La solución no es más cárcel

La solución no es más cárcel

Hay algo en el propio sistema de justicia penal que hace que siga amparando la impunidad con la que miles y miles de hombres ejercen las violencias contra las mujeres.

10/06/2020
Imagen de la manifestación de Bilbao tras la sentencia de 'la manada'. / Foto: Andrea Momoitio

Imagen de la manifestación de Bilbao tras la sentencia de ‘la manada’. / Foto: Andrea Momoitio

La última sentencia que condena a los cuatro miembros de La Manada por atacar sexualmente a una joven en Pozoblanco vuelve a dejar una sensación de desasosiego. Deja sabor a que es insuficiente. Sin embargo, las penas impuestas por los abusos sexuales, de un año y seis meses de prisión, están dentro de la horquilla para este tipo delictivo (artículo 181.1 del Código Penal) que establece penas de uno a tres años; y la condena se amplía al considerárseles también autores de un delito contra la intimidad (artículo 197.1) por la grabación y difusión del vídeo en varios grupos de WhatsApp. Por estos hechos la pena que se les impone es de un año y cuatro meses para tres de los miembros y de tres años para el que grabó y difundió las imágenes. En total, dos años y diez meses para los tres primero y cuatro años y seis meses para el cuarto.

Tras la sentencia, la pregunta que me formulo es si esa sensación de impotencia y de inseguridad que deja esta condena desaparecería si, en vez de ser uno año y seis meses la condena por abuso sexual, hubiera sido de tres años (la máxima prevista) o de cinco años de haberse calificado como agresión sexual e imponiendo también la pena mayor. A mi juicio, lamentablemente, creo que no. Hay algo en el propio sistema de justicia penal que hace que, aún en los casos de condenas más contundentes y proporcionadas a la gravedad de los hechos, siga amparando la impunidad con la que miles y miles de hombres ejercen las violencias contra las mujeres, las violencias sexuales, las físicas, las psicológicas.

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Es esto lo que nos lleva a hablar de justicia patriarcal; a señalarla como un modelo de justicia que no comprende que los hechos que se juzgan representan un problema social de raíces estructurales. Que los delitos contra las mujeres no son un tema individual o particular. Que las sentencias que se dictan, más allá de la imposición de una pena proporcionada a los hechos, debe reparar a las víctimas en toda su amplitud y dando cabida a todas sus formas. Las sentencias han de tener presente el derecho de la reparación a las víctimas.

Este es, como bien explicó hace pocos meses Laia Serra en Pikara Magazine, un pilar básico para quienes defendemos la justicia feminista no punitivista a la hora de juzgar los crímenes de poder que los hombres comenten contra las mujeres. Esta es la reivindicación que debería ocupar el debate social y jurídico y no el del endurecimiento de las penas de cárcel. El feminismo es un movimiento emancipador que no puede mostrar ninguna afinidad con quienes defienden las prisiones. La reforma de justicia que necesitamos requiere un cambio de perspectiva que garantice y proteja los derechos de las mujeres, especialmente su derecho a la libertad sexual. Y hacerlo no puede estar en contraposición con la lógica de los derechos humanos. La verdad, la justicia y la reparación que buscamos quienes defendemos una justicia feminista no tiene que ver con la venganza sino con la no impunidad; y la no impunidad solo se logrará cuando la sociedad y sus instituciones dejemos de reproducir las violencias patriarcales que tantas aristas tienen.

La sensación de indefensión que deja la sentencia de Pozoblanco es producto de la rabia y de la impotencia que emite la impunidad de quienes ejercen las violencias, así como del desinterés judicial en garantizar que estas no se repitan. Da la impresión de que ninguna de las condenas de cárcel a los cuatro miembros de La Manada va a asegurar que, cuando salgan de prisión, hayan comprendido la gravedad de sus acciones y del sufrimiento que han causado. Da la impresión que la cárcel no va a ser suficiente ni para ellos ni para los que reproducen su mismo patrón de violencia agrediendo a niñas, adolescentes y mujeres sexual, física y psicológicamente.

El mandato de masculinidad que los lleva a actuar con crueldad contra las vidas y los cuerpos de las mujeres no se desactiva con las sentencias condenatorias ni con los años de cárcel. No se desprograma tan fácilmente. Más bien da la impresión de todo lo contrario, de que este tipo de casos, su tratamiento mediático y la redacción de las sentencias refuerza esa posición de fuerza, de dominación y de supremacía de los hombres que quieren ser hombres sobre las mujeres. Toda esta puesta en escena parece reafirmar una masculinidad tóxica y violenta que no encuentra un reproche social, familiar y público suficiente. ¿Alguien ve arrepentimiento en alguno de los miembros de La Manada?

