Media hora con la yaya, tras 151 días confinada

Media hora con la yaya, tras 151 días confinada

Bitácora de un reencuentro gracias a los cuidados de una residencia de mayores rural.

23/09/2020

La residencia en la que vive Mercedes Gómez. / Ruth de Frutos

“Claro que soy muy chula, y voy a serlo hasta el final”. Así conseguía hacerme reír mi abuela paterna, Mercedes Gómez Gómez (Aldea Mayor de San Martín, Valladolid, 1931) en mis últimos días de confinamiento voluntario en Portillo, el municipio de cerca de 2500 habitantes donde crecí, a poco más de 25 kilómetros de Valladolid. Nunca pensé que, cuando cogí el vuelo para trabajar un tiempo en Buenos Aires el 2 de marzo, tardaría cinco meses en verla de nuevo. El 17 de agosto pedí cita para reencontrarnos durante media hora. Treinta minutos en los que llevaba semanas imaginando y por los que había cruzado el océano quince días antes, esta vez, de vuelta a casa, con el único objetivo de abrazar a mi familia.

En la “nueva” normalidad, la presunción de culpabilidad se cierne sobre los abrazos. Esta doctrina del shock, de la que hablaba Naomi Klein, ha creado una sociedad más individualista, distante y empobrecida moral y económicamente desde que la pandemia llegó a nuestras vidas. Aún recuerdo charlas con personas cercanas a finales de febrero, en las que bromeábamos sobre la gravedad del coronavirus. La sonrisa se borró el 11 de marzo, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que el nuevo SARS–CoV–2 era una pandemia y comenzamos a entender la gravedad de la situación.

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Tres días después, el Gobierno de español decretaba el estado de alarma para la gestión de la crisis sanitaria por la Covid–19 y, el 20 de marzo, Argentina promovía el aislamiento social, preventivo y obligatorio que me confinó en un barrio a las afueras de la capital porteña hasta principios de agosto. Cada semana, miraba por la ventana a la avenida General Paz, límite entre la ciudad y el Gran Buenos Aires, y llamaba a Mercedes desde un teléfono góndola blanco, igualito al que mi abuela materna tenía en verde.

Teléfono blanco

La crisis sociosanitaria derivada de la Covid–19 provocó que la ciudadanía demandase más información a los medios, principalmente a la televisión, y también a las redes sociales, según un estudio de Thomson Reuters. Por desgracia, no siempre con resultados veraces, contrastados y con la suficiente profundidad. La desinfodemia, como define Unesco al “enfoque dañito de la información fabricada y engañosa, que crea confusión sobre la ciencia médica, con un impacto inmediato sobre sociedades enteras”, hizo mella en las personas que querían saber más sobre las consecuencias del coronavirus, provocando miedo y desconfianza.

Si bien la necesidad de mantenerme en contacto con la familia aumentó mi uso del móvil y de redes sociales, el teléfono blanco fue una cita obligatoria todas las semanas –normalmente los sábados, por la mañana en Buenos Aires y por la tarde, cuatro o cinco horas después dependiendo del momento del confinamiento, para mi abuela paterna–. La “yaya”, como la llamo desde que tengo uso de razón, vivió en otro centro de mayores tras comunicarle a sus hijos el Día de los Santos de 2017 que quería irse de casa. Meses después, se cambió a uno en el que conocía a más gente, al haber vivido en el pueblo vallisoletano desde que nací, trasladándose al que vertebra gran parte de mis visitas familiares desde hace tres años.

La Residencia Tierra de Pinares es una de las 199 instalaciones de titularidad pública de Castilla y León –existen 700 en total, de las cuales 501 son privadas–, al depender del Ayuntamiento de Portillo, en la comarca castellana homónima, entre el sur de Valladolid, el norte de Segovia y el este de Ávila. Según los datos del Padrón Continuo publicados por el Instituto Nacional de Estadística, las seis primeras provincias españolas más envejecidas de la clasificación nacional son castellano–leonesas y Valladolid se encuentra en el undécimo puesto, si bien las edades son aún más avanzadas en la población rural.

Datos envejecimiento de la población en enero 2020. /Fuente: INE

Entre el 6 de abril y el 20 de junio, 27.359 residentes de centros de nuestros mayores fallecieron por coronavirus, según el Ministerio de Sanidad –otras fuentes elevan la cifra hasta 32.843–, representando el 69 por ciento del total de muertes en el Estado español. A diferencia de las conclusiones del informe de Médicos Sin Fronteras (MSF), que denunciaba el “inaceptable desamparo en las residencias durante la Covid–19 en España”, la gestión del centro donde vive mi abuela fue ejemplar.

