Macroencuesta de violencia: cuando la sociedad solo interroga a las mujeres

Macroencuesta de violencia: cuando la sociedad solo interroga a las mujeres

A pesar de que existe un lado positivo en que las mujeres hablen y pongan nombre a la violencia, el esfuerzo para acabar con las violencias machistas siempre se le pide a las mismas, a las víctimas.

23/09/2020

Trescientas cuarenta y una. Ese es el número de páginas que tiene el informe completo de la Macroencuesta de violencia contra la mujer de 2019. Pero los datos más importantes se resumían en unos cuantos titulares el día siguiente.

Una de cada dos mujeres ha sufrido violencia a lo largo de su vida: el 57,3 por ciento, un total de 11,7 millones.

El 13,7 por ciento de las mujeres ha vivido agresiones sexuales.

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Antes de los 15 años el 3,5 por ciento de las mujeres ya puede narrar algún episodio violencia sexual.

El 2,2 por ciento, casi medio millón de mujeres, ha sido violada. Más del 99 por ciento de los autores que cometieron estas violencias eran hombres, y cuando hablamos de agresiones sexuales, más del 80% eran, además, hombres conocidos.

“Es un asunto gravísimo”, esgrimió Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno. Y continuaba en la misma línea la ministra de Igualdad, Irene Montero: “Es la cifra de la desigualdad, la cifra de una brecha que nos divide como sociedad y que tenemos el deber de cerrar”.

Es un asunto gravísimo, sí. Son las cifras de la desigualdad, desde luego; y sin embargo, para la mayoría de mujeres es probable que escuchar estos datos no suponga ninguna sorpresa; porque para nosotras la violencia es parte intrínseca de nuestras relaciones laborales, afectivas, sexuales y, en general, de cualquier índole. Si las cifras como las aporta la Macroencuesta ya no nos desvelan nada, no nos descubren una realidad hasta ahora desconocida, más bien su utilidad es contribuir a convertir episodios del ámbito privado en un relato público que abre telediarios y define la agenda política.

Para la mayoría de mujeres es probable que escuchar los datos de la macroencuesta de violencia no suponga ninguna sorpresa

Ahora bien, ¿cómo se articula este relato?, ¿por qué se dirige a unas y no a otros?, ¿en qué medidas prácticas se está traduciendo?, y todavía más importante: ¿cómo puede contribuir el conocimiento de estas violencias a la erradicación de las mismas? ¿Es suficiente con que el 100 por ciento de las mujeres sepa reconocer la violencia que sufre?

Una primera aproximación podría llevarnos a concluir que la utilidad de estos estudios empieza y termina precisamente en la exposición pública: cada cuatro años desde 1999 se realizan estas macroencuestas –con ligeras modificaciones y ampliaciones– y no se han observado cambios sustanciales en los resultados. Es decir, la violencia que sufren las mujeres se mantiene prácticamente inalterable. Respecto a la macroencuesta de 2015, por ejemplo, hay un mínimo descenso en las agresiones dentro de la pareja, pero al mismo tiempo han aumentado fuera de la pareja, en una proporción de escasa relevancia.

Es lo mismo que ocurre con las cifras de mujeres asesinadas por violencia de género: contemplamos alarmadas año tras año cómo se mantienen estáticas o incluso incrementan. “El problema es que la tensión entre la norma social y la jurídica es cada vez mayor: la sanción social sigue yendo hacia las víctimas, la norma jurídica que tenemos es de 2004 y aún están pendientes los deberes que nos impone el Convenio de Estambul, pero entre las mujeres la norma social ha cambiado mucho (identificación de violencias, situaciones, ponerle nombre, actuar, etc)”, explica Carla Vall, abogada especialista en violencias machistas, como motivo para este estancamiento en las cifras, que contrasta con la importancia creciente que ha tenido el feminismo en los últimos años.

 

 

Lo que sí se está haciendo

Más allá de los titulares, se observan algunos pasos hacia delante. Empezando por el diseño de la encuesta: en 2019 se introdujo un módulo nuevo para medir el acoso sexual, ya fuera puntual, reiterado o en forma de stalking (acoso reiterado) y, lo más importante, todas las preguntas sobre violencia sexual que hasta ahora se dirigían únicamente a investigar qué ocurría dentro de la pareja se han ampliado para detectar la que ocurre fuera de ella. “Es una de las cuestiones más potentes que tiene esta encuesta”, confirma la jurista e investigadora Maria Naredo. “Así se tendría que haber hecho hace años porque dan en el centro de la diana de lo que son las violencias machistas en general. Estas preguntas nos indican que son unas violencias absolutamente cotidianas y llevadas a cabo no por un extraño en un encuentro episódico, sino por las relaciones que tenemos las mujeres con los hombres de nuestro entorno. Una vez abrimos la pregunta a las violencias fuera de la pareja o expareja vemos que la mayoría de agresores son hombres conocidos, que estos episodios suceden en casa y repetidas veces”, añade.

