“A la gente del pueblo le dijeron que lo que sabían hacer no valía para nada”

“A la gente del pueblo le dijeron que lo que sabían hacer no valía para nada”

Entrevista a la veterinaria y escritora María Sánchez, autora del ensayo ‘Tierra de mujeres’, del poemario ‘Cuaderno de campo’ y del vivero de palabras rurales ‘Almáciga’.

02/12/2020
una mujer posa, sentada y con la cabeza apoyada en los codos. Al fondo, dos jarras antiguas de pueblo

María Sánchez. / Foto: José González

María Mercromina lleva conectada a las redes y a las palabras muchos años. Su nombre de autora es María Sánchez pero en su obra hay mucho de mercromina porque alivia. Mujeres de campo que escriban desde una mirada feminista sobre el medio rural las contamos con los dedos. Tierra de mujeres es un ensayo-joyita. Ella es veterinaria comprometida con el medio ambiente y opositora radical a la explotación capitalista de animales y tierras. Considera que la cultura está en la poesía como en una ecuación o un fractal. Para poesía su Cuaderno de campo, para vivero de palabras rurales su Almáciga. María Sánchez ve al liquen como un poema: cómo tres organismos en simbiosis se ayudan mutuamente para sobrevivir. Agroecologista y buena conocedora de la sororidad entre mujeres de las tierras.

Veterinaria de campo y escritora. Tú a la gente de letras que nos parapetamos en que somos de letras para justificar que las ciencias se nos dan mal, nos vienes fatal.
También les venía mal a los de ciencias (se ríe). En el cole en Córdoba me sentía muy sola, mi narrativa no funcionaba con el resto, yo era de pueblo y me decían que olía a cabra. A mí siempre me ha encantado leer, estaba deseando entrar en la universidad pensando que iba a encontrar gente como yo, y fue un fiasco. El decano me llamó la atención por leer libros que no fueran de veterinaria. La literatura es un complemento, nunca resta.

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Entonces, ¿la facultad fue tu salvación o condena?
Mi padre se saca una plaza muy joven en la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Córdoba. Yo desde pequeña estaba en Córdoba pero en cuanto podía me venía al pueblo [en la Sierra norte de Sevilla], aquí tenía mis cabras y mi mundo. Mi padre ha sido muy exigente conmigo, date cuenta, profesor de mi facultad. Tuve tanta presión que estaba muy amargada, los años de facultad los recuerdo muy agridulces, son los años que empecé a escribir poesía. Y en mi casa lo veían como una pérdida de tiempo y como un desastre. Me afectó tanto esa presión que tardé dos años más en sacarme la carrera. Estuve a punto de dejar veterinaria, tuve que ir a un psicólogo, no era capaz de entrar en los exámenes. Le cogí pavor.

¿Cuándo te reafirmaste en que la veterinaria y la literatura pueden ir de la mano?
Cuando se muere mi abuelo, veterinario, con el que yo tenía unos lazos muy fuertes, y me pongo a rebuscar en su despacho y encuentro un libro de apuntes de bioquímica del año 42 de veterinaria y cada capítulo iniciaba con una cita de literatura. Cuando di con ese libro me dije: ¡claro que puedo ser de ciencias y escribir! Durante el tiempo que escribí Tierra de mujeres y Cuaderno de campo trabajaba en la universidad y sacaba a alumnas de prácticas al campo. Las veía con sus hobbies y cómo la universidad nos enseña a darles la espalda. Otras disciplinas pueden enriquecernos o ayudarnos a desarrollarnos como persona o a crear proyectos. Yo hablaba con ellas modo profe y las apoyaba y animaba a que no lo dejaran.

Interpreto que ya no trabajas en la Facultad de Veterinaria de Córdoba. ¿Qué hace la María veterinaria?
Trabajo con una asociación que lleva programas de conservación de razas autóctonas a nivel nacional, pero razas en peligro de extinción. Llevo los programas de conservación y también de difusión, estamos escribiendo un libro con ganaderos de la oveja y de la cabra palmera, recogiendo vidas y palabras, eso es cultura y patrimonio. Los animales con los que trabajo están muy ligados a espacios naturales protegidos, y con los que se hacen productos de calidad como el queso palmero. También trabajo con la gallina extremeña azul. Esta gallina es superdura, no se pone enferma, no tienes que echarle de comer porque come lombrices, pasta en el campo, se sube a los árboles a dormir y antes se iba de trashumancia con los pastores.