El problema de las violencias sexuales contra las mujeres no se erradica agravando las penas máxime cuando el texto de las propias sentencias resta importancia a los hechos y desaprovecha la oportunidad de hacer el ejercicio de pedagogía que requiere el enjuiciamiento de un problema social. Desperdician las autoridades judiciales otra oportunidad, la de reparar a las víctimas. El derecho a la reparación de las víctimas no solo contempla la parte económica -que resulta vergonzosa y sonroja por las cuantías mínimas que se fijan- sino también otros aspectos que son sistemáticamente ignorados por los tribunales que dictan sentencia. Pero solo centrándonos en la parte económica podremos observar cómo las indemnizaciones que se fijan contribuyen, sin ninguna duda, a incrementar esa sensación de que las vidas y los cuerpos de las mujeres no valen nada ante la justicia.

En el caso de Pozoblanco, el tribunal fija una indemnización de 10.000 euros por el perjuicio moral causado y de 3.150 euros por los días durante los que sufrió un perjuicio personal básico. ¿Es esto suficiente para reparar el daño moral, psicológico y físico que se ha causado a la chica de 18 años que ha sido víctima de abusos sexuales por cuatro hombres? Claramente, no. A modo comparativo, se pueden señalar multitud de casos en los que la vulneración de los derechos fundamentales conlleva indemnizaciones muy superiores a las que establecen los tribunales en los casos de violencias sexuales y de género. Por ejemplo, hace un par de años el Tribunal Supremo confirmó una sentencia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) que condenaba a la empresa Aspe a indemnizar con 150.000 euros al pelotari Yves Salaberry “Xala” por vulnerar su derecho al honor. Otro ejemplo, hace unos días un juez de Sevilla ha condenado a un pianista a pagar 4.000 euros a cada uno de sus vecinos por vulnerar su derecho intimidad personal y familiar con el ruido de su piano. Sorprendente.

Como tantas veces ha señalado la actual delegada del Gobierno para la Violencia de Género, Victoria Rossell, eso es también revictimizar a las mujeres, a las adolescentes y a las niñas que sufren las violencia sexuales y machistas: “Hay que resarcir a las victimas, psicológicamente, físicamente pero también económicamente, y por supuesto moralmente”. Y cuando esto no sucede, el dolor y la sensación de impunidad que deja es terrible porque ahonda en el trato degradante que las mujeres han recibido a lo largo de todo el proceso desde que interponen las denuncias. Ni siquiera en las sentencias condenatorias, y dejando al margen el tema de la duración de las penas, el tribunal es capaz de cuantificar con parámetros justos y dignos el daño que ha sufrido la víctima.

El anteproyecto de ley Orgánica de Garantía de la Libertad Sexual que tanta polvareda levantó a principios de marzo recoge, precisamente, desde su génesis el valor y la importancia de la lógica de los derechos humanos a la hora de hacer frente a las violencias sexuales que sufren las mujeres desde la prevención, la atención y la reparación. Un enfoque que no gusta a quienes defienden mano dura y más cárcel frente a quienes pensamos que el cambio de cultura solo es posible desde una mirada integral donde la justicia feminista, entendida como parte de la justicia social, guíe las decisiones que se tomen en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la reparación de las víctimas.

Quizá debamos preguntarnos por qué una ley tan avanzada en la defensa del derecho a la libertad sexual de las mujeres ha suscitado tanta controversia en los entornos más conversadores. Sobre todo, cuando la ley, sin despreciar la importancia del papel que debe jugar el derecho penal, refuerza el cumplimiento de obligaciones básicas del Estado frente a las violencias sexuales, atendiendo tanto a los obstáculos que se encuentran las mujeres en esos procesos penales cuando sufren violencias sexuales como a la necesidad de prevenir y reparar las violencias desde las garantías de no repetición. Es en este plano en el que se pueden abordar de raíz las causas de las violencias, es donde se puede contraatacar esa “pedagogía de la crueldad” de la que habla Rita Segato, esa que materializa el mandato de masculinidad que tan bien personifican los miembros de La Manada a los que todavía no los hemos escuchado pedir perdón porque para ellos todo está bien. Ese es el problema, y no por más años de cárcel se van a responsabilizar de sus actos.

 

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