Confinamiento en comunidad: navegar la incertidumbre desde la casa común

Confinamiento en comunidad: navegar la incertidumbre desde la casa común

Joana G. Grezner escribe cómo es el confinamiento desde La Borda, una cooperativa de vivienda en cesión de uso y de protección oficial, donde el apoyo mutuo, la voluntad de transformación social y ambiental y la autogestión son ejes vertebradores.

20/05/2020

Interior de La Borda. / Foto: Institut Municipal de l’Habitatge i Rehabilitació de Barcelona

El 23 de marzo, tras saber que una vecina y amiga con la que había tenido un contacto estrecho tenía síntomas de coronavirus, me aislé en mi casa durante dos semanas. Vivo sola, pero bien acompañada: mis vecinas y vecinos me hacían la colada y la compra semanal y me consultaban diariamente qué necesitaba; asumieron mi parte de la nueva rutina diaria de desinfección con agua y lejía inaugurada durante el confinamiento para reforzar los turnos de limpieza existentes; me trajeron pasteles, semillas, tierra para sembrar y trasplantar algunas de mis plantas, rebosantes de recién estrenada primavera; me visitaron a la puerta de casa y me enviaron mensajes, pelis y música alegre para sobrellevar la cuarentena. Casi cada mañana, hacía yoga por Whatsapp con una vecina y, con otras, dos tardes a la semana por skype, una rutina que dejó de ser presencial para cuidarnos.

Cuando tuve que impartir las clases de un máster por Jitsi y -horror, la brecha digital- mi portátil a pedales no funcionaba, seis horas de apoyo mutuo vecinal convirtieron mi escritorio en un aula: un vecino informático me asesoró por videollamada; dos me cedieron sus auriculares para el intento fallido de usar el ordenador de torre y otra vecina amiga me dejó su portátil. Empecé a preparar un artículo para Pikara Magazine y pude imprimir mis notas de referencia gracias a un vecino que socializó su impresora, el mismo que me provee de lecturas desde el inicio del estado de alarma. Mi comedor da a un ventanal y un balcón desde el que se avista la montaña de Montjuic, compartido con los tres habitáculos contiguos, sin barreras físicas. En esas dos semanas y todas las siguientes he pasado muchas horas allí, leyendo, escribiendo, mirando el cielo y el horizonte y compartiendo con mis vecinos la cotidianidad confinada: desayunos, comidas y cenas cada-una-en-su-balcón, y a ratos y a distancia, risas, penas, cervezas, sesiones de cantar a varias voces con guitarra y clarinete, charlas, anécdotas y recursos para afrontar las respectivas dificultades.

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Vivir en comunidad para construir lo común

Desde hace un año y cinco meses, vivo en La Borda, una cooperativa de vivienda en cesión de uso y de protección oficial, un sueño materializado gracias a la autogestión, donde habitamos 59 personas repartidas en 28 Unidades de Convivencia (UEC), en un edificio de 3.000 metros cuadrados y seis plantas que confluyen en un patio de corrala, con más de 280 metros cuadrados de espacios comunes, como la sala polivalente donde compartimos la lavandería común; el patio, la cocina, comedor y sala de estar comunitarias; una terraza interior, dos exteriores y la cubierta verde (aquí podéis visitar el edificio de forma virtual). “Construim habitatge per construir comunitat” (construimos vivienda para construir comunidad), se lee en la pancarta colgada del primer piso, justo enfrente de la puerta de entrada, que acompaña nuestra aventura colectiva desde que conseguimos la cesión de un solar de propiedad municipal por 75 años y empezamos a edificar nuestra casa común. El proyecto surgió en 2012 al calor del espacio vecinal autogestionado de Can Batlló, en el barrio de Sants (Barcelona), para facilitar el acceso a la vivienda de forma digna, equitativa y sostenible social y ambientalmente y construir una comunidad diversa e intergeneracional a partir del apoyo mutuo. Creamos la cooperativa en 2015 y en tres años reunimos más de tres millones de euros para construir el edificio, gracias a la cooperativa de finanzas éticas y solidarias Coop57, y a cientos de personas y organizaciones que aportaron dinero a fondo perdido o nos lo prestaron para recuperarlo con mejores condiciones que los bancos convencionales. Un 20 por ciento del coste lo sufragamos las y los habitantes, y para garantizar el acceso a la vivienda pese a nuestras diferencias de renta, activamos la solidaridad económica interna: quien tenía más ahorros adelantó el dinero para que otra gente lo devolviera poco a poco y sin intereses. Este es mi caso: cinco años después, y en pleno confinamiento, he completado mis aportaciones de capital social, 18.500 euros que recuperaría si alguna vez dejo de vivir en La Borda. También creamos un fondo de apoyo mutuo en el que cada habitante mayor de edad aporta cinco euros a la cuota de uso mensual para tener un remanente colectivo en caso de que alguien no pueda pagarla por perder el empleo, tener un accidente, separarse de la persona con quien comparte la UEC o que esta fallezca. En abril, el fondo se ha activado por primera vez para apoyar a habitantes que se han quedado en paro por la crisis derivada del coronavirus.