¿La cabra palmera que da palmas? (me río, broma malísima, lo sé, lo siento)
La cabra palmera es autóctona de la isla de La Palma. Una cabra que solo está allí y que produce un queso ahumado brutal. La cabra y sus productos derivados son magia. Se han descubierto exvotos (pequeños muñecos) hechos de queso como ofrendas a la Virgen. Ahora también estoy trabajando con la vaca pajuna de Sierra Nevada, unos animales preciosos que están en el Parque Nacional, suben para aprovechar los pastos y hacen una labor medioambiental brutal. Esas vacas son propiedad de pastores que tienen colaboración con el Parque, porque al Parque le interesa que haya vacas dado que previenen incendios. En Sierra Nevada ofrecen una actividad buenísima en la que los vaqueros pueden enseñar sus vacas a las personas que les apetezca darse un paseo y conocerlas.

¿Por qué están en peligro de extinción si son tan preciadas?
Para mí lo son porque son sostenibles, no dañan al medio sino todo lo contrario, y están adaptadas al territorio y a las personas. Pero más del 80 por ciento de las razas autóctonas de este país están en peligro de extinción porque para el sistema capitalista agroalimentario, hiperextractivista y enfocado a la superproducción y al dinero no le son rentables. La pregunta es ¿qué entendemos por producción, qué entendemos por sostenible y por rentabilidad? Yo creo que rentable es la raza que conserva y se hace a su entorno. Claro que no nos da la carne que nos puede dar otra, pero no es necesario comer carne todos los días. Tendríamos que comer menos carne y la que comiésemos de animales propios del territorio. No podemos olvidarnos de que vivimos en un clima mediterráneo y que necesitamos que el monte esté controlado porque si no, con el cambio climático, esto arde. Vamos a tener incendios forestales cada vez peores.

¿Los animales como bomberos?
Sin duda, a la gente que trabajamos en el campo nos hace gracia que vengan los de la universidad a decirnos que las cabras y las ovejas son las mejores bomberas como si hubieran descubierto la luna. Eso es lo que llevan haciendo toda la vida, pastando los montes comunales y aprovechando el campo. En este país tenemos animales muy adaptados, que no contaminan, que fijan población.

en lo alto de un pico pedregoso se ve a una mujeres y varias cabras sueltas

María Sánchez, en el monte con cabras. / Foto: José González

¿Fijan población?
Sí, como la cabra verata de Extremadura, que es un animal de doble actitud. Quiero decir que te da leche y que te da cabritos para carne. Estos animales suelen hacer pastoreo y aprovechan los recursos del campo, no son animales de estar encerrados, tienen unos cuernos gigantes, son de monte. Una pastora con la leche del rebaño hace quesos. Tiene que tener una quesería y alguien contratado y, si vende los productos de carne, pues también estaría dando más faena. Si la pastora montara este negocio, el trabajo se queda en su pueblo, la gente no se va, eso es fijar población. Hay muchas mujeres luchando por el campo, la iniciativa #Soscampesinado es brutal o las mujeres de la Red de queserías del campo y artesanas.

¿Pero estos proyectos podrían alimentar a las ciudades?
Claro que sí, pero hay que preguntarse, qué está en el centro, la vida, la conservación de nuestros territorios. La alimentación sana y sostenible, no. No olvidemos qué ha pasado en la Comunidad de Madrid durante la pandemia con los niños comiendo Telepizza y Rodilla. Y los pequeños productores muriéndose de pena. Me acordé del trabajo y las reivindicaciones de María Montesino en la revista de arte y pensamiento La Ortiga Colectiva. Ella tiene una ganadería extensiva que se llama La Lejuca y trabaja con vacas tudancas. Sus animales comen del campo, y su idea de alimentar es principalmente política. Es su manera de luchar por la soberanía alimentaria, eliminando, por ejemplo, los intermediarios especulativos y autogestionando los recursos. Quiere que la carne de sus animales vaya a comedores públicos de su zona.

¿Y la Política Agraria Común (PAC) no ayuda a estas pequeñas ganaderas, agricultoras, pastoras?
El 80 por ciento del dinero lo recibe gente que está empadronada y vive en las ciudades de Madrid, Sevilla, Córdoba y Jerez, es decir, la pasta va para los grandes terratenientes, no para la gente que trabaja la tierra. Este sistema paga y fomenta sistemas de alimentación hiperextractivistas que ponen como prioritario el dinero y la producción; ni la vida, ni el territorio, ni la conservación del medio, ni una alimentación sana, sostenible y de calidad. Y luego hay que preguntarse en qué condiciones trabajan esos temporeros, que la mayoría son migrantes.

