La caza de brujas en la América colonial

La caza de brujas en la América colonial

Si una parte de la persecución contra las brujas en la América Latina se debió a aspectos relacionados con el cuerpo y las prácticas sexuales, la otra parte, y quizás la más importante, se refirió a las prácticas médicas y rituales que estas mujeres llevaban a cabo.

Texto: Julia Amigo
22/07/2020

Ilustración de Conchi Guerrero.

“En 1614, el comisario del Santo Oficio, de Méjico, abrió un interrogatorio relacionado con ciertos rumores que corrían sobre tres mujeres castizas y una mestiza, a quienes se acusaba de reunirse por la noche en un descampado y besarle el trasero a un macho cabrío, y de volar en forma de gallos y papagallos…” 
Gustav Henningsen, La evangelización negra: Difusión de la magia europea por la América colonial

La caza de brujas supone aún en nuestros días todo un relato épico, al que se han ido añadiendo variados ingredientes ficticios. Muchos de los elementos que acuden a nuestra mente al pensar en brujas están sin embargo cargados de realidad. Sexo con animales, hechizos mortales o vuelos nocturnos sobre palos de madera forman parte de acusaciones reales que supusieron la condena de muchas mujeres en una caza que en la América invadida tuvo su auge en el siglo XVII.

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Marginalidad, resistencia, cuerpo, sexualidad, medicina, hechizos, animales y mujeres que levitan y vuelan son algunos de los temas que conforman el complejo suceso de la caza de brujas en los territorios americanos colonizados. En este análisis, cobran especial relevancia los documentos inquisitoriales y causas criminales contra las brujas que se conservan en los archivos.

Sexo, ungüentos y aquelarres

La imagen de la bruja comenzó a forjarse en el siglo XV en Europa y posteriormente en la América colonizada. En los territorios americanos invadidos, diversas investigaciones dan cuenta de actas de tribunales de la Inquisición de lugares como Cartagena, Nueva España o Lima, que recogen casos de mujeres (y escasos hombres) acusadas de brujería. En estos documentos las referencias al cuerpo y a las prácticas sexuales son constantes. Los supuestos pactos con el diablo y otras criaturas maléficas se realizaban vía corporal, por encuentros sexuales, ungüentos o heridas y marcas.

El diablo en tierras invadidas no era una figura equiparable al demonio europeo, de hecho, tanto para las personas indígenas como para las afrodescendientes “el demonio es un ser ligado a procesos de curación y de manipulación de la energía generativa del universo, expresada en temas como la alimentación y la sexualidad. … Para el europeo, y en especial para el inquisidor, se trata de Luzbel, el archienemigo del bien y la causa de la presencia del mal en el mundo” (Betty Ossorio, en Brujería y chamanismo. Duelo de símbolos en el Tribunal de la Inquisición de Cartagena (1628)).

Los pactos con el demonio eran considerados herejía, de modo que los poderes eclesiásticos interpretaban todo aquello que se saliera de la cosmovisión cristiana como posibles acercamientos al diablo. Muchas mujeres terminaban confesando bajo tortura, admitiendo que el supuesto pacto era algo recíproco. Ellas, supuestamente, se ponían al servicio del maléfico a cambio de ciertos favores o poderes, pudiendo ser esto una justificación de cara a los poderes eclesiásticos de sus conocimientos medicinales y rituales.

Los conocimientos que estas mujeres poseían sobre sexualidad, erotismo y amor, o simplemente sus costumbres y elecciones vitales en materia de afectos, las convirtieron en el centro de la diana de los colonizadores, que vieron en ellas una representación del mal similar a la de sus hermanas europeas. De hecho, como indica Silvia Federici en Calibán y la bruja, “la nueva legislación española, que declaró la ilegalidad de la poligamia, constituyó otra fuente de degradación para las mujeres”, puesto que supuso la condena de una parcela de libertad que estas habían cultivado, al ser muchas de ellas viudas o solteras.

Así, se instauró desigualdad donde antes existió diferencia en lo tocante al género, y se promovió miedo y represión allí donde antes habían existido otros modos de entender la vida, las relaciones y los afectos. No es de extrañar pues que estas mujeres decidieran empoderarse desde esa expresión de su sexualidad, llegando muchas a describir al príncipe del mal en sus testimonios como una criatura real, temible, pero sin embargo atractiva en su perversidad.