Habitar la emergencia climática en forma de pandemia

La Borda se diseñó a partir del deseo compartido de favorecer la socialización, los usos comunes y el consumo eficiente de recursos energéticos. La estructura de la casa es de madera (vasca, por proximidad), recubierta con pladur en los muros y hormigón pulido en los suelos, y tiene ventilación cruzada, amplios ventanales al interior y al exterior y una cúpula biotérmica que cubre el patio, por lo que acumula el calor en invierno y lo libera en verano. No consumimos gas, ya que calentamos el agua con una caldera de biomasa y utilizamos placas de inducción para cocinar, e instalaremos placas fotovoltaicas en la cubierta para aprovechar la energía solar. En fin, preveíamos que la casa y sus habitantes afrontaríamos la emergencia climática y el colapso energético, pero nunca que llegaría en forma de pandemia global. Tampoco, que en una metrópolis como Barcelona, transitaríamos un confinamiento que ya suma dos meses- el más extremo de Europa, por cierto- en una comunidad donde convivimos gente joven, adulta, de más de 60 años, bebés, niñas, niños y adolescentes, con distintos factores de riesgo; gente que sale a trabajar en el ámbito sanitario y sociosanitario, en emergencias o a cuidar a sus mayores; que vive sola, en pareja, separada, con hijas e hijos, con maternidades y paternidades compartidas con parejas o amistades; con la familia cerca, lejos y en diáspora; que tiene relaciones afectivas y sociales significativas (amistades, compañeras y compañeros de juegos, estudios, proyectos, ocio y/o activismo, amantes, parejas, whatever…) con personas de dentro y fuera de la comunidad; con afinidades, vínculos y conflictos diversos… Una situación sin precedentes que revela como nunca nuestra ecodependencia e interdependencia y hasta qué punto nuestras acciones impactan en las personas de nuestra comunidad, a lo micro -nuestra casa común- y a lo macro -quienes habitamos el planeta-, como reflexiona Paul B. Preciado en este ensayo sobre la gestión política de las pandemias. “Dime cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás”, dice Preciado.

Un espacio común de La Borda. / Foto: Lacol

‘Rebelión en cuarentena, la guía anarquista de acción en tiempos de pandemia’, por ejemplo, recomienda formar un grupo de afinidad; explicitar qué riesgos está dispuesto a asumir cada miembro; compartir expectativas sobre la relación con el riesgo y el posible contagio, acordar un nivel de riesgo a tolerar y comunicarse cuando aparece un nuevo factor de riesgo, así como crear una red de apoyo mutuo que se conecte a otros grupos afines y distribuya recursos y apoyo a través de sus miembros, con distintos grados de exposición. Como se explica en este reportaje, en La Borda no ha habido que desplegar desde cero el apoyo mutuo, porque, junto con la voluntad de transformación social y ambiental, es el eje vertebrador de la estructura social y física que compartimos entre nosotras y con otros proyectos: por ejemplo, l’Economat Social, una cooperativa de trabajo asociado que ocupa el local de los bajos del edificio, que en plena restricción forzada de movimientos ha redoblado esfuerzos para seguir vendiendo fruta, verdura y legumbres de cooperativas agroecológicas de la provincia y productos de comercio justo y consumo responsable, consciente y transformador, a precios dignos que sostienen condiciones de producción, trabajo y vida dignas. La Borda y sus habitantes somos parte de las redes de apoyo mutuo vecinales, feministas, ecologistas, cooperativistas, por el derecho a la vivienda… que funcionaban antes de la pandemia y de las que se han construido para afrontarla.