Se habla poco del campo, pero de la explotación de las personas del campo aún menos.
Se habla, pero todo es el altavoz y el foco. Hay muchísimos colectivos y periódicos que lo hacen, por ejemplo, sobre las temporeras de las fresas el trabajo de la revista La Mar de Onuba de Huelva es impecable. O las compañeras Jornaleras de Huelva en Lucha, con Ana Pinto y la abogada Pastora Filigrana dando el callo. Pero quién sale en los grandes medios, de quién son, a quién le ponen el micrófono.

Y aquí lo podemos unir con la narrativa del campo.
Eso es. ¿Quién ha escrito siempre del campo y de nuestros pueblos?, ¿desde qué clase social, desde qué privilegios?, ¿desde qué lugares y medios? Eso es lo que yo cuestiono de Miguel Delibes, que me encanta su literatura, pero vamos a preguntarnos quién era, desde dónde escribía y qué vínculo tenía con la tierra. Miguel Delibes era un hombre que le encantaba cazar, que iba al campo de paseo, a charlar con los campesinos. Él era un visitante, que supo retratar algunas partes de nuestro medio rural, sí. Ahora bien, personas como mi madre, que contra su voluntad con 12 años la sacan del colegio y la ponen a coger aceitunas… pues a mi madre no le gusta el campo como a Miguel Delibes.

Página 175 de tu Tierra de mujeres: “Para ella el campo no es un lugar que contemplar ni descansar. Significa frío, lluvia, heridas en las manos y ningún poder sobre su propia vida. Significa estar a la sombra del padre y del abuelo. Obedecer, servir, dar. Permanecer atenta a los demás. Cuidarlos. No mirar nunca por ella. Convertirse siempre en la última”. Y ahora, ¿no estamos bucolizando y pasándonos con el romanticismo del medio rural?
Tenemos ese extremo y luego, el otro: que votamos a Vox, que somos unos paletos y que vamos de cacería. Estoy cansada, los pueblos son como las ciudades, diversos. Pero ahora o somos la cabaña de Walden o somos los Santos Inocentes, no hay voces intermedias.

Pues han subido los empadronamientos en los pueblos.
Ahora con la pandemia se ha puesto de moda venirse, pero, ¿quién se va al pueblo? Gente que tiene dinero, con trabajos creativos, que tienen todas las necesidades básicas cubiertas. En el campo llevamos más de 20 años con colectivos como Teruel Existe reivindicando servicios mínimos, salud, cultura y educación en nuestros pueblos. Parece que nos descubrió el de la España vacía…

¿Quién o qué vació España?
Empezó con la desamortización de Mendizábal y la dictadura fue lo que realmente lo remató. Como tu familia, la mía se fue a Cataluña con 20 años, y la frase de mi tita Carmen “he limpiado toda la mierda de todos los pisos de Barcelona”. Pasó toda la vida en Barcelona, pero su casa, la que sentía como su casa, era la del pueblo. Andalucía ha sido la fábrica de cuerpos para levantar las grandes ciudades, y de los trabajos que otros no querían.

Mis padres igual. Llevan 40 años en el Carmelo (Barcelona) y hablan y se sienten como si no se hubieran marchado de Cuevas del Becerro (Málaga).
Pues ahí hay un dolor que no se ha contado. Para mí eso es un exilio. A la gente del pueblo le dijeron que lo que sabían hacer no valía para nada, que para vivir había que irse a la industrialización de la ciudad. No podemos olvidarnos de que las ciudades están construidas de titas Cármenes y personas como tus padres. Ahí hay exilio forzado y dolor.

Y cuando llegaron los consideraron incultos.
Los conocimientos del campo nunca han sido validados, siempre han sido rechazados por la academia.

Muy fácil para quedarse en los pueblos ni lo tenían ni lo tienen ahora.
Lo veo día a día, la gente que trabaja en el campo se pelea con la Administración por cualquier cosa, los pequeños productores tienen trabas y barreras por doquier, y los grandes tienen la ley a su favor y todas las facilidades. Mis pequeños ganaderos dicen “es que parece que nos quieren echar del campo”. En 2020 no tenemos derecho a elegir qué queremos hacer. Si me quiero quedar en mi pueblo no puedo porque no tengo la mayoría de los servicios que necesito, y me obligan a irme. Encima, hay un discurso de moda en la clase política que la repoblación, la salvación del medio rural somos las mujeres. No somos ni vasijas, ni esto es el Cuento de la criada. También tenemos el derecho a decidir si queremos ser madres o no. Se necesitan servicios básicos por comarca. No pido un hospital ni un cole por pueblo, pero si hay una madre con dos niños, que el médico que atienda a los niños sea un pediatra, no un doctor especializado en personas mayores. ¿Eso pasa en la ciudad?