La Residencia Tierra de Pinares fue una de las primeras del Estado en dotar a sus 18 trabajadoras –la mayor parte del personal contratado son mujeres– y 37 residentes de material sanitario y restringir las visitas, con el único objetivo de que el “bicho”, como lo denomina mi abuela, no entrase. No entró y ojalá nunca lo haga.

Recuerdo conversaciones con mi padre lamentando que él y sus dos hermanos no pudiesen ir a ver a su madre, tal y como siempre habían hecho en esa “vieja” normalidad que tanto echamos de menos. Meses después, seguimos dando las gracias por esta decisión tomada en febrero –que llevó a la compra de 400 mascarillas, 200 batas, guantes de nitrilo, 15 pantallas de acetato y al aislamiento de las personas que viven en el centro, según confirma Marta Laherrán, la directora del mismo–, y observamos con preocupación cualquier aumento de los casos en la zona sanitaria.

La semana del 21 de agosto en la que pude reencontrarme con mi abuela, se alcanzó a un total acumulado de 31.668 personas infectadas en la comunidad autónoma y fue, precisamente, cuando se publicaron 10 medidas y tres recomendaciones en el Boletín Oficial de la Junta de Castilla y León, que condicionaron las siguientes semanas. Una de ellas me quitó el aliento: “Limitar las visitas a una persona por residente, extremando las medidas de prevención, y con una duración máxima de una hora al día”.

¿No había terminado el confinamiento y, por ende, las medidas de protección que limitaban ver a mi abuela? Por suerte, mi padre, su hijo pequeño, con el que habla todos los días por teléfono “aunque sea para decirme que no tiene tiempo y que se va a comprar con tu madre”, según la yaya, me tranquilizó diciéndome que las medidas eran aún más estrictas en su residencia y que no me preocupase: solo 30 minutos por visita y día, gestionándolo con antelación por medio de Alfonso, el responsable de que el puzle de citas funcione como un reloj.

Proteger a nuestros adultos mayores debe ser una de nuestras prioridades como sociedad y, al igual que con la infancia, hemos puesto el foco en las consecuencias psicoemocionales de la pandemia demasiado tarde. MSF revelaba la necesidad de establecer el equilibro entre aislamiento, cuarentena y convivencia. No fueron los únicos.

Sola, solitas

La chulería de mi abuela se iba desvaneciendo conforme el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, aparecía en pantalla y alargaba la cuarentena en plazos de quince días hasta llegar a los 97, es decir, tres meses y cinco días. “La Merce”, como la llamamos en la familia, no necesita entender la terminología científica que utilizan las autoridades para darse cuenta de la gravedad del “bicho”.

“No me dejan salir ni al pasillo, así voy a dejar de caminar dentro de poco”, se lamentaba a principios de abril desde el otro lado del teléfono blanco. Mi abuela siempre ha sido una luchadora y nunca ha tenido pereza para “ir al médico”, en masculino, por la fuerte masculinización de la profesión hasta hace relativamente poco. En la actualidad, la feminización de esta y otras profesiones relativas a los cuidados ha puesto el género en el centro de muchas denuncias de la agenda de derechos humanos en tiempos de pandemia.

Según los últimos datos del Ministerio de Sanidad a los que aludía Amnistía Internacional, las mujeres representan la mayoría del sector sanitario, especialmente enfermeras de atención primaria (un 78,7%) y de urgencias (un 71,23%). Estas cifras, unidas a la propia peligrosidad del virus y, en muchos casos, a la falta de medidas de protección adecuadas, provocaron que tres de cada cuatro personas infectadas por la Covid–19 en el personal sanitario español fueran mujeres, según el último informe del Centro Nacional de Epidemiología.

A diferencia de muchos de sus coetáneos en Portillo, Mercedes Gómez siempre ha pedido a sus hijos que la lleven al especialista al más mínimo dolor de cabeza, estómago o articulaciones. Sabe que la prevención es la única baza de esta vallisoletana de 88 años que, con 18, se fue a Barcelona a servir en una casa pudiente y, con mi edad, ya había dado a luz cuatro veces y había perdido a su hija mayor en un accidente de tráfico, cuando “la Chacha” tenía seis años y medio.

Mercedes Gómez, en la residencia. / Foto: Ruth de Frutos

Visitas en el parque

Hija de republicana, la madre de mi abuela está presente en mucha de nuestras conversaciones. A veces por su lucha contra los piojos en el pelo rizado de mi yaya cuando era pequeña, otras porque no tenían para comer y muchas, por su posición política. Mi bisabuela era roja y madre soltera, lo que generó un gran impacto en la niñez de mi abuela, que siempre recuerda como las insultaban cuando subían al autobús y como su referente nunca agachó la cabeza. “Mi madre era una araña. No teníamos nada, todo era muy duro, pero nos lo pasábamos bien las dos solitas”, explica, mientras me imagino cómo se le dibuja una pequeña sonrisa en la cara.

