Covid-19: la (des)humanidad al descubierto

Covid-19: la (des)humanidad al descubierto

Escribe la autora que el origen de la covid-19 y de otras enfermedades similares reside en la explotación animal generalizada. Todes participamos en la medida de nuestro consumo y omisión política.

Texto: Catia Faria
03/06/2020

Ilustración de Ana Lorente.

En el momento en el que empiezo a escribir este texto, hay 352,750 seres humanos muertos por covid-19 y 5,709,526 casos de la enfermedad registrados mundialmente. Aunque la mente humana tienda a ignorar la escala de los problemas al evaluar su importancia, creo, como Bertrand Russell, que lo que distingue a un ser humano ético es su capacidad para observar una columna de números y llorar. Parémonos un momento en ello antes de proseguir. Dada la magnitud de la pandemia, es difícil pensar en algo distinto a sus efectos en nuestras vidas, a corto y a largo plazo. Pero reflexionar, en este contexto, sobre lo que será mejor desde el punto de vista humano implicará necesariamente repensar nuestra relación con los demás animales.

La deshumanidad del origen

Mucho se ha dicho ya sobre ello. El origen más probable del coronavirus (y de otros virus como el SARS de 2003) se remonta a los mercados húmedos de China, donde se comercializan y matan in situ animales de toda procedencia, a menudo salvajes, para consumo humano. No me adentraré en detalles ya conocidos. Los mercados húmedos son lugares dantescos donde seres sintientes luchan angustiados por sus vidas, confinados entre sangre, entrañas y excrementos. Las condiciones que se generan en tales contextos crean el ecosistema perfecto para que distintos virus proliferen, muten y, algunos de ellos, terminen afectando a los seres humanos, propagándose así nuevas enfermedades zoonóticas como la covid-19. Pero identificar a los mercados húmedos como el origen del coronavirus es solo una parte de la historia o, como se suele decir, la punta del iceberg.

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En realidad, el origen del coronavirus no son los mercados húmedos, sino el entrañado sistema de creencias especistas que los vuelve permisibles a los ojos de la ley y de la sociedad en su conjunto. Como resultado del especismo, la mayoría de los seres humanos explota de forma habitual a los demás animales, usándolos como recursos de todo tipo, entre ellos, para alimentación. Los mercados húmedos son una instancia de la explotación animal, aunque, a decir verdad, muy poco representativa. En occidente, tendemos a horrorizarnos con aquellos escenarios de explotación animal situados en horizontes de lejanía geográfica y cultural. Sin embargo, considerar que lo que ocurre en los mercados húmedos asiáticos es algo significativamente distinto a lo que ocurre en la explotación animal de nuestro entorno no solo es un error de análisis, sino una profunda manifestación de racismo y xenofobia. En primer lugar, el sufrimiento que padecen los animales en los mercados húmedos es superado en varios ordenes de magnitud por el sufrimiento infligido a los animales a lo largo y ancho del planeta en granjas, mataderos, etc. y, muy especialmente, en el mundo occidental. Pero, más al punto, es bien sabido que el confinamiento, la alta densidad poblacional, los altos niveles de estrés, la enorme cantidad de profilácticos y las precarias condiciones sanitarias características de las granjas industriales suponen un alto riesgo para el surgimiento y propagación de enfermedades víricas. Ejemplos recientes incluyen los virus de la influenza como el H1N1 (gripe porcina) o H5N1 (gripe aviar) que han evolucionado en granjas industriales de cerdos y pollos, mostrando una clara correlación entre la producción de animales y el brote de epidemias. El origen de la covid-19 y otras enfermedades similares no reside, por tanto, en la existencia de los mercados húmedos en sí, sino en la explotación animal generalizada que les subyace y de la que todes participamos en la medida de nuestro consumo y omisión política.

Pero si hay algo de positivo en todo esto es justamente cómo la actual pandemia pone de manifiesto la deshumanidad de nuestra relación con los demás animales, al imponer una distinción ficcional entre vidas que importan y vidas que no y que, al final, resulta ser contraproducente para los propios seres humanos. Así, cualquier plan de salud pública serio y sostenible -al estilo ‘una sola salud’ de la OMS (Organización Mundial de la Salud)- necesariamente debería incorporar medidas de transición hacia un mundo libre de explotación animal que, si bien no centrado éticamente en los intereses animales, se presentaría indudablemente efectivo como prevención de futuras pandemias entre la especie humana. Este camino parece, de hecho, moderadamente respaldado socialmente. En un reciente estudio, un significativo 43 por ciento de la población consultada se ha mostrado favorable a la creación de legislación restrictiva a la producción de animales para consumo, de manera para prevenir futuros brotes de enfermedades.

La deshumanidad de la gestión

Más allá del especismo, la pandemia ha revelado nuestra deshumanidad también, y sin sorpresas, hacia los miembros de la especie humana. Empezando por el etarismo inicial con las victimas hasta las insuficientes ‘respuestas’ de un sistema racista, sexista y clasista, los costes de la pandemia están siendo asumidos de manera desproporcionada por aquelles ya de por sí más expuestes, acentuando precariedades varias en los grupos sociales más vulnerables. Resulta curioso observar cómo hasta en este punto se pueden observar vínculos entre la explotación animal y la humana, como lo muestra el caso del matadero Litera Meat, en Binéfar, donde una cuarta parte de les trabajadores, muches de elles migrantes indocumentades, han acabado infectades por coronavirus, fruto de múltiples violencias laborales. Les trabajadores de los mataderos, en general personas pertenecientes a grupos sistemáticamente marginados, han recibido la más profunda desconsideración de sus intereses fundamentales, solo quizás superada por la indiferencia generalizada (excepto por un puñado de activistas) ante la enormidad del sufrimiento animal que supone el mayor matadero de Europa.