Cuidados, salud y prudencia colectiva

Para una comunidad en construcción, la pandemia plantea un reto descomunal a varios niveles: en el organizativo, por ejemplo, el consejo rector y la asamblea de habitantes han pasado a ser virtuales, así como las asambleas de comisiones y grupos de trabajo (secretaría, comunicación, economía, convivencia, autoconstrucción y mantenimento; La Gorda, la futura cocina comunitaria…), que en algunos casos están volviendo a la presencialidad con distancia, limpieza y desinfección de espacios comunes. Antes de la crisis sistémica de la covid-19 estábamos en plena reorganización, y priorizábamos abordar el apoyo mutuo (monetario, material y emocional) entre habitantes ante las desigualdades que nos atraviesan; el trabajo en red con otros proyectos y el encaje colectivo de los cuidados a las criaturas de la comunidad y entre nosotras, así como los apoyos relacionales más allá de la red familiar. De golpe, como en millones de hogares, nos hemos visto sosteniendo un confinamiento donde se han relegado y vulnerado los derechos y las necesidades de niñas, niños y adolescentes desde el minuto cero del estado de alarma, concebido desde el adultocentrismo y una perspectiva reduccionista de la salud pública que les ha contemplado únicamente como vectores de transmisión del coronavirus; con guarderías, escuelas e institutos cerrados y madres y padres, que teletrabajan en su mayoría, sin ayudas estatales significativas para conciliar la vida personal, familiar y laboral, ni el apoyo crucial de sus mayores, que son un puntal de la crianza, porque son la población más vulnerable frente al virus.

Estamos viviendo en propia piel hasta qué punto la corporalidad sigue siendo necesaria para organizarse y solventar necesidades cotidianas o emergentes que no siempre se pueden resolver a dos metros de distancia. Por ejemplo, en plena pandemia hemos solucionado la inundación de un piso por la rotura de una tubería bajante y la del forjado sanitario de los sótanos del edificio tras las tormentas primaverales, achicando agua con bombas, escobas y cubos. Frente a un virus que nos impacta y sitúa en distintos lugares de vulnerabilidad en lo biológico y lo material (y de vulneración de derechos en lo social, según la edad, el género, la clase, el origen o la etnia), hemos tenido que explicitar los riesgos que cada una quiere y puede o no asumir, así como sus límites, y aceptar los del resto; comunicar al colectivo las situaciones de riesgo o las ocasiones en que algún miembro de la comunidad ha tenido síntomas identificables con los de la covid-19 y las distintas reflexiones o demandas que surgen de todo ello. También se han generado espacios de expresión emocional acordes con este distanciamiento forzado, a la espera de poder entrar más a fondo cuando podamos estar juntas y juntos y mirarnos a los ojos sin pantallas de por medio. Una vez más, transitar juntas esta crisis no implica ser afines ni estar de acuerdo en todo, sino construir los consensos que sostengan una vida en común teniendo en cuenta la diversidad y los disensos internos. Paul B. Preciado señala que inmunidad y comunidad comparten la misma raíz léxica, el “munus, o tributo que alguien debía pagar por vivir en comunidad”. Así, la comunidad está ligada por «una ley y obligación común, pero también por un regalo, una ofrenda” y, por tanto, “toda biopolítica es inmunológica: supone una definición de la comunidad y el establecimiento de una jerarquía entre aquellos cuerpos que están exentos de tributos”; es decir, “exonerados de los deberes societarios que son comunes a todos” y desmunes o demuni, los que son “potencialmente peligrosos y que serán excluidos en un acto de protección inmunológica”.

¿Quién, quiénes podemos quedarnos en casa y quiénes no y por qué? ¿De qué nos protegen/protegemos, y de qué manera? ¿Qué implica cuidarse y cuidar en este contexto distópico, y quién lo hace y por qué? Me interrogo desde mi cuerpo-lugar en el mundo mientras salgo a pasear, correr y oler la primavera en la montaña de Montjuic antes del toque de queda, sola o con la gente –pequeña y grande- de mis diferentes comunidades y redes de vida. Con ellas abro nuevos caminos paso a paso, y sigo los que abren otros y otras. Como las firmantes del manifiesto contra la doctrina del shock digital, que nos llama a “construir desde la base, y con ayuda de personal epidemiólogo, médico y sanitario, reglas de prudencia colectiva razonables y sostenibles a largo plazo»; la Guía para la Rebelión en Cuarentena, que invita a pensar «qué riesgos estamos dispuestos a asumir para vivir con dignidad”; o como Daniel López, que en esta magnífica reflexión sobre pandemia, salud y edadismo, nos alerta del peligro de normalizar que se sacrifique «lo que sostiene tu vida en el día a día (la vivienda, las relaciones de amistad, las relaciones familiares, los apoyos y los cuidados)», a costa de «separarlo y ponerlo en segundo lugar respecto a la salud», de la que propone reivindica una visión más amplia.

Victoria, una habitante de Trabensol, la comunidad autogestionada para personas mayores del Norte de Madrid (una cooperativa de vivienda de seniors, todo un referente), le explica a López que afronta la pandemia y el confinamiento como cuando estás en un largo viaje por el mar, “sin pensar cuándo vas a llegar a puerto”. El rumbo y el futuro son inciertos y cambiantes, pero desde la cuarta planta de La Borda (donde ondea una bandera pirata), la certeza de compartir y disfrutar una travesía común por una vida digna da fuerza y alegría para seguir navegando la incertidumbre.

 


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