Otras maneras de debatir los clásicos feministas

Otras maneras de debatir los clásicos feministas

Podemos seguir ancladas en infinitos debates sobre qué es ser mujer. Podemos elaborar complicadas definiciones con axiomas imposibles de desmontar por las contrincantes, pero eso sólo nos llevará al ridículo vital más espantoso: el intelectual.

Imagen: pnitas
15/07/2020

Identidades disidentes. 

“Dejé Alemania con la idea, algo exagerada sin duda, de… ¡Nunca más! Nunca más meterme en historias intelectuales. No quería tener nada que ver con semejante gente. […] Mi opinión era que lo ocurrido tenía que ver con esta profesión. […] Sigo pensando que pertenece a la esencia del intelectual el, por así decir, hacerse ideas sobre todo. […] Esto significó que se hicieron ideas sobre Hitler ¡y en parte eran cosas terriblemente interesantes! (ríe) Cosas fantásticamente interesantes y complicadas, que flotaban muy por encima del nivel ordinario de la gente. Yo esto lo encontraba grotesco. Digamos que cayeron en la trampa de sus propias ideas”.

Hannah Arendt en la entrevista realizada por Günter Gauss y emitida por la televisión de Alemania Occidental el 28 de Octubre de 1964.

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El debate de lo trans, la definición de qué es ser mujer, ocupa hoy hilos e hilos en redes sociales. Es motivo de trifulcas, debates, artículos, libros, conferencias, encuentros feministas… lo ha llenado todo. Es el nuevo clásico que no consigue reemplazar al debate sobre la prostitución… ¡pero casi! Es, sin duda, la cuestión de moda.

He tardado mucho en decidirme a escribir este artículo. Me han pedido muchas veces que me posiciones de un lado u otro, que diga algo. Y la razón por la que no lo he hecho hasta ahora es muy sencilla: no tenía nada que decir.

Seguramente esta afirmación me conforma a ojos de muchas, como alguien cobarde, poco informada y nada leída incluso anclada en privilegios o, sencillamente, alguien imbécil por no tener un discurso en la gran cuestión del momento. Tampoco he tenido nunca una posición clara en el debate de la prostitución así que supongo que mi reputación intelectual debe ya andar bastante mal parada en ciertos ambientes. No importa. Algo de razón llevarán.

Pero en los últimos meses algo ha cambiado en mí. Tengo una certeza, una sola, y la quiero compartir por si puede ser de utilidad. Mi certeza es la siguiente: “Ahora que la definición del ser mujer parece ser el centro de (casi) toda nuestra actividad feminista, estamos comportándonos más que nunca emulando dinámicas masculinas de las más tóxicas en los debates para encontrar dicha definición”. Esto sólo sé.

Al principio de este artículo os he dejado un fragmento de una entrevista a Hanna Arendt. Ella afirma, entre otras cosas, que el gremio de intelectuales se deja llevar por la idea de la idea. Crear pensamiento y práctica vital anclándonos en ideas solo puede llevarnos a la barbarie. Ella hablaba de la generación de filósofos que trabajaron en las universidades durante el periodo nazi, pero lo que dice podemos extrapolarlo también a cualquier debate que se pierda en preciosas definiciones con lenguajes lógicos cuya conclusión sean: no veo el dolor de quien tengo delante de mis narices.

Las mujeres del siglo XXI nos hemos anclado en determinados debates feministas, en parte, porque seguimos discutiendo con dinámicas patriarcales. Y esto, a su vez, se debe al gran desconocimiento de los lenguajes de aprendizaje y comunicación relacionados con lo femenino, protofenista, místico, intuitivo, emocional, ancestral, prepatriarcal, etc.

Hay dos momentos claves donde el racionalismo masculino se apoderó de Europa y, desde allí, conquistó el resto del mundo. El primero es el s. I D.C. con la imposición progresiva de ciertas escuelas cristianas patriarcales en detrimento de otras dirigidas y seguidas por mujeres. El segundo tiene su punto álgido en el racionalismo francés pero deriva, a su vez, del primero.

Es materia de la recuperación de la memoria histórica femenina todo lo relacionado con las formas de aprendizaje robadas a la humanidad por el patriarcado. Solo a través de ellas encontraremos salida a debates como el de la prostitución o la transexualidad porque desde el paganismo protofenista ya se hicieron reflexiones claras y específicas acerca de estos temas.

En resumen: las mujeres estamos discutiendo por dar solución a cuestiones a las que ya dimos respuestas maravillosas hace miles de años.

Me gustaría que este artículo fuera en sí mismo un ejemplo de lo que digo por eso voy a intentar hablar de mi dolor y, al mismo tiempo, voy a intentar ver el de las demás personas.