De forma paralela, llama la atención que al introducir este cambio la prevalencia de la violencia entre las mujeres jóvenes se haya distanciado enormemente de las mayores: el 71,2 por ciento de las mujeres que tienen entre 16 a 24 años confirman haber sufrido violencia, frente al 42,1 por ciento de las que tienen más de 65. La explicación, que no tendría que ver con la edad de los agresores, se adelanta ya en las páginas del estudio: al tratarse de violencia revelada –“experiencias de las personas encuestadas”– las jóvenes son más proclives a detectar las violencias que sufren.

Las mujeres jóvenes son más proclives a detectar las violencias que sufren

“Es evidente que quien tiene más capacidad de nombrarlo va a estar sobrerrepresentada en esta encuesta frente a aquellas que ni siquiera lo nombran -explica Naredo-. Las jóvenes hablan de la violencia, le ponen nombre y piden ayuda o al menos trasladan lo sufrido frente a otras franjas de edad que lo hacen mucho menos. A mí ese dato me parece fundamental para entender qué está pasando”. Este crecimiento contrasta con el dato de que únicamente el ocho por ciento de las mujeres denuncian las violencias sexuales que sufren –entre los motivos principales están la vergüenza, ser menores de edad y el miedo a ser no creídas o al propio agresor–, algo que indicaría que las instituciones no están respondiendo ni amparando el problema.

Lo que parece innegable es que el movimiento feminista parece haber ayudado, al menos, a que sepamos nombrar la violencia que encontramos en nuestra cotidianidad, y a que comprendamos que no callar es también una forma de resistencia, una maniobra para que no vuelva a ocurrir. María Victoria Rosell, delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, lo valora así en las primeras páginas de la Macroencuesta: “Quiero finalizar dando las gracias a las mujeres entrevistadas: sin su sinceridad y valentía al contar experiencias tan duras, este estudio no habría sido posible. Si los datos corroboran que una abrumadora mayoría de las violencias machistas no se denuncia, romper el silencio es un acto digno de reconocimiento”.

¿Qué está pasando con los agresores mientras tanto?

Con estos datos sobre la mesa, resulta cada vez más fácil imaginar ese futuro distópico donde una gran mayoría de las mujeres seremos conscientes de las reglas del consentimiento, capaces de reconocer las agresiones o de no permitirlas, y mientras tanto, ellos, una gran mayoría de hombres, andarán aun jugando al despiste, perdidos, con dinámicas que sigan encontrando la aprobación entre sus mayores, mientras la sociedad interroga a las mujeres.

A pesar de que existe un lado positivo en que las mujeres hablen y pongan nombre a la violencia, lo acabamos de ver, también puede abordarse la cuestión desde esta otra óptica: el esfuerzo para acabar con estas violencias siempre se le pide a las mismas, a las víctimas. En el caso de la Macroencuesta se hace evidente, por ejemplo, para esas 334 mujeres que respondieron que sí a la pregunta sobre si le habían dado patadas, arrastrado o pegado una paliza, por lo doloroso que puede resultar un recuerdo de este tipo, pregunta tras pregunta, para verse luego convertidas en una media estadística o en un titular. Ellas son el sujeto y el objeto de la investigación sobre violencia de género, el único escenario iluminado por los focos mediáticos.

Para ellos, sin embargo, no existen encuestas que les pongan frente a un espejo, como tampoco hay apenas mensajes públicos que les interpelen directamente. “Toda campaña pública tiene que ir dirigida a los potenciales infractores. Es imposible señalar lo que pasa si el mensaje va dirigido únicamente a la víctima. ¿Nos imaginamos una campaña para la prevención de accidentes sin que estén presentes los conductores imprudentes? Pues aquí es lo que falta por hacer”, expone Carla Vall.

