Sueño con francotiradores
Las diminutas y grandes raíces colonizadoras quedan al descubierto ahora para Madga de Santo. Escribe desde Buenos Aires, una provincia en la hay más de mil quinientas villas, "y ahí está el bicho azotando, es allí donde entró el bicho, en casas sin agua, donde vive mucha gente en muy poquitos metros"
Sueño con francotiradores y gritos sordos contra mi viejo. Me enfrento en soledad a los tiros. Salgo de un confinamiento grupal para ser el único blanco de la balacera. Y me disparan con sus largas metralletas hasta el final.
Puede que empiece a entender por qué tantos escritorxs afirman en sus diarios de pandemia que no logran concretar su bella tarea. Puede que entienda ahora por qué teniendo al ser amado durmiendo a mi lado el deseo erótico no nos envuelve siquiera en los sueños. Puede que ahora empiece a entender el síntoma que me atrapa durante tantos días. Un vuelco de las cosas hacía mi. El mundo de los objetos se me viene encima. El techo de la cabaña a centímetros de mis ojos. La pared gira. Mi cuerpo solo pretende desplomarse con los ojos cerrados en una cama fija. La luz del sol se vuelve insoportable, comer una tarea absurda porque a los pocos minutos puedo devolver ácido e inmundo el menú entero, lavarme los dientes es mas violento que sacudir mi cabeza como una maraca.
El nombre de esta dolencia es un síndrome vertiginoso y sus causales, aún inciertas.
Mi psicoanalista sostiene que es resultado de una representación síquica, del traumático proceso de la pandemia en tránsito. Me dedico parte de la sesión a comprender el paradigma desde el que me analiza. No siempre puedo escucharla. A veces la descalifico secretamente por razones ideológicas y generacionales, no logro tomar la parte del lazo que me toca y hacer la famosa transferencia. Sin embargo, ya pasó un tiempo del confinamiento sin casa y mi salud mental parece trastabillar. Hace ya más de un mes que huíamos por una ruta desértica en un coche prestado, en ese intento desesperado por alcanzar el sitio donde refugiarnos para cumplir el mandato de “quédate en casa”; nuestro caso judicializado, habeas corpus negado, exposición a comisarías sin más respuesta que la virulencia que destapa mi presencia y luego de que una madrugada termináramos en un consultorio para atravesar los días confinamiento: un diminuto espacio lleno de libros y sofás que teníamos que pagar aunque creímos con ingenuidad que la solidaridad feminista de quien posee dos o tres casas concedería por piedad, pero ignoramos que venir de Europa crea un imaginario equívoco sobre nuestras billeteras. Conseguimos por fin un permiso para salir de la ciudad. El aire se detuvo cuando un jefe de operativo policial, en la ruta provincial 11 en estas pampas dispuestas para el monocultivo de soja durante tantos kilómetros, en el ocaso de un día domingo en esta llanura que llega hasta el horizonte nos espetó: “Vuelvan”. Es conocida aquella frase racista: “Vuélvanse a su país, vuélvanse a su casa”. Esta vez nos tocaba en nuestro país, en nuestra tierra sin casa. Paradójicamente nuestro piso en Barcelona, se vuelve una bola demasiado pesada para nuestra esquelética cuenta bancaria y la deuda asciende como el número de infectados en este país pobre en el que nací. Detengámonos un momento.
Luego de masticar la frustración de aquellos bellos proyectos que nos trajeron a trabajar a nuestro paisito largo y endeudado, con la esperanza de repartir (colaborar, se dice en la jerga del arte contemporáneo) porciones de euros con travestis y trans que hacen de la tristeza estrellas, de la pobreza poesía, esta pena en mí logró oradar el eje, mi centro, mi equilibrio de manera literal. Las cosas se me cayeron encima en una ilusión sinestésica.
