El París de ‘Ladies Almanack’

El París de ‘Ladies Almanack’

Este es un viaje-bisagra. En un lado los años 20 del pasado siglo. En el otro, nuestros recién iniciados. Y se entrelazan. Porque nos identificamos con aquella década pletórica de nostalgia. Con su caos, su incertidumbre, su vanguardia. Tal vez con el brillo de las mentes libres y el temor, mezclado con certeza, de que todo podrá sernos arrebatado. Hemingway dejó escrito que París era una fiesta. Acompañadnos a una de las más alternativas de la ciudad.

21/10/2020

Ladies Almanack (1928) es una curiosa genialidad que escribió Djuna Barnes antes de su famoso El bosque de la noche. Una especie de calendario medieval ilustrado por la propia autora que retrata con guasa, transgresión y sin tapujos al círculo sáfico de la Académie des Femmes. En ocasiones tan irónico que llega a revolver, a arañar a escandalizar. Evangeline Musset, Sal Cínica, Más-Irreductible, Duquesa Clitoressa o Cabeza-alta y Tacón-Bajo son algunos de los personajes de este libro del que, ya en los años 80, la propia autora diría: “No entiendo nada. Nada de nada. No sé en absoluto qué quería decir”.

Aunque sí lo sabía. Al menos, reconocía a las mujeres reales de las que este extraño texto pretende ser recuerdo. Poetas, novelistas, reporteras, libreras, editoras, pintoras y fotógrafas. Homosexuales, bisexuales, monógamas, poliamorosas. Y, por supuesto, olvidadas. Mujeres de la Rive Gauche, de Shari Benstock, o París era mujer, de Andrea Weiss, contarían tiempo después quiénes eran este grupo de artistas y mecenas que hicieron de su tiempo una oportunidad de libertad. Comencemos pues a caminar esta orilla izquierda del Sena, a seguir la ruta de sus nombres, como si así sus vidas pudieran mezclarse con la nuestra. Como si la admiración fuera suficiente para resucitarlas y que aparecieran en cualquier esquina mostrando su sonrisa de convicción.

Rue Jacob. / Foto: Sara Baquero Leyva

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Llegamos a la rue Jacob con hora de comer en una brasserie que hace esquina. Una sopa de cebolla empapada de queso. Perfecto. Al salir, hacia la izquierda, caminamos hasta el hotel Angleterre. Su interior es de espejo antiguo y patio pequeño, al que asoman las ventanas desordenadas de las habitaciones. Djuna se instaló aquí en 1921 como corresponsal neoyorquina para contar la historia de los exiliados americanos en París.

Hotel Anglaterre, Djuna Barnes y Natalie Barney . / Foto: Sara Baquero Leyva

“Es un beso en el espejo. Es un adiós al creador, pero sin perturbarle”. [Djuna Barnes]

Comenzó a asistir a las tertulias literarias que organizaba Natalie Barney en su casa. Encontraría allí no solo los personajes de su novela, sino también compañeras a las que admirar, amar y con las que trabajar conjuntamente por y para el arte. Conoció a Thelma Wood, con quien mantuvo un intenso y largo romance y a quien dedicó gran parte de su obra. Su relación se fragmentó a la vez que su amada París. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Peggy Guggenheim, gran mecenas de la época, compra un billete para que Djuna vuelva a Nueva York. Allí pasará sus restantes 40 años de vida confinada en su casa de Greenwich Village, bebiendo y escribiendo.

Continuamos la Rue Jacob hasta el número 20, donde encontramos la casa de Natalie Barney. La gran anfitriona. También americana, se trasladó a París a temprana edad para estudiar. Con las comodidades propias de una familia adinerada, vivió en aquí el resto de sus días. Esta dirección fue el lugar de reunión de las mujeres artistas e intelectuales de la época cada viernes, para compartir sus ideas, escritos y afectos en lo que ella llamó la Academia de Mujeres, surgida en confrontación con la Academia Francesa que, hasta 1974, no admitió mujeres entre sus miembros. La Amazona sería uno de los apodos de esta poeta, parece que en relación a su indómito carácter y a lo mucho que le cundió su poliamorosa filosofía y su destapada homosexualidad. Se ganó así su personaje en Ladies Almanack, que consiste en ser una “papisa lesbiana” que “salva a las mujeres de la heterosexualidad”. Estaba advertido, Djuna con este libro no pretende agradar a ningún colectivo, es una gran broma. Esa es probablemente una de sus grandezas.

Al pasar el portal principal encontramos un patio alargado y despejado. Su puerta es aquella del fondo a la izquierda, la que se encuentra enmarcada por dos columnas antiguas. El jardín, cerrado ahora al público, esconde el misterioso Templo de la Amistad. Donde se representaban teatrillos sáficos que escribía la propia Natalie. Cuentan que un día, Mata Hari pretendió entrar allí montada en un elefante.