La prueba de que esa situación está provocando un desnivel en la interiorización de qué son las violencias machistas la encontramos de nuevo en las más jóvenes. La periodista Anna Pacheco pudo comprobarlo cuando impartió algunos talleres en institutos sobre cómo los medios de comunicación contribuyen a legitimar el abuso sexual o la violencia de género. “La sensación que tuve era parecida en todos los casos: existe un abismo entre las niñas y los niños -cuenta-. Ellas no siempre levantaban la mano o se consideraban feministas, pero a la práctica, a medida que avanzaba la charla, detectabas que en el fondo sí lo eran, y en general sabían detectar comportamientos machistas mucho mejor que lo que nosotras, nacidas en los 90, éramos capaces de hacer en su momento”.

“¿Por qué conocemos a tantas mujeres que han sufrido violencia en nuestro entorno y, sin embargo, ninguno de los nombres cercanos se reconoce como agresor?”

Ese abismo del que habla Pacheco está corroborado por los datos de la propia encuesta –cada vez más mujeres y desde más jóvenes no están dispuestas a tolerar las violencias en sus relaciones–, pero sobre todo por el hecho que ellos siguen sin reconocerse como agresores. Esta es otra cuestión recurrente en nuestro día a día, esa pregunta que siempre se queda sin respuesta: ¿por qué conocemos a tantas mujeres que han sufrido violencia en nuestro entorno y, sin embargo, ninguno de los nombres cercanos se reconoce como agresor?

“Lo que más me impactó es la atención o la empatía que sentían ante lo que yo contaba: la forma en que les interpelaba no era igual en las chicas que en los chicos. Muchos de ellos pasaban de todo, no entendían el motivo siquiera de la charla y repetían consignas neomachistas de Pablo Motos como ¿no se puede hacer nada ya o qué?, ¿no es una exageración todo esto? o “menuda tontería””, continúa Pacheco. Al existir un vacío en cuanto a recursos, herramientas y programas pedagógicos dirigidos a ellos, la periodista reconoce sus dificultades para reconducir el taller y hacerles entender a los chicos que su atención era la más relevante. “Me sentía frustrada, muy limitada e incapaz de conectar con ellos. En estos casos, creo que los espacios no mixtos se hacen más necesarios que nunca. Tal como lo viví yo, veía dos carriles a velocidades distintas: las chicas estaban al día de debates contemporáneos del feminismo que ellos desconocían por completo. Había que interpelarles desde lugares distintos”, narra.

María Nareado, que lleva un tiempo trabajando desde dentro del Ministerio de Igualdad, está de acuerdo en que este tema es todavía una asignatura pendiente, aunque cree que los resultados de esta encuesta son un buen punto de inicio porque revelan que la violencia es sistémica y no se da solo dentro de las parejas. “A partir de ahí vemos cómo tenemos que trabajar con los hombres, no desde un aspecto externo o desde el civismo, sino desde el aspecto más troncal de sus relaciones de todo tipo con las mujeres”, reconoce. “En el proyecto de ley que vamos avanzando de garantía de la libertad sexual hay una línea específica para trabajar con hombres, adultos y niños, para cambiar precisamente esta mirada relacional desde el qué hago yo y qué puedo hacer, no desde el qué hacen los otros y las otras. Ahora hay algunas pocas acciones en los institutos, pero no como algo troncal y obligatorio, que sea curricular en todas las etapas de la educación y que el propio profesorado lo entienda como una obligación más de su tarea”, explica.

Para terminar, se pone sobre la mesa la idea de subvertir los papeles en este caso concreto, el de la Macroencuesta de la violencia sobre las mujeres; si sería útil, por ejemplo, ponerles a una muestra de 10.000 hombres –el mismo número de mujeres que se someten a estos estudios– delante de un papel donde se les interpele e incomode directamente a ellos. ¿Te has quitado el preservativo durante una relación sexual sin el consentimiento de la otra persona? ¿Eres consciente de que una de cada dos mujeres reconoce haber sufrido violencia por parte de un hombre? ¿Estás haciendo algo para evitarlo? “Me parece muy interesante esta idea, hacerles una encuesta podría ayudar a visibilizar y a sensibilizar o concienciar a los hombres”, responde Naredo. “Yo creo que muchos de ellos no son conscientes de que esas actuaciones son violencia y suponen un impacto muy doloroso en las mujeres de su entorno. Sería útil por ejemplo en el ámbito de trabajo hacerlo con hombres en términos de prevención y visibilización de conductas. Hay que seguir profundizando por ahí y poniendo el dedo en la llaga y en la responsabilidad de los hombres, en el cambio pendiente, eso es importantísimo”, finaliza.

 

 

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