A la psicoanalista la llamé demasiado tarde y le dio por llamar a mi nueva incapacidad trastorno de conversión. Básicamente lo que Freud estudió y atribuyó a la histeria. Leo en Wikipedia que el trastorno se debe a ira acumulada, una cólera que no termina de tomar forma. Los médicos clínicos sostienen que hay que hacer una serie de estudios para descartar problemas neurológicos de este síndrome. Pero los estudios neurológicos son inviables sin cobertura social. En 400 km a la redonda hay un solo aparato resonador público, el hospital público, por motivo de la pandemia, no realiza análisis de sangre ni audiometrías. Todos los instrumentos, medios y recursos están para el bicho, y lo demás, tiene que esperar.
La pausa, el suspenso, incluso las innumerables dilaciones para alcanzar un objetivo chiquito –me digo– no es equivalente a la pérdida absoluta.
Hoy estoy frente a una pantalla con una ropita que me mandó mi mamá que huele a ella, comiendo un pastel de manzana que sabe a ella, y eso es posible porque los cinco sentidos están conmigo otra vez, y este maldito virus que nos globaliza y nos vuelve una unidad susceptible de muerte, estos días tristes en que perdimos a la líder social Ramona Medina que hace apenas 10 días denunciaba en el centro de Buenos Aires que en su barrio no hay agua. Aquí en Latinoamérica tenemos un fenómeno social que ningún país que haya salido de la curva epidemiológica más crítica ha tenido que lidiar. Aquí favelas, asentamientos, villas, hacinamiento, pobreza estructural derivada de la conquista y sus variantes civilizatorias. Solo en la ciudad de Buenos Aires dos millones y medio de personas viven en esos barrios. En la provincia de Buenos Aires hay más de mil quinientas villas. Y ahí está el bicho azotando, es allí donde entró el bicho –que nos negamos a llamar por su nombre científico para no atraerlo–, en casas sin agua, donde vive mucha gente en muy poquitos metros.
Los anuncios en la tele parecen querer evitar decir la palabra muerte. Quizá porque la muerte es un hecho que necesitamos olvidar para hacernos de una vida, para despertar en la mañana y sostener las creencias vitales a mediano y largo plazo. No permanecemos con la presencia de la muerte. La cultura occidental nos ha enseñado a reprimir ese hecho intrínseco a la vida, no sabemos convivir con la muerte, sabemos dejarla debajo de la alfombra. Yo sueño con francotiradores.
Estuve en México antes de venir a Buenos Aires y ese souvenir de calavera que le regalamos a la abuela wichi de mi pareja hoy toma la significación de un saber ancestral que tiende lazos entre distintas culturas indígenas que han hecho de la muerte la conexión con la vida.
Hay emociones muy negativas que dejaron de acompañarme. Ya no siento envidia profesional por quienes están en una residencia en Berlín, ya no siento rabia porque a un hombre cis lo publican en un medio en el que quisiera que figure mi firma. Mis sentimientos más patéticos y snob dejaron de emerger como los yuyos que arranco los días que me siento bien en la cabaña. La tarea me fascina desde su comienzo: tirar con ahínco, desgarrar la tierra. Luego, enterrar los dedos para ablandar el centro de la maleza. Ahora me emociona sacudir las hojas bravas en el aire y sentir cómo la tierra vuelve a sí misma y las diminutas y grandes raíces colonizadoras quedan al descubierto.
No tengo espacio para lidiar con la competencia, la envidia, ni desear el deseo del otre.
Mi energía, poquita, entera está puesta en vivir.
Hoy quité la mala hierba, los lechugones, con una herramienta. Ayer los quité con un guante de latex puesto para no lastimarme más las manos. Antes, a pura piel.
Anoche soñé una buena refregada erótica en el baño de un velorio. En esa oposición binaria que occidente nos inclulca se entretejen las hierbas, flores, semillas, cuerpos en putrefacción y deseo.
Hoy por fin logro escribir este texto que hace tanto me estaba esperando.
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