La mascarilla quirúrgica le queda tan grande que, a veces, se le escurre por la nariz y mi padre tiene que recordarle que se la suba, ya que él no se puede acercar para colocársela. Las videoconferencias me han permitido disfrutar con ellos del fresquito de inicios de verano en el último banco de madera habilitado para las visitas, junto a la puerta de la residencia. Desde que las medidas de prevención lo permitieron, los familiares pueden ver a sus seres queridos en el exterior del centro, siguiendo estrictas medidas de seguridad y tiempo.

Treinta minutos a más de dos metros de distancia señalizados por dos perímetros: una fila de vallas rojas y blancas, en la que mi abuela a veces se apoya para mantenerse estoicamente erguida durante toda la visita, y una segunda barrera formada por una cinta atada a la hilera de árboles que recorre la calle o señalizada en el suelo con una línea blanca. El espacio de los residentes es el más fresco, ya que el soportal entre el acceso cubierto de la planta baja de instalación – donde están el comedor y la cocina– y las columnas que sostienen su primer piso, protege del sol. Es también la zona con mejores vistas del centro de mayores: el parque de Arrabal de Portillo.

Cuando bromea, mi abuela tiene mucha guasa. Lo sabe bien Sara, una trabajadora de la residencia a la que “la Merce” trata como una nieta más. Ella, como otras de sus compañeras, aparecen en nuestras conversaciones como si fueran de la familia. Mi yaya se siente muy cuidada y más desde que es consciente de que el miedo al “bicho” provocó la paradoja de que nadie se le acercara para protegerla.

Nada de cinco horas con Mario

El vallisoletano Miguel Delibes escribió Cinco horas con Mario en 1966, obra magistralmente interpretada sobre las tablas durante cuatro décadas por Lola Herrera, actriz oriunda de la misma ciudad. Durante las 13 horas del viaje esquizofrénico de vuelta a casa, donde el miedo y la falta de información me obligaron a utilizar medidas de seguridad incapaces de ser mantenidas durante todo el trayecto, no dejaba de pensar en Delibes y su control del tiempo. Días antes, había comenzado a releer El Camino, una de sus obras más conocidas y que mi abuelo Agustín, el marido de Mercedes, tenía en su excelsa biblioteca.

Cuando murió, su pasión por los libros y la costumbre de escribir en la primera página dónde y cuándo los había empezado se convirtieron en dos de sus mejores regalos. El Camino, lectura obligatoria en secundaria, me acompañó de vuelta a casa en mi ebook, en el que antes había compartido momentos con Mar Gallego en Como vaya yo y te encuentre y June Fernández en 10 Ingobernables.

Mi abuela, como muchas mujeres castellanas de su edad, nunca fue (o pudo) leer, pero siempre tenía la radio encendida por las mañanas en su casa. Cuando la llamaba durante mi confinamiento de 151 días, siempre me preguntaba qué estaba haciendo. Por las horas en las que hablábamos, solía andar entre libros, de modo que, entre confesión y confesión, le contaba sobre mis lecturas. “Lo que hablemos tú y yo, como si no habláramos”, me repetía una y otra vez. Es uno de nuestros mantras de confianza mutua.

Pa’lante

“Esto del bicho no es fácil”, me confesaba mi abuela en una de nuestras últimas charlas. Mercedes Gómez sabe que el coronavirus ha venido para quedarse y que hay que aguantar. Y eso hace cada mañana. Tras levantase, se da paseos de media hora por el pasillo, ayudada por su inseparable andador, para no perder el hábito de caminar. “Tú pa’lante, que vales mucho, hija”, me aconseja siempre. Esta es otra de las máximas de la familia, apretar los dientes y aguantar.

Llevo una semana danzando dentro de mi burbuja familiar. De la casa de mis padres, a la de mis abuelos maternos y después a la residencia de mi abuela. Con orden aleatorio, este baile solo tiene tres pasos que, a veces, se adelantan o atrasan por un único motivo. Martes y jueves las actividades en la residencia terminan a las 6.30, por lo que acordamos pedir cita un poco más tarde y no obligar a “la Merce” a salir del taller de refranes o bolos, que comparte con otras compañeras.

He vuelto a casa y eso significa que retorno a las lecturas en papel. Le cuento a mi abuela quién es Helena Maleno y por qué es tan importante conocer su historia. Más allá de la criminalización de esta defensora de derechos humanos en la Frontera Sur, la periodista ha escrito una frase en su último libro, Mujer de Frontera, que me ha vuelto a llevar a mi abuela y al agradecimiento de los cuidados en esa residencia rural de Tierra de Pinares donde vive: “(…) comprendí que no importa donde esté y hacia dónde vaya, porque lo que importa es saber de quién vengo”.

 


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