Por las mismas razones que he indicado aquí, no es de extrañar que en un contexto de extrema violencia hacia animales no humanos correlacionen, a menudo, distintas formas de violencia hacia seres humanos. Los estudios indican que creer en una división jerárquica entre humanos y animales fomenta actitudes deshumanizantes hacia individuos de otros grupos. Por ejemplo, cuanto mayor es el prejuicio especista, mayor tiende a ser el prejuicio racial y la consecuente deshumanización de los sujetos no blancos. Esto parece ocurrir porque ambos prejuicios son impulsados por ideologías supremacistas subyacentes similares.

Pero si esto es cierto, entonces, es por lo menos plausible considerar que, inversamente, desmantelar el supremacismo humano sobre los demás animales conllevará una reducción en la aprobación de las desigualdades entre seres humanos. Estas parecen razones de fuerza para, finalmente, revolucionar el modelo socio-político en el que se asienta nuestra actual relación con los individuos de otras especies, sustituyéndolo por un marco horizontal de solidaridad interespecies. La presente situación es ya dramática tanto para humanos como para no humanos y, sin embargo, si no actuamos ahora, en el futuro solo tenderá a empeorar.

La humanidad a descubierto

Hasta ahora he usado la palabra ‘deshumanidad’ sin definirla, asumiendo que coincidimos en su significado, pero ha sido una trampa. En primer lugar, ‘humanidad’ significa dos cosas muy distintas. En un sentido meramente descriptivo se refiere al conjunto de individuos que componen en conjunto del Homo sapiens. Pero, en otro sentido más metafórico, ‘humanidad’ se refiere a un atributo moral, al menos disposicional, consistente en actuar de manera compasiva, supuestamente presente en todos los seres humanos. Por ello, calificamos de ‘humana’ aquella conducta que comparte el sufrimiento ajeno y busca minimizarlo, mientras llamamos ‘inhumana’ o ‘deshumana’ a toda aquella otra que es contraria a la disposición compasiva del ser humano, como si en ausencia de compasión, los individuos fueran automáticamente despromovidos de su condición de humanos. Mucho habría que decir sobre el devenir histórico-filosófico de esta problemática asociación, aunque una mirada atenta al mundo, como hemos visto en el curso de esta pandemia, nos permite cuestionar fácilmente su fórmula simplificada “humanidad = bondad”.

Si hay algo endémico de la humanidad es su antropocentrismo. Para muches, ser humano es ser justamente lo que sea que nos distingue de los animales y, por ende, ser su superior. Ahora bien, sabemos, desde Darwin, que las diferencias existentes entre especies lo son meramente de grado, y con los avances contemporáneos en la ciencia evolutiva, la etología y la cognición animal, encontrar una característica exclusivamente humana se ha mostrado prácticamente imposible. Los demás animales poseen una intensa vida emocional, estructuras sociales complejas, distintas formas de lenguaje y amplias capacidades cognitivas, lo que tira por tierra cualquier división clara entre ‘lo humano’ y ‘lo animal’. Pero si algo nos ha enseñado el feminismo es que, aunque tales diferencias existieran, aun así, cualquier diferenciación biológica seguiría sin justificar la discriminación de unes frente a otres. Independientemente de nuestra condición biológica y social, todes debemos ser reconocides como lo que somos: sujetos con intereses propios en vivir, no sufrir y en disfrutar de nuestras vidas. Hay incluso quien defiende que el supremacismo humano (o antropocentrismo) tiene, de hecho, su origen en el modelo de supremacismo masculino. Al equiparar la diferencia de las mujeres con inferioridad, los hombres han proseguido a validar su superioridad a través del control y violencia reiterada hacia estas. El modelo habría sido luego aplicado a diferencias raciales, culturales y entre especies. Se puede discutir el apunte desde diferentes narrativas sociológicas, pero independientemente de su validez, y a la vista de las atrocidades cometidas hacia grupos históricamente vulnerados, lo que sí es cierto es que la supuesta humanidad de la humanidad es pura fake news.

Así, una vez puesta a descubierto la humanidad, mi propuesta no es, al contrario de una cierta tendencia en el feminismo, humanizarse más, sino deshumanizarse lo más posible, aunque en el sentido opuesto al habitual. Es decir, deshumanizarse en tanto despojarse de todo aquello que ha caracterizado, en la vida real, a los seres humanos: su supremacismo. Para ello es crucial comprender que los demás animales, independientemente de los espacios que habitan, ya sea en el espacio doméstico, en los límites de las ciudades, en los centros de explotación o en el medio salvaje, comparten con nosotres una subjetividad encarnada y una vulnerabilidad corporal que tienen que ser reconocidas y protegidas, también, no olvidemos, porque ellos mismos son sujetos de enfermedades y no meros vehículos de transmisión. Hacerlo, en estos momentos, supone responder con prácticas inequívocas de cuidado imparcial y de responsabilidad comunitaria más allá de la especie. Ese es el primer paso hacia la construcción de nuevas relaciones post-pandemia menos humanas y más seguras para todes.

 


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