Sobre el arte de aprender y el oficio de educar como política

Sobre el arte de aprender y el oficio de educar como política

"Debatir, confrontar, educar, siempre que busca trasformar el mundo para hacer de él algo mejor, está impulsado por el amor", escribe la autora.

17/06/2020

I. Sujeta de aprendizaje y principio de vida

“Nadie libera a nadie ni nadie se libera solo. [Nos] libera[mos] en comunión”.
Paulo Freire

Soy sobre todo una aprendiz. Mi padre negro, el mejor y más grande de mis maestros, me enseñó a edad muy temprana el amor por el conocimiento, el privilegio de ser cántaro receptor del saber acumulado, el aprendizaje como principio de vida. Yo no fuera quien he llegado a ser si no fuera por haber sido sobre todas las cosas alguien en disposición al aprendizaje. Gran alumna, amé a cada une de mis maestres que se tomaron el tiempo para enseñarme lo que a su vez habían aprendido. Recibí cada lección como un regalo, cada regalo me ayudó a superarme, me hizo sentir bendecida.

Aún recuerdo a la maestra del barrio popular en el que pasé mi infancia. A su escuelita al aire libre, en el patio trasero de su casa, íbamos les niñes de la comunidad luego de la tanda del jardín de infantes oficial al que asistía en las mañanas. Allí aprendí a leer y a escribir antes de entrar al primer grado. Iba luego del almuerzo, con mi sillita de guano en una mano, en la otra el lápiz y el cuaderno. Pasaba las tardes con ella debajo de una mata de mango y además de las letras recibí lecciones sobre humildad, felicidad y principios básicos de sobrevivencia en una comunidad afrocaribeña.

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De mi padre aprendí a ser autodidacta. Me enseñó el viejo método de aprender a través de la observación atenta. Como bachiller de mecánica y amante de la técnica papi se pasaba los fines de semana arreglando cualquier artefacto descompuesto en la casa y estudiando el funcionamiento del viejo auto que había comprado para ir reparándolo. No daba para más el bajo presupuesto familiar. Solía arreglar desde un enchufe chamuscado hasta la licuadora estropeada, una silla rota, el hueco en la pared, la reparación del gallinero en el patio de tierra de la casa. El trabajo empezaba por preguntar a algún vecino especialista en la cosa, estudiar el manual que acompañaba al artefacto en cuestión o auxiliarse de viejos manuales de reparación que compraba en la feria de libros usados. Con una paciencia que apenas heredé, lo veía desarmar y estudiar atentamente las cosas para reparar buscando donde estaba la falla. Para descubrirla era necesario comprender su lógica de funcionamiento, recién entonces estaba en la capacidad de arreglar lo que andaba mal. Intentar arreglar, debería decir, porque el éxito en la tarea era apenas confiable. Se medía por los elogios o improperios de mi madre que iban del “tu padre es muy inteligente” al “¡te lo dije!”. Yo observaba todo en silencio pegada a los pies de mi padre con los ojos mirando hacia arriba y atenta… ¡estaba aprendiendo!

Soy sobre todo una aprendiz y siempre fui muy buena estudiante. Suelo disfrutar de espacios de aprendizajes muy variados y eso incluyó, durante algún largo tiempo, el ámbito de la institución escolar. De la escuela guardo buenos, pero también dolorosos, recuerdos que me enseñaron mucho más de lo que yo podría en ese momento siquiera imaginar. Recuerdo la única vez que hice trampa en un examen y fui tomada como mal ejemplo para toda la escuela. Aprendí sobre el valor de la honestidad. Recuerdo en los primeros años de secundaria la nueva maestra de historia: una negra con su pelo natural que nos enseñó el acercamiento crítico a la historia oficial. De ella aprendí el valor indispensable y urgente de la crítica; era posible cuestionar las narrativas de las élites oficiales de la nación. Su paso por la escuela y por mi vida fue de tan corta duración como se lo permitió la dirección escolar que la expulsó por su “sospechosa enseñanza de la historia”. Su corto paso por mi vida dejó una huella imborrable que perdura más allá del tiempo: la crítica como acto heroico.

Hace poco mi madre me contó que estando yo aún muy chica ella vio alguna vez que yo despreciaba a una niña del barrio porque era más oscura de piel que yo. Me cuenta que ella lo notó y me dijo que eso no se hacía, que ella era un ser humano igual que yo. Mi madre de piel clara me dio mi primera lección de antirracismo. Esa niña del color de mi padre, ese padre maestro a quien yo he amado y seguido con pasión en sus enseñanzas de vida, es la huella dolorosa del racismo en la construcción de mi subjetividad. Pasarían años para poder estar en capacidad de enfrentar la auto-negación, el auto- desprecio por mi origen negro, empobrecido, afrodescendiente. Hay aprendizajes que son procesos que duran la vida misma.

Acaso el ejercicio de contar nuestra historia puede ser que se trate de una narración de todo aquello que, dejando alguna marca importante, ha sido aprendizaje. ¿De qué se trata el aprendizaje sino de la huella que te deja el paso por la vida y como ello te transforma? De eso es de lo que hablo. Llegamos al mundo desnudas, nada más siendo un cuerpo que late, un cuerpo con todo el material necesario para existir en esta dimensión desde la que hablo. Pero ese cuerpo necesitará de mucho cuidado externo, de mucha paciencia de parte de los responsables de su cuidado, de muchos tropezones y caídas hasta ser capaz de andar por sí mismo; y aun cuando ya aprendemos a andar faltará mucho más para andar bien en compañía y para aprender a ser parte de esa comunidad que nos alberga, será un esfuerzo y una atención constante y permanente para integrarnos sin hacer daño a otres ni a nosotres mismos. Aprendemos de las generaciones anteriores a construir comunidad o a destruirla.