Cuando yo era muy pequeña una mañana un vecino se asomó por la ventana desnudo y empalmado. Se aseguró muy bien de que yo viera su pene. En otra ocasión otro hombre me bajó los pantalones del chándal en plena calle. Había muchas personas mayores, fue a la salida del colegio y nadie hizo nada. El hombre se acercó, me bajó los pantalones y se fue, así sin más. Yo ya estaba bastante acostumbrada a que me obligaran a enseñar mi cuerpo en contra de mi voluntad porque uno de los juegos favoritos de los niños de mi barrio era levantar la falda a las niñas. Era una humillación muy grande por lo simbólico que conllevaba ya que quien mostraba el coño o la ropa interior o era una puta (porque se dejaba) o era tonta (por no haberlas visto venir).

En todo este tiempo lo trans estaba en mi barrio y me fascinaba: en una calle determinada, en una casa determinada, convivían unas señoras que representaban lo más subversivo que presencié en toda mi infancia. Para mí siempre fueron las mujeres más revolucionarias de Triana por atreverse a ser visibles.

Ahora bien, en una sociedad sin referentes lésbicos como la de los 80, las niñas bisexuales crecimos omitiendo y reprimiendo una parte fundamental de nuestra sexualidad a la que no sabíamos ni si quiera dar nombre. En mi barrio había maricones a los que humillar y había mujeres trans con poderío suficiente para superar las palizas en callejones y el trauma de verse con la cabeza dentro de un W.C. que lucían con revolucionaria alegría trajes de flamenca y montaban en carretas que salían de Triana hacia el Rocío. Pero nunca vi a una lesbiana o a una bisexual (o un hombre trans) ni en los bares, ni en las calles, ni en las casas, ni en ningún lado. Las personas con coño empotradas estábamos, sí, pero en los armarios. Y cuando entendíamos qué era lo que nos pasaba ya habían pasado al menos dos décadas de silencios familiares. Y ya habías construido tu vida sexoafectiva en una heterosexualidad impuesta.

Entonces entendías que resistir la invisibilidad también había sido heroico.

Tantas y tantas mujeres con este mismo perfil encuentro en mi generación. No es fácil salir del armario en ninguna circunstancia y no merece la pena concursar con quién sufrió más, si las que no ocultaron su identidad o las que la escondieron. Pero que tampoco me vengan a decir que como mujer bisexual con coño tuve suerte de, al menos, poder mostrar parte de mi vida sexoafectiva porque aquello ni era sexo, ni era afecto, ni era vida. Eso sí, nadie podía robarme la visión de las transexuales trianeras que, solo con ser ellas mismas, me estaban gritando sin saberlo: “No hay nada de malo en ser quien eres”.

A mis 17 años mi madre me llevó al ginecólogo para que me recetaran la píldora anticonceptiva. Yo ya tenía novio y ella no quería problemas, así me dijo. Así que tomé las píldoras y empecé a tener yo los problemas: de ansiedad, de hongos, de vida sexual de mierda… Tardé mucho tiempo en entender que el coito no era la mejor opción para llegar al orgasmo y más tiempo aún en saber dónde estaba mi clítoris. Supongo que era fácil darme pastillas, pero difícil hablarme del sexo lésbico o de la masturbación como opciones sexuales sin problemas.

Después, en mis 30, parí (me salto toda la violencia menstrual para hacerlo corto) y el día del parto fue el más horrible de mi vida debido a la violencia obstétrica que recibí.

Hoy me niego a pensar que tener coño no fue determinante en todas esas violencias que sufrí. Y me niego a pensar que las mujeres trans del barrio no sufrieron las suyas precisamente por no tenerlo. Y esto es así porque el patriarcado tiene violencias para todas.

Podemos seguir ancladas en infinitos debates sobre qué es ser mujer y hacer como los intelectuales nazis cuando hablaban de Hitler. Podemos elaborar complicadas definiciones con axiomas imposibles de desmontar por las contrincantes, pero eso sólo nos llevará al ridículo vital más espantoso: el intelectual.

Y también podemos partir del dolor y la vulnerabilidad. Y podemos admitir que la definición de mujer es un abismo ideológico y que solo nos queda hacer una apuesta. Podemos enfrentarnos a la horrible y patriarcal idea de que sólo hay una verdad. Podemos decir que no tenemos una posición clara frente al problema de lo trans o de la prostitución, podemos admitir que que todas hemos sufrido, aunque sea por motivos diferentes. Y podemos presentar el feminismo al mundo como un movimiento de cambio social que no teme a las contradicciones intelectuales y que es capaz de hacer convivir muchas verdades.

Existe la transfobia y existe la coñofobia. Nuestra sociedad es falocéntrica, sí, y justo eso hace que cambiar el simbolismo del falo sea subversivo. Y reflexionar sobre estas contradicciones nos va a generar el mismo dolor que poner alcohol sobre una herida. No tengamos miedo al dolor que cura.

Lo que cuenta, hermanas, es que estamos vivas y sobreviviendo en el patriarcado y eso es un enorme punto de partida para luchar juntas y exigir justicia por todas nuestras muertas.

 

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