Si una parte de la persecución contra las brujas en la América Latina se debió a aspectos relacionados con el cuerpo y las prácticas sexuales, la otra parte, y quizás la más importante, se refirió a las prácticas médicas y rituales que estas mujeres llevaban a cabo.

En Europa, allá por el siglo XIII, comenzó a institucionalizarse la ciencia médica. En general, las clases dominantes y poderosas poseían sus propios médicos de corte, varones y ocasionalmente sacerdotes, que actuaban protegidos por la Iglesia. Sin embargo, las clases más pobres y campesinas acudían a mujeres sabias, las brujas, que poseían infinidad de remedios cuyos efectos habían sido probados empíricamente tras años de uso. De hecho, muchas de estas fórmulas y ungüentos siguen usándose en la farmacología moderna.

Mucho antes de que comenzara la caza de brujas, las mujeres sanadoras ya fueron excluidas de la universidad en Europa, negándoseles así el derecho a formarse en igualdad con los hombres para poder seguir ejerciendo una medicina cada vez más institucionalizada.

El estereotipo de la bruja nace en Europa confundido con los orígenes del cristianismo y muy vinculado a la persistencia de cultos paganos y creencias populares que resistieron los procesos de cristianización. Fue a finales del siglo XIV cuando comenzó a perseguirse a estas mujeres sanadoras, y fue en este contexto en el que la caza de brujas comenzó a desarrollarse en Europa y posteriormente en los territorios americanos invadidos.

Otro de los aspectos destacables en esta historia, situándonos ya en la América colonial, se refiere a cómo los colonizadores evaluaron todas las prácticas religiosas, sociales y rituales desde la perspectiva europea, lo que les instó a demonizar todo aquello que se escapaba de su entendimiento de la organización social, ritual y curativa. Del mismo modo que en Europa, la bruja resultó ser la aliada perfecta del diablo en los territorios invadidos.

Un gran elemento en común que compartían las brujas americanas con las europeas fueron los aquelarres, las reuniones secretas, clandestinas. Un buen ejemplo es el de la condenada Silvestra Molero, quien, como recoge Federici, “se reunía en su casa con otras mujeres los martes y los viernes para realizar cosas supersticiosas como beber chicha, fumar coca e invocar al demonio”.

En definitiva, podríamos afirmar que el concepto de “brujería” era ajeno a las sociedades americanas precolombinas. Muchas mujeres eran verdaderas fuentes y agentes de unos conocimientos médicos muy vinculados a la naturaleza que los colonizadores no solo no respetaron, sino que se esforzaron por erradicar.

La caza, la misoginia y la aculturación forzada

“Tal y como refleja la existencia de muchas deidades femeninas de importancia en las religiones precolombinas, las mujeres habían tenido una posición de poder en esas sociedades…Antes de la conquista, las mujeres americanas tenían sus propias organizaciones, sus esferas de actividad reconocidas socialmente, y si bien no eran iguales a los hombres se las consideraba complementarias a ellos en cuanto a su contribución a la familia y la sociedad”.
Silvia Federici, Calibán y la bruja

Cuando la caza de brujas alcanzó su máximo auge en la América colonial, ya se había producido una fusión de creencias indígenas, afroamericanas y españolas muy profunda, que supuso el surgimiento de un sistema social totalmente nuevo. Se produjo al mismo tiempo lo que podría denominarse como cristianización y diablificación de América, atravesadas por la cosmovisión mestiza sobre los conceptos demoníacos.

Si sumamos la lucha para modificar el politeísmo americano por el monoteísmo judeocristiano, que supuso la imposición del temor al demonio, a los temores y miedos de los conquistadores por la presencia indiscutida del demonio en las tierras de América, como explica Federici, se comprende el hecho de que la conquista de América se justificase como una “misión de conversión”, y no como lo que en realidad fue: la usurpación de oro y plata para abastecer a una corona empobrecida.

La aculturación forzada que se dio en los territorios invadidos comenzó a filtrarse a todas las realidades sociales. Un buen ejemplo de este proceso sería el de algunos términos indígenas que pasaron a tener significados totalmente distintos. Así, la expresión en quechua supay que significaba “ángel bueno” o “ángel malo” actualmente se traduce como “diablo” o “hijos del demonio”.