Te he escuchado decir que no somos capaces de saber que la higuera da higos y brevas. ¿La educación de este país está muy centrada en formarnos como mano de obra de las ciudades y estos conocimientos son como la filosofía, no produce, no merece?
Que la gente no sepa de las cosas del campo no es su culpa. Yo he tenido una infancia ligada a un pueblo, y eso es hasta un privilegio. Los niños que nacen en la periferia de las ciudades, que no tienen ni en el cole un pequeño huerto o una cabra… cómo vamos a conocer ni querer conocer algo que nadie nos ha enseñado a mirar. El sistema hace todo para decirnos que ese conocimiento no vale para nada, que saber cómo hacer un queso es cosa de pueblerinos, denostándonos.

En las ciudades somos una pieza de la cadena de montaje industrial. En la escuela nos enseñan a obedecer, la puntualidad, el trabajo en equipo y el silencio; pero saber de árboles, de animales o de cómo se siembra es (para ellos) sumar cero.
Exacto.

¿Ecofeminista?
Yo me considero agroecofeminista (se ríe), porque el “agro” tiene ese vínculo con la tierra. Para mí la vida es el centro. No solo los cuidados, también la alimentación (que también son cuidados). El vínculo con la tierra y con los demás seres es lo primordial. Ser agroecofeminista es reconocerte vulnerable y reconocer que eres dependiente de otras personas, seres y recursos, nos necesitamos unas a las otras. Por supuesto, romper con las dinámicas machistas que hay en el medio rural. Recomiendo leer el manifiesto de las compañeras de Etxaldeko Emakumeak sobre soberanía alimentaria y feminismo. Yo estoy con Yayo Herrero, con la idea de rechazar que somos el varón bba (burgués, blanco y autónomo). No somos autónomas, es fundamental la mirada feminista en la relación con el medio en el que vivimos. Y en lo pequeño y cotidiano; para mí ser agroecofeminista es comer productos de temporada y de cercanía.

Ay, dios, entonces, ¿me voy olvidando del melón Bollo de Brasil?
Ahora mejor naranjas, cítricos, caquis y granada, berenjenas, pimientos y coles. (Nos reímos)

Te leo en tu nuevo libro: Almáciga, el glosario poético ilustrado de palabras del medio rural en riesgo de desaparecer. “Escribir como sembrar. Escribir como decidir, como quien hunde las manos en la tierra, como elegir el lugar idóneo para la siembra. La tierra como el folio en blanco: hay que pensarla, imaginarla, prepararla”. Además de escritora y veterinaria, ahora eres arqueóloga de palabras. ¿Qué es almáciga?
Para mí escribir es un acto político, es mi manera de reivindicar mis ideas. Estas palabras son como los animales, un mundo que estamos dejando morir y que ahora, en pandemia y con el cambio climático nos podría ayudar a hacer las cosas de otra manera. Yo trabajo con animales en peligro de extinción y a la vez recojo palabras con ese peligro. El otro día leí en un informe de FIAN (asociación por el derecho a la alimentación y la nutrición sostenible y sana) y clava mi trabajo y mi filosofía: “Todas las narrativas responden a un modelo mental y cada una de ellas construye un futuro político. Por todo eso toda narrativa es política”. Almáciga es el lugar dónde se siembran y crían los vegetales que luego han de trasplantarse. También tu libro y web en el que almacenas vocablos como jañiquin, errenka, pelúa o trancahilo. Cuando estaba trabajando en mi Tierra de mujeres empecé a apuntar y preguntar por palabras del campo que no conocía. No he querido hacer un diccionario, en el libro las palabras están vivas y cuentan historias de personas. El proyecto se mueve, no es nada cerrado y estático, ahora me envían a la web de Almáciga palabras de toda España, palabras que no están en el diccionario y me interesa toda la historia que hay detrás de ellas. Para mí sería un logro que quien leyera Almáciga preguntara a su familia y amigos por esas palabras que podríamos ir perdiendo.

 


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