20 Rue Jacob, Natalie Barney. / Foto: Sara Baquero Leyva

“¡Soy ese ser legendario en el cual volveré a vivir!”. [Natalie Barney]

Natalie se esforzaba en que la obra de sus compañeras saliera a la luz ayudando a que se promocionaran y editaran los escritos de todas ellas. Murió pasados los 90 años, poco después del fallecimiento de quien fue uno de los grandes amores de su vida: la pintora Romaine Brooks. No podemos evitar sonreír abiertamente al encontrarnos en un espacio que fue testigo de tanta libertad creativa y sexual, así como de la confraternidad feminista del grupo. Si de algo estamos seguras es de que estas mujeres lo pasaron francamente bien en este lugar.

Salimos al Boulevard Saint Germain. Cerca de la abadía de Saint-Germain-des-Prés hacen triángulo el famoso café literario Les Deux Magots, el Café de Flore y la Brasserie Lipp. “Daría cuanto tengo, menos lo que París me dio, por volver a la ciudad tal como era entonces, por sentarme a la mesa del bistró…”, escribiría Djuna en un artículo de lamento por la ocupación de París. Ese bistró con dibujos modernistas y tropicales en las paredes que es hoy día Lipp.

Brasserie Lipp, Djuna Barnes. / Foto: Sara Baquero Leyva

Bajo las señoriales macetas del Café de Flore se extiende la acristalada terraza donde se sentaban Janet Flanner, Solita Solano y Nancy Cunard. Las dos primeras, americanas que huyeron de sus respectivos maridos para buscar en París “la Belleza” y la posibilidad de vivir juntas. Solita fue novelista, editora y periodista, mientras que Janet se convirtió en una famosa reportera del New Yorker, con su columna ‘Letter from París’. En estas cartas contaría con un nuevo estilo de periodismo, la vida parisina de aquellos años, moviéndose en un amplio abanico desde las noticias culturales hasta los cotilleos jugosos y descarados. La tercera, Nancy Cunard, heredera de una gran fortuna inglesa, creó su propia imprenta dedicada a convertir en libros la escritura surrealista de Montparnasse. Las tres formaban una suerte de familia de la que Solita diría “fuimos un triángulo fijo, cuarenta y dos años de fidelidad femenina moderna”.

Café de Flore, Nancy Cunard, Solita Solano y Janet Flanner. / Foto: Sara Baquero Leyva

“Si se pudiera utilizar la oscuridad que llena un cerebro… deshacer símbolos antiguos y engendrar un nuevo significado fresco”. [Nancy Cunard]

Mientras oscurece llegamos a la rue de l’Odéon. Es una calle estrecha y oscura, con varias librerías en su escasa longitud. Pero ninguna se llama La Maison des Amis des Livres, ni Adrienne Monnier estará tras la puerta para ayudarte a descubrir nuevos autores. Adrienne, la más parisina de las hasta ahora mencionadas, fue aficionada desde muy pequeña a la lectura y abrió con esfuerzo su librería, convirtiéndola en una de las cunas de la literatura francesa más moderna. Organizaba lecturas y exposiciones; y fue de las pocas en quedarse en París durante la ocupación y la guerra. Vivía en el número 18 de la citada calle, donde se la puede imaginar asomada con orgullo sobre la orilla izquierda, en la azotea desde la que la inmortalizara la fotógrafa Gisèle Freund.

La Maison des Amis des Livres se encontaba en frente de la primera y original Shakespeare&Co, fundada por Sylvia Beach y dedicada a la literatura anglosajona. Adrienne y Sylvia compartían hogar y sueño librero, pero en idiomas diferentes. Fueron también editoras y prestaron sus escaparates a las obras del grupo, así como a las nuevas revistas culturales vanguardistas que surgían. Se hablaba de ellas como un importante puente entre los escritores franceses y los americanos.

Sylvia Beach sufrió varias ruinas económicas. La primera de ellas cuando invirtió todo su dinero en editar Ulises, de James Joyce. Posteriormente, por la persecución que sufrió al quedarse junto a Adrienne tras la ocupación nazi de París. Pero siempre tuvo amistades dispuestas a salvar su reducto literario con aportaciones económicas, menciones en medios y eventos.

La actual Shakespeare&Co, que hace honor a Sylvia, se encuentra bien cerquita de Notre Dame y es un muy digno recogimiento en el que se apilan por todas partes libros, escaleras, máquinas de escribir, madera crujiente y alguna que otra cama. Pero en l’Odéon no, allí no queda rastro alguno de nuestras heroínas. Solo la noche, solo confiar y soñar que estuvieron allí, mano a mano, resistiendo y descubriendo.