Otro aspecto donde se dio esta aculturación fue en el binomio mujeres-naturaleza. Irene Silverblatt reflexiona sobre ello en su libro Luna, sol y brujas. Géneros y clases en los Andes prehispánicos y coloniales: “Ambas fueron percibidas como impredecibles, caprichosas y emotivas, por ende, debían ser conquistadas y dominadas, además, al ser consideradas como menores de edad siempre requerían de protectores o tutores; su supuesta debilidad las hacía ser más susceptibles de caer en tentaciones demoníacas, por ello el peso de la desestabilización colonial recaía en ellas, es decir, fueron percibidas como enemigas mortales del hombre, la Iglesia y, por supuesto, del orden político colonial”.

Confluyeron en la caza de brujas la misoginia, el rechazo a la naturaleza como fuente de conocimiento y la fobia y condena de la Iglesia del erotismo y de la sexualidad. Como afirman Barbara Ehrenreich y Deirdre English en Brujas, parteras y enfermeras. Una historia de sanadoras, tanto el conocimiento empírico que pudiera derivarse de la naturaleza como la sexualidad representaban para la Iglesia una rendición ante los sentidos, una traición a la fe.

Las brujas de la América invadida fueron agentes de oposición y resistencia al sistema colonial, confrontando una religiosidad y un decoro que las dañaba y ninguneaba invadiendo sus cuerpos y sus vidas. Las desigualdades de género generadas supondrían el nacimiento de un nuevo patriarcado que se imbricaría con las prácticas y creencias nativas previas a la llegada de los colonizadores.

Las brujas resistieron y resisten

“La bruja encarnaba, por tanto, una triple amenaza para la Iglesia: era mujer y no se avergonzaba de serlo; aparentemente formaba parte de un movimiento clandestino organizado de mujeres campesinas; y finalmente era una sanadora cuya práctica estaba basada en estudios empíricos. Frente al fatalismo represivo del cristianismo, la bruja ofrecía la esperanza de un cambio en este mundo”.
Ehrenreich y English, Brujas, parteras y enfermeras.

El patriarcado se impuso de diversos modos en las tierras americanas invadidas, así como lo hicieron las jerarquías y los estamentos de clase. Las brujas, como secuaces del demonio en la tierra, no fueron más que otra de las invenciones europeas para justificar la invasión y la cristianización. Se puede considerar que los juicios llevados a cabo contra ellas fueron un lugar desde el que estas mujeres pudieron expresarse, en un contexto que se esforzaba en arrebatarles la voz y el poder. Como relata Natalia Urra Jaque en El demonio y su presencia en los espacios hispano-coloniales, “las cortes eclesiásticas significaron un foro para expresarse y ser tomadas en cuenta. El temor del pueblo a una posible emancipación que desestabilizara las leyes y metas de la sociedad colonial recayó en ellas, sobre todo, en las independientes o ajenas a la protección masculina como las viudas, solteras o hijas únicas y, por supuesto, a las que retaban los poderes médicos, económicos o patriarcales”.

Este fue un terreno de agencia para las mujeres que, invadidas como la tierra, intentaban sobreponerse y poner a salvo todo lo que las rodeaba. Como señala Silverblatt, el hecho de que numerosos testimonios de brujas no fueran obtenidos de manera forzada o bajo tortura nos explica que algunas mujeres se consideraban de hecho brujas, imbuidas de un poder especial. Sin embargo, este poder no provenía de pactos con el diablo, sino de su agencia y resistencia frente a un sistema colonial que las oprimía, a ellas y a las tradiciones de las que fueron convirtiéndose en únicas transmisoras.

Lejos de ser transformadas en parias, las brujas andinas, con su resistencia, lograron que, según Silverblatt, “la brujería, la continuidad de las tradiciones ancestrales y la resistencia política consciente comenzaran a estar cada vez más entrelazadas”.

Si nos alejamos de la caza de brujas en tierras americanas invadidas, y pensamos en casos de brujería que se han registrado y condenado incluso en la década pasada, podemos inferir que la bruja, como mujer poderosa que escapa a diversos poderes opresores, sigue viviendo entre nosotras. De hecho, en distintas lenguas la palabra bruja aún sigue usándose para definir a una mujer desviada, anormal, cuyo patrón vital no encaja en lo establecido. Bajo esta luz, son muchas las brujas que aún sobrevuelan el planeta tierra, resistiendo y luchando. Algunas, hasta organizan congresos.

 


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