos sociales muy distintos a los de la mayor parte de la población, que vive en peores condiciones de vida. Ese alejamiento sociológico entre paciente y profesional afecta a la relación clínica, provoca que esta sea más deficiente y acentúa las desigualdades sociales.

¿Qué pueden hacer los y las profesionales en consulta?

En consulta se puede hacer muy poco. Se avanzaría un poco si comenzaran a deconstruir esos sesgos de género que arrastran a consulta sin ser conscientes. Pero hay que empezar a hacer intervenciones a otros niveles. Es necesario que las mujeres reflexionemos sobre el origen de estos malestares con un enfoque comunitario. Pero no me refiero a trabajar la resiliencia. Desde el feminismo hay que colaborar en redes que promuevan el empoderamiento y saber que los malestares tienen que ver con factores sociales y de género. Necesitamos grupos de apoyo entre mujeres con una proyección más política. Porque si lo único que destacamos es esa vertiente de la necesidad de ayudarnos mutuamente, pero sin romper la mirada individualista, mal vamos. Las redes comunitarias tienen que romper esa mirada psicologizante y poner el foco en el origen político: esa es la base del empoderamiento real. Actualmente estamos usando la palabra empoderamiento de forma peligrosa, se está descafeinando su sentido real. No se trata de juntarnos a ver cómo estamos y sentirnos mejor por estar en grupo, no es suficiente con eso. A nivel estructural, toda política que tenga efecto en la reducción de las desigualdades de género entre mujeres, también tiene efecto en nuestra salud mental.

¿Necesitamos otras formas de abordar el sufrimiento en nuestras vidas?

En la medida en que logremos trabajar de manera colectiva el sufrimiento que vivimos de manera individual, habremos dado un paso de gigante. Que logremos complejizar en el diagnóstico el origen del malestar y logremos des-individualizarlo para politizarlo. La vivencia en común del malestar de las mujeres ayudaría a muchas a entender que lo que le pasa a una es el reflejo de muchas cuestiones que también le pasan al resto. Y a partir de ahí romper esa mirada introspectiva para entender que tiene un origen social.


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