Shakespeare&Co, Sylvia Beach y Adrienne Monnier. / Foto: Sara Baquero Leyva

“Recobro ya mis fuerzas, y si amo la noche, es para madurar la paz de un día postrero. Ya nos ve la mañana, una frente a la otra”. [Adrienne Monnier a Sylvia Beach]

Quedarían muchas mujeres y anécdotas que contar. Una de nuestras favoritas, por ser buena muestra de la doble moral de esos años progresistas, es la de la consagrada escritora francesa Colette. Una genia literaria que no quiso dedicarse a este arte, fue su marido quien la obligó a escribir novelas que luego él firmaba como propias, llegando a encerrarla en el estudio para ello. Reescribió su infancia enriquecida por la ficción en una saga de relatos que les hicieron bastante ricos, hasta que, harta de este abuso, se fugó con una de sus amantes y se dedicó al mundo de la farándula. Montó junto a su compañera Missy un espectáculo en el Moulin Rouge, tan escandaloso y lésbico que se organizó un auténtico lío con el indignado público que comenzó a gritar y lanzar sillas. Parece que ver a una mujer disfrazada de momia egipcia desnudarse poco a poco para luego ser besada por otra mujer vestida de esmoquin era demasiado incluso para estos locos años 20.

Moulin Rouge, Colette y Missy. / Foto: Sara Baquero Leyva

“Dormida, ese insólito desorden… ese sueño de vencida que se parece tan poco a mí”. [Colette]

Son muchas mujeres, muchas genialidades y anécdotas las que nos quedan pendientes, pero por esta vez terminemos: 27 rue de Fleures, hogar de Gertrude Stein y Alice B. Toklas. De todas estas mujeres, Gertrude es la única que tiene placa en el edificio en el que vivió, y es de los pocos nombres a los que poder acceder sin necesidad de escarbar en exceso. Aunque su literatura fue poco considerada en su época, su fama como descubridora de Picasso y Matisse la precede.

Aprovechando la salida de unos vecinos del portal, entramos a su patio con una vieja fuentecilla en el centro. Subimos por las escaleras de moqueta roja como si estuviéramos invitadas a la, también semanal, tertulia de Gertrude y Alice.

27 Rue de Fleures, Gertrude Stein y Alice B. Toklas. / Foto: Sara Baquero Leyva

Allí se reunían muchas de las distinguidas integrantes de la Academia de las Mujeres, junto a otros pintores, cineastas e intelectuales. Habitualmente se formaban dos círculos diferentes en estas reuniones, uno rodeando a Alice y otro a Gertrude. Cada una tenía su grupo particular de admiradores y sus temas predilectos, en base a lo cual las invitadas tomaban asiento.

Se comentaba de ellas que eran “todo un clásico matrimonio”. Y, tal vez, en apariencia se comportaban como tal. Pero ambas eran a cuál más singular, y para muestra unas pinceladas de la obra de cada una. Alice tenía publicados un par de libros de recetas. En uno de ellos, explicaría la preparación de un “postre de azúcar y hachís que cualquiera podría preparar una tarde lluviosa”. Gertrude, por su parte, escribía cada día, reinventando el lenguaje y las estructuras. Es autora por ejemplo de Autobiografía de Alice B. Toklas o de Autobiografía de cualquier persona.

“Los milagros juegan. Juegan bastante. Juegan bastante bien”. [Gertrude Stein]

La última parada es el cementerio Père-Lachaise. Huele a lluvia, como todo el viaje, pero en este lugar más. Entre los recovecos de las calles de tumbas brilla en dorado “Alice B. Toklas” en una cara de la lápida. En la otra se escribió 20 años antes “Gertrude Stein”. Enterradas juntas, como pidieron estar. Se desconoce el motivo de la disposición de los nombres, pero desde luego guarda sospechoso paralelismo con la discreción que se le exigía a las mujeres que vivían juntas en conyugales “amistades”.

La Segunda Guerra Mundial fue desatada. París ocupada. Efectivamente, todo puede sernos arrebatado. Incluso a estas mujeres que lograron construir de la nada una comunidad artística admirable y revolucionaria. Llena de entresijos, claro, de humanas heridas y puertas entreabiertas. Aquí quedan, en sus lugares, en sus versos. Porque sí, ellas son ese ser legendario en el cual volverán a vivir.

“Existe una gran tragedia en los encuentros humanos y en el amor y en la soledad, pero me dan pena aquellos que se lo pierden”. [Djuna Barnes en la entrevista que le realizó en 1981 Michèle Causse]

 


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