II. Educar como acto de amor

“Si los blancos no aprenden, será nuestro fin”.
Manduca a Karamakate. El abrazo de la serpiente.

En un tiempo de radicalización de la política, se hace necesario detenernos a pensar lo que significa la política como acción transformadora. Como educadora siempre he advertido una inseparabilidad entre la política y la formación. Una vez producida la herida colonial que atraviesa el mundo en sus múltiples temporalidades y procesos de occidentalización, una vez introducido el daño, el proceso de reparación consiste en una política centrada en la posibilidad de creación de conciencia. Si ciertamente hay mundos que impiden “un mundo donde quepan muchos mundos”, la formación para la transformación es un principio regente y la política es unos de los medios a través del cual se produce.

Por supuesto, podríamos tomar otro camino: expulsar a priori todo lo que nos niega, todo lo que nos impide ser, todo lo que impide a nuestro mundo realizarse. Pero el riesgo siempre está en convertirnos en aquello que nos niega. La cacería, el salir a cortar cabezas, la reservo solo para aquellas ocasiones extremas en donde ya se ha intentado todo.

Antes que eso hay mucho por hacer sin perder radicalidad. En mi práctica política he preferido el debate abierto, la confrontación necesaria con aquellas ideas, idearios, agendas, actitudes que mantienen un compromiso con el modelo de muerte y reactualizan la dominación de la mayoría o de los grupos en peor condición de privilegio. He salido como guerrera a confrontar la injusticia, a denunciar el daño que nos han hecho. Con un puñado de feministas racializadas y aliadas hace algo más de una década declaramos la guerra al feminismo blanco. Soy parte de una generación que hizo una incisión al armazón conceptual y programático feminista por su eurocentrismo y su compromiso con la modernidad.

Pero declarar la guerra, puede ser un acto de advertencia, la declaración, más allá de la rabia, contiene la profunda esperanza del cambio. Antes de la guerra, antes de la expulsión, antes de la ruptura está la declaración, la denuncia, la rabia vuelta mensaje de la herida. La declaración es el acto de advertencia que reclama una respuesta que reconozca la dignidad del sujeto agredido. El debate que se abre con la advertencia, con todo lo doloroso que puede ser para ambas partes, es parte de ese rol de formación que cumple la política transformadora. Debatir es educar y es aprender. Quienes participamos estamos todes involucrades en un proceso de enseñanza y aprendizaje. Del debate aprendemos todes, siempre que nos sabemos sujetos en falta. Debatir, confrontar, educar siempre que busca trasformar el mundo para hacer de él algo mejor está impulsado por el amor.

No nos engañemos, hermanas, hermanes: la política feminista antirracista es una política educativa. Antes que cualquier cosa somos educadoras aquellas que ponemos nuestros cuerpos oscuros, nuestras experiencias y nuestras palabras frente a un auditorio lleno de feministas blancas o nacionalistas retrógrados o machistas de izquierda o derecha. Cuando declaramos la guerra, cuando gritamos la rabia, cuando decimos basta, estamos educando; educamos para que el mundo sea mejor.

Pensar nuestro accionar como gesto educativo nos libra de la tentación de hacer de nuestros esfuerzos un simple acto de destrucción. Lo que buscamos es transformar las relaciones de poder. Si las relaciones de poder nos constituyen, la transformación ocurre a todos los niveles. Nosotras mismas nos transformamos en ese ir y venir; en el afán, la maestra se vuelve aprendiz y deviene también otra cosa.

La política siempre es proceso formativo. Entramos de ella de una forma y terminamos de otra. No podemos caer en la trampa de negar el proceso de intermediación como parte de la política que busca hacer del mundo algo mejor. Las cosas cambian en el intercambio. Nadie aprende solo ni nadie se educa solo así misme. El macho no desaparecerá mientras no lo miremos a la cara, el o la racista tampoco. Desterrar no es la salida, el destierro no es desaparición. Por supuesto, habrá momentos que no nos quede otra salida, pero antes hay mucho que hacer. Hay una tarea ética de involucrarnos activamente para cambiar lo que está podrido y en esa tarea debemos involucrarnos todes. Hay una tarea de la activista y hay una responsabilidad de aquel(lles) al que se le denuncia.

Asumir la política como tarea educativa es saber que si no educamos el sujeto de mal terminará exterminándonos, incluso cuando lo expulsemos o cuando lo asesinemos. Su enfermedad se propagará como peste y nos devorará. La política debería ser siempre un acto de amor, la tarea de reeducar lo acompaña. Desde la rabia y desde el dolor y como podamos en cada momento deberemos recordar que si el sujeto blanco no aprende será nuestro fin. También será nuestro fin sino vemos cómo el amo blanco vive en nosotres. La política es una de (auto)formación transformadora.

III. La educadora aprendiz (epílogo)

Somos educadoras aprendices. Agradecida habremos de dar lo recibido. Devolver algo de la gracia que nos fue dada es la tarea de toda existencia en el mundo. Busco y quiero inscribirme en esa trama de amor que significa el oficio de enseñar, la política que nos enseña a ser de otra forma es también continuidad del amor. No hay nada que pueda yo enseñar a otres que no me haya sido dado antes. Más allá del modelo actual de dominación, toda cultura, toda vida sobre la tierra es aprender a compartir los bienes, es conciencia del lazo. Soy porque somos, nos enseña la vieja filosofía africana del ubuntu.

 

 

Este contenido se enmarca en ‘Feminismo desde mi piel’, una colaboración con Mujeres con Voz y Calala Fondo de Mujeres. Financiado por el Gobierno Vasco

